Capítulo 29
William llevaba días ignorando por completo a Ayla, de una forma tan evidente que ocasionó desconcierto inclusive a su hermano, sin embargo todos decidieron mantenerse al margen de la situación cuando Nathaniel intentó mantener una conversación con él para hacerlo entrar en razón y William casi se transforma en un arranque de furia. Claro, nadie comprendía en realidad, pues Ayla se había cerrado tanto como William, rehusándose a hablar acerca de lo que había sucedido, de lo que había causado tanta inestabilidad en su relación después de que al fin hubieran solucionado sus problemas previos.
Ayla solo podía desear paz, pero era un deseo inútil, pues había tantas cosas en su itinerario que en ocasiones se debía obligar a recordar que debía darse un tiempo para respirar.
Ella no culpaba a William por ignorarla, probablemente se comportaría igual de estar en su situación, pero lamentablemente no tenía oportunidad para ponerse en los zapatos ajenos, no cuando había tanto sobre ella. No cuando allí estaban, días después, nuevamente hundiéndose en el suelo de la pirámide del Sol.
Tal como sucedió antes, la tierra consumió sus cuerpos tomando una consistencia líquida, como sumergirse en algo más espeso que el agua, haciéndoles sentir que se asfixiaban, hasta que un parpadeo después se encontraron nuevamente pisando tierra firme. Esta vez, no esperaron como prisioneros a punto de ir a juicio sino que sus anfitriones estuvieron allí desde que ingresaron, y los observaron con miradas de juicio levantarse del suelo con dificultad.
— ¿La han traído? —preguntó el mismo hombre que había hablado con ellos la ocasión anterior.
Nadie respondió, todos miraron a Christina, que se limitó a sacar de su mochila el trozo de piedra que habían obtenido de la cueva, estaba envuelto en un trozo de tela que había desgarrado de las sábanas del hotel, rehusandose a que su piel volviera a hacer contacto con la obsidiana.
Los ojos del hombre brillaron de codicia.
—Traigan la daga —ordenó, a una mujer a su lado.
Tras un asentimiento, la mujer avanzó a la oscuridad y se desvaneció de la vista.
—Lo lograron —dijo alguien del aquelarre, Ayla no supo quien había sido, pero sonaba tan sorprendido que se sintió un poco ofendida.
—Así es —dijo el hombre, sin apartar la vista de la piedra en las manos de Christina, para después parpadear y clavar su mirada en Ayla—. He de suponer que esto ha sido obra tuya, así que te agradezco en nombre de nuestro aquelarre.
Ayla tragó saliva, incómoda.
—En realidad, Christina fue de muchísima ayuda —dijo, tratando de apartar la atención de sí misma, nadie sabía a ciencia cierta lo que había sucedido con exactitud dentro de la cueva y no estaba dispuesta a que eso cambiara.
—Claro, pero desde fuera de la cueva, ¿no? —preguntó el hombre, con aspecto confundido.
—No —respondió Ayla, dubitativa—, ambas entramos juntas.
El hombre se sobresaltó, sorprendido, y miró a Christina, alternando su mirada entre ella y el tesoro en sus manos, con los ojos chispeantes de euforia. Ayla tuvo la sensación de que había dicho algo que no debía, pero no sabía que había sido, y Christina pareció tener la misma sensación porque dio un paso atrás.
Eleonor se interpuso entre la mirada del hombre y Christina, soltando un gruñido, con sus ojos brillantes y sus colmillos emergiendo.
Por fortuna, en aquel instante la mujer que había sido enviada por la daga, apareció, en sus manos sostenía una caja dorada cuyo color y brillo no sorprendió a Ayla en absoluto, era la daga del Sol después de todo.
El hombre que antes estuvo taladrando a Eleonor con la mirada, se giró y quitó la tapa de la caja, sacando con extrema cautela la daga. Ayla habría creído que quizá era la daga equivocada, una falsificación quizá, debido a su simpleza sino fuera porque parecía reflejar un brillo inexistente, a pesar de la oscuridad del lugar, brillaba como si un rayo de sol se estuviera reflejando en su hoja. No se parecía del todo a la ilustración del libro de Christina, pero eso era probablemente normal, pues las historias siempre alteraban en cierta medida la verdad.
William se aproximó al hombre, como alfa de la manada le correspondía hacer el intercambio, sin embargo, el hombre hizo un pequeño sonido como de chasquido con su lengua y señaló a Christina.
—Solo se hará el trato si es ella quien nos entrega la obsidiana y quien toma la daga a cambio.
Christina se enderezó, era lo más firme que Ayla la había visto comportarse, miró a William como pidiendo su aprobación y cuando él asintió con la cabeza, ella avanzó.
No fue nada demasiado teatral, no al principio, al menos. Christina extendió la mano para entregar la piedra, el hombre la tomó y le tendió la daga, ella lo tomó.
Entonces, las cosas se tornaron extrañas.
Christina tomó la daga, con aspecto impasible, pero cuando su mano rodeó la empuñadura, su expresión se tornó consternada, sus ojos lagrimearon y ella aflojó el agarre, dejando que el arma cayera. William intervino con rapidez y la atrapó antes de que golpeara el suelo, pero el aquelarre se aprovechó de su distracción.
Una de las brujas lanzó un golpe al aire, con su mano extendida y brillando, arrojando sin piedad a William contra la pared, pero él se recompuso al instante, con sus ojos brillando en color rojizo.
Con rapidez, los cuerpos humanos de la manada se esfumaron y en su lugar aparecieron fieros lobos gigantescos, que gruñeron amenazantes antes de empujar con levedad a Ayla hacia atrás.
Christina hizo brillar sus manos, tal como los demás, pero alternó su vista una y otra vez entre ambos bandos.
—Lo siento —susurró.
Entonces, alzó sus manos y las bajó de golpe, haciendo que un horrible temblor sacudiera el suelo, haciendo que el aquelarre se tambaleara, de un saltó, los lobos se lanzaron sobre ellos aprovechándose de su distracción, sin piedad alguna atacaron sus extremidades, arrancaron piel y derramaron sangre. Al menos diez miembros del aquelarre estuvieron muertos antes de que ellos pudiesen reaccionar.
William se aproximó a Ayla y tiró de ella hacia atrás, sostenía la daga con tanta fuerza que Ayla temió que la torciera, pero se limitó a sujetar su mano y poner el arma en ella, para después transformarse y unirse al resto.
Todos los lobos eran brutalmente violentos, pero nadie tanto como William, cuyos zarpazos iban todos hacia el cuello, desgarrando su piel. Una mujer en particular ofreció bastante resistencia, y cuando estuvo acorralada por Eleonor y Nathaniel, hizo que ambos se hundieran en la tierra, aprisionandoles poco a poco, como atrapados en arenas movedizas. Entonces, Allison hizo su intervención, atacó por la espalda y la derribó, clavando sus afilados colmillos en su abdomen y haciendo que ella profiriera un alarido de dolor.
Pero, mientras ellos tres lidiaban con esa única mujer, Natalie peleaba por su cuenta contra un hechicero también muy hábil, que alzó su cuerpo sin demasiado esfuerzo usando su magia y la golpeó repetidamente contra el suelo hasta que no se levantó más.
Una bruja pareció pensar que utilizar a Ayla como rehén sería una buena idea, así que usó su magia para que la tierra tragara su cuerpo y reapareció justo al lado de Ayla, rápidamente dejándola inmobil bajo su agarre, ante la mirada consternada de Christina, que luchaba por abrirse paso hacia ella, pero Ayla, desesperada, pisó con fuerza el pie de su captora y en un movimiento rápido y eficiente, se giró y clavó la daga en el abdomen de la bruja.
El grito de la bruja que Ayla había apuñalado, llamó la atención de todos, pues fue un alarido tan fuerte y cargado de magia que hizo a los muros retumbar y que el suelo nuevamente se sacudiera. Ayla trató de restarle importancia, de olvidar la sensación de la piel desgarrada, de la afilada hoja perforando su piel, a pesar de que sabía que sería algo que jamás olvidaría, y tiró de la empuñadura de la daga para sacarla del abdomen de la mujer, no podía quedar desarmada.
Pero, cuando el cuchillo ya no estaba para sellar la herida, de donde debía emanar sangre salió solo un reluciente fogonazo de luz, un rayo fulminante que hizo a la herida mujer soltar un sollozo más antes de dejarse caer al suelo. La daga estaba manchada de sangre dorada mezclada con sangre rojiza.
Christina finalmente alcanzó a Ayla y miró con admiración la daga.
—Lo lograste —dijo—. En realidad eres la elegida. Puedes usar la daga.
—Creo que la maté —respondió Ayla, tratando de no temblar.
—No, no la mataste —dijo Christina, examinando a la mujer superficialmente—, hiciste algo peor, le quitaste la bendición del Sol, ya no es una bruja.
Las palabras de Christina sembraron el caos entre los hijos del Sol, que se miraron entre sí, tratando aún de defenderse de los incesantes ataques de los hijos de la Luna.
—Por favor —suplicó el jefe del aquelarre, aquel hombre que había hablado con ellos, con un hilo de sangre corriendo por su sien—, piedad.
William se transformó nuevamente en humano, su temple mostraba su ira.
—Les mostraré clemencia, dejaré que vivan y perdonaré su ofensa contra mi manada con una condición —rugió, para que todos escucharan y después señaló al mismo hombre que antes hubo suplicado por piedad—, entreguen a su jefe para que sea ejecutado por mí, aquí y ahora, si lo hacen, les permitiremos vivir a todos los magos y brujas que queden.
El aquelarre y los lobos dejaron de pelear, de los numeroso hijos del Sol ya quedaban poco menos de una cuarta parte, si decidían continuar con aquella lucha, moriría hasta el último de ellos, y ellos parecieron llegar a la misma conclusión porque se aproximaron a su jefe, lo sujetaron de ambos brazos ignorando su forcejeo y lo entregaron, de rodillas, a William.
—Pagarás por este y todos tus pecados —dijo el hombre, impotente, rindiéndose a su destino.
—Quizá, algún día, pero no hoy —dijo William.
Las garras salieron de la mano derecha de William, y mientras el hombre era sujetado por dos de los suyos, William desgarró su garganta con un único movimiento, y su grito ahogado resonó en el interior de la pirámide, como el eco lastimero del dolor de un fantasma.
Los lobos, uno tras otro, recobraron su forma humana la notar que la amenaza había terminado.
Los miembros que quedaban del aquelarre, se dirigieron cabizbajos por el oscuro pasillo por el que habían entrado, arrastrando consigo los cuerpos (o lo que quedaba de ellos) de sus amigos y familiares. Pero, cuando un hombre que llevaba consigo el cuerpo de la bruja a la que Ayla había apuñalado se dispuso a salir, Christina hizo un pequeño movimiento de mano y le rompió el cuello a la mujer con su magia.
—El trato era que les permitirían vivir a los magos y brujas que quedaban, ella ya no era una bruja —dijo Christina, con simplicidad—. No olviden lo que ocurrió hoy, y no vuelvan a tratar de interferir nunca en asuntos de hijos de la Luna.
—Traidora —espetó el hombre que había estado cargando a la mujer, furioso.
—A la única persona que puedo traicionar es a mí misma, pues no le he prometido lealtad a nadie más.
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