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La coleccionista

Cuarto sacrificio de A. Mc.                                                                             1989

Siempre he pensado que las mujeres albergan un instinto homicida y peligroso que solo puede ser superado por otras mujeres. Los hombres son movidos por sentimientos a los que yo llamo "dinamita". Sentimientos que, una vez que se prenden, no se detienen hasta explotar: ira, venganza.

Para las mujeres es diferente. A ellas las mueven sentimientos "mina". Razones que cargan por mucho tiempo, que tienen la fortaleza para encubar en su interior, como si se tratara de un pequeño demonio que están a punto de dar a luz. Semillas que otros siembran en ellas y que luego crecen sin control. La desconfianza que nace de una traición, por ejemplo. Diría que muy pocas mujeres no cargan con esa firma en su biografía.

Los sacrificios más difíciles de encontrar, para mí, han sido las mujeres. No puedo saber si son aptas o no hasta que entran en acción y se deshacen de esa máscara pesada con la que viven. Eso me pasó con esta chica. En un inicio, cuando la vi, me pareció perfectamente desechable, sin gracia. Era una mujer bastante sosa. Estudiaba la especialidad de oftalmología en la universidad de medicina de Washington. Como ya dije, nada fuera de lo común.

Su aspecto llamaba bastante la atención a pesar de su carácter aburrido. Llevaba el pelo corto y unas gafas gigantescas que hacían resaltar aún más sus ojos azules. Para mí, era hermosa, pero, al parecer, para su novio no lo era tanto. Un flaco cadavérico que no tenía nada de especial, pero que la había aceptado así como ella era, o al menos eso le hizo pensar.

Al estúpido le parecía más interesante besarse con una tal Hailey en su tiempo libre. La chica con el cerebro más estrecho de la facultad de medicina, pero que tenía el cabello sedoso y unos ojos verdes como el cristal de las botellas de cerveza que se tomaban juntos cuando su novia no los miraba.

Hécate me contó todo esto. Dejé a la gata dentro del apartamento del insecto para que lo vigilara, siempre presentí que vendrían cosas interesantes.

La chica, que posteriormente se convertiría en la coleccionista, tenía un talento innato para la medicina y un conocimiento experto sobre anatomía que la convirtieron en la alumna favorita de los docentes y la más avanzada de su curso. En su tiempo libre, ejercía su especialidad en una clínica privada y en las noches prestaba servicios en la morgue del Hospital Central. Esa idea no le agradaba mucho, pero el hambre de conocimiento era más poderoso que su miedo a los muertos. Quizás por su déficit de tiempo, su novio la intercambió por una que no tenía nada más interesante que hacer, que acomodarse las pestañas postizas cuando se salían de lugar. Lastimosamente, para él, esa mala decisión lo llevó a un lugar del que nunca más salió.

Hécate llevó a cabo un plan que me ayudaría a definir si ella sería en realidad un sacrificio potencial o si estaba perdiendo mi tiempo. Como si fuera un juego de niños, llevó a la chica hasta el parque en que usualmente se reunían el gusano y la Barbie y la hizo observar cómo de apasionante era el amor que se profesaban a sus espaldas mientras ella trabajaba sin descanso en busca de un futuro para los dos. La sangre en su cuerpo ganó un estado de efervescencia que la ciencia no podía explicar. Sus grandes ojos se cargaron de lágrimas y su mente de maldiciones e improperios. Le ardía ver cómo los ojos verdes de aquella mujer le robaban las miradas y los suspiros que una vez su novio sintió por ella. Pero como ya dije antes, las mujeres cargan con una maldad superior y en ocasiones imperceptible.

Hécate continuó su plan y agredió con furia los ojos de aquella Barbie sin cerebro, dejando marcas en su rostro perfecto y una mancha de sangre dentro de su ojo. El insecto, desesperado, no tuvo más opción que llevarla hasta la mejor oftalmóloga y profesional que había conocido en su vida, su novia.

La chica vio entrar en su clínica al infiel lleno de angustia, y a la cucaracha con el ojo ensangrentado. Pero en su cerebro estaban los dos juntos, besándose bajo la sombra de un árbol. Tal descaro hizo estallar la mina que hasta ese instante se había incubado en su estómago y le provocaban incontrolables temblores cada noche. La escena fue sangrienta y placentera de ver.

En lugar de disimular, como haría un alma pura que desconoce la desgracia, desató una masacre dantesca, arrebatándole los ojos a ambos e inaugurando con sus primeros ejemplares lo que posteriormente llamaría "adorada colección".

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