Capítulo 7
Recostado ya en mi cama, listo para dormir, pensaba en Emma. Tenía muchas preguntas que hacerle. ¿Cómo llegó aquí? ¿Qué cosas sabe sobre este sitio? ¿Cómo llegaron los demás? Demasiadas preguntas que no podía hacerle de una vez. Debía relacionarme más con ella, acercarme y ganarme su confianza, pero primero necesité tomarme mi tiempo para suspirar por ella. Cerré los ojos y su rostro se mostró en mi fantasiosa mente. Ella intentaba hablar y el lento movimiento de sus labios carnosos se reproducía en cámara lenta en mi mente.
Sabía lo que podía pasar a continuación si seguía pensando en ella de esa manera y aun así me dio igual. Mantuve mi concentración en su imagen y dejé que mi imaginación volara. La pensé desnuda y con su rostro sonrojado encima de mí. El movimiento de sus caderas sobre mi cuerpo provocaba un vaivén de emociones que se deslizaban desde mi creativa imaginación, pasaban por mi pecho, mis abdominales levemente definidos y se establecían en mi entrepierna.
El intrincado recorrido me dejó un fuego que ardía con cada salto que daban sus pechos en los confines de mi delirio. Mis manos, inconscientemente, se deslizaron hasta mi miembro para calmar las olas de calor que lo hacían crecer y oprimirse contra mis ropas. Abrí lentamente la cremallera y lo liberé. Lo agarré con rabia.
No es por alardear, pero las venas que la enfermera jamás pudo encontrar en mis brazos estaban escondidas en otro lugar, cumpliendo otras funciones. Sin embargo, ¿de qué me servía tener tales magnitudes si, al parecer, la naturaleza lo había hecho así para atormentarme y no para darle placer a ninguna mujer?
Comencé a sobarlo mientras, en la película de mi mente, Emma ya no estaba sobre mí, sino que bajaba lentamente a besarme justo donde mi mano se ocupaba en la realidad. La imaginé rodeando su lengua con suavidad, rozando mis venas palpitantes, succionando el extremo como si quisiera extraerme la sustancia vital y dejarme la piel árida y sin vida.
Si esto pasara en la realidad —pensé—, me dejaría deshidratar por sus labios pulposos, le permitiría marcarme la piel con sus dientes si eso quisiera esa mujer.
No sabía qué me estaba pasando con ella, pero me había hechizado con sus ojos.
Comencé a sobar con energía mi miembro engrosado que amenazaba con estallar. En mi mente libidinosa y atrevida, Emma me cabalgaba mientras me sostenía por los pelos y las cosquillas ya estaban comenzando a subir.
Casi en el clímax de mi éxtasis, abrí los ojos.
Lo que vi asomado en la ventana, mirándome con esos ojos vacíos, torció el cuello como si no entendiera lo que acababa de ver.
Me asusté tanto que un calambre me entumeció el brazo. Me cortó cualquier orgasmo que viniera en camino y caí de la cama, enredado entre mis pantalones y mis calzoncillos.
Era ella, la niña sin alma que me trajo a este horrible lugar.
Se percató de que su presencia ya no era ajena para mí y desapareció de la ventada. Se escabulló entre los arbustos que rodeaban mi cabaña y yo la seguí.
—¡Espera! —grité histérico mientras intentaba colocarme los pantalones con torpeza. Agarré mi camisa y salí desprendido hasta las afueras de la cabaña.
—¡Joder!
«Ni masturbarse en paz puede uno en este pueblo del demonio».
—¿Hola? Sé que estás ahí.
Silencio. Eso me recibió en las afueras.
—No quiero hacerte daño. Solo quiero hacerte unas preguntas.
Intenté encontrarla. Caminé entre los arbustos, pero no vi nada.
—Sé que fuiste tú la que me trajo aquí, solo quiero saber por qué lo hiciste. ¿Para quién trabajas?
El sonido de las hojas moviéndose con rapidez a mis espaldas me alertó y giré veloz. Me acerqué despacio, nunca antes había caminado por un lugar tan oscuro. Di pasos acolchados en el césped y el leve sonido de la yerba, siendo oprimida por mis pies, llevaba la compañía de una lechuza que ululaba con periodicidad. Al llegar al matojo, lo moví con fuerza hacia la derecha, pero no encontré a nadie. Sin embargo, sí hallé algo.
En el suelo, entrelazado con las hojas y algunas ramas, había un cuaderno.
«¿Se lo habrá dejado la niña?»
Me agaché para recogerlo. Le limpié un poco la cubierta y rocé el cuero que la cubría. En la esquina, sentí bajo el tacto algo escrito a relieve que las penumbras de la noche no me permitieron leer con claridad.
Sostuve el cuaderno en mi regazo y revisé por todas partes, por si la veía, pero la inquietante calma volvía a rodear el ambiente. Entré a mi cabaña y cerré la puerta con cerrojo. Nunca antes había dormido en este lugar y cualquier cosa podía ocurrir. Cerré las cortinas y me senté en el escritorio de ébano que tanto me gustaba. Dejé el cuaderno sobre él y me dispuse a encender la lámpara. La oscuridad de la madera y de la noche no me permitían ver con claridad. Estiré la mano buscando el encendedor convencional de las lámparas de escritorio y esta se encontró, nuevamente, posada sobre ese cráneo espeluznante.
Me aparté con brusquedad. Dudé en acercarme y mis intenciones rebotaban entre tocar el cráneo o no. Froté mis manos sudorosas contra la costura de mis pantalones y las agité, como si me preparara para lo que podía suceder después.
«No me acostumbro a esto».
Me agaché y noté que debajo del escritorio, había una toma de corriente con un diseño de lo más extraño. Tenía dos entradas convencionales; sin embargo, eran un tanto más cortas y anchas que la de las tomas habituales.
Sin pensarlo mucho, corrí hasta mis pertenencias en busca de mi laptop. Agarré el enchufe e intenté conectarlo, sin éxito. Como me lo temía, las ranuras eran tan cortas que ni siquiera logré que el enchufe entrase en ellas.
—¡Mierda!
Era el único lugar que había visto que se iluminara con electricidad y no con fuego entre huesos y ramas.
Desde mi posición en el suelo, noté que detrás de la mesa colgaba un cable. Hasta ese momento, no me pregunté por qué Hilda había logrado encender la lámpara y yo no. Me arrastré sobre mis glúteos y agarré el cable.
—¡Dios mío! —solté el cable y este se balanceó frente a mí.
Comencé a respirar como si alguien me oprimiera el pecho con fuerza. Estaba en un lugar peligroso y de eso no me quedaba ya ninguna duda. El borde del cable, donde debía estar el enchufe, tenía una estructura de hueso con dos dientes cubiertos en oro.
Sostuve aquello con una mano, mientras la otra cubrió mis labios que cada vez se apartaban más uno del otro. Llevé aquella estructura extraña hasta la toma con un terremoto de emociones en mis movimientos. Para mi sorpresa y desasosiego, la lámpara se encendió una vez que los dientes de oro se adentraron, sin ningún problema, en las ranuras cortas y anchas de la toma.
Me quedé sentado por un momento, procesando lo que acababa de pasar, pero aún no podía creerlo.
—¡Despierta, Trent! —Me abofeteé.
Nada. Todo siguió igual.
El cráneo tenía las fauces cerradas, por lo que no llegaba bien la luz. Me dio mucho asco, pero tenía que hacerlo, tenía que abrirle la boca para que me brindara más iluminación. Así como Hilda me indicó, fui acercando mi dedo meñique con suavidad hasta tocar uno de sus amarillentos dientes. Con un movimiento rápido, deslicé su maxilar inferior hasta que la boca quedó abierta por completo.
Suspiré de alivio.
Había logrado hacer eso sin vomitar. Me levanté los lentes que se resbalaban por el temor que corría por mi piel y me dispuse a leer nuevamente la carátula del cuaderno. Tal y como pude notar en la oscuridad de la noche, tenía algo escrito a relieve.
Las iniciales A. Mc. fue lo que mis dedos sintieron al rozar la carátula. Las pequeñas letras se dibujaban de un marrón oscuro, en el borde inferior derecho de la carátula. Su cubierta desprendía un olor a cuero desgastado. Los ácaros y el polvo cubrían la portada, así que lo soplé para despojar un poco la suciedad. Lo intenté abrir, pero las páginas estaban pegadas por el desuso y temí mover sus hojas y desgarrarlo, así que busqué opciones.
Necesitaba una fuente de calor tenue para despegar las hojas, pero no tenía nada a mano. La chimenea podría encenderla, pero no me serviría, quemaría el papel en el intento, además no era invierno y el humo llamaría mucho la atención. Estuve dando vueltas en círculos durante unos minutos, rompiéndome la cabeza. No podía irme a dormir después de haber encontrado aquel cuaderno.
Lo agarré en mi mano y lo observé por unos minutos.
«Si pudiera introducir alguna espátula o herramienta para separar las hojas».
Fue ahí cuando recordé el cúter que llevaba conmigo. Rebusqué en mis bolsillos. No lo encontré. Corrí al baño, ahí había dejado mi ropa mugrienta cuando me bañé, y registré los bolsillos de mi pantalón sucio y lo hallé.
Corrí de vuelta y agarré el libro; con mucha delicadeza apoyé la contraportada en el escritorio y atravesé el espacio entre la portada y la primera página. Tuve que acercarme bastante para observar con detalle lo que hacía; si fallaba, podría destrozar la hoja entera.
Con mucha suerte, despegué la polvorienta cubierta y pude leer lo que ponía en la presentación del cuaderno.
El asqueroso hígado que había comido hacía unas horas, me subió hasta la tráquea cortando mi respiración. Tragué en seco y leí en voz alta las palabras que yacían escritas frente a mí.
—Cuaderno... de... sacrificios... de... Alice McLaurent.
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
***
—Hilda, tienes que controlarte un poco. Vi lo que hiciste con el plato del escritor. Deja de actuar así frente a él.
—Lo siento, Alice, no pude evitarlo.
—Si descubre todo, sabes que tu tiempo aquí será más corto. ¿Lo sabes?
—Lo sé, ya dije que lo siento. Es que ese turista que llegó ayer se veía tan apetitoso, y el aroma de su hígado en esos platos me descontroló.
—Tienes un papel importante en esto, Hilda, no lo cagues.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro