Capítulo 19
La cruda escena de Alice arrastrando el cuerpo de Keith hasta la salida me mantuvo en silencio por al menos diez minutos. Mis ojos viajaban entre el rastro sangriento en el suelo y mis manos. Unas manos culpables, asesinas y manchadas. No podía creer que lo había hecho de nuevo. Le arrebaté el trabajo a la parca una vez más y la idea me provocó un ataque de pánico. Comencé a respirar con tanta fuerza que mi garganta ardió y se me desenfocó la visión. Cerré los ojos con fuerza, tratando de recobrar la calma, pero en su lugar, aparecieron las imágenes de mi pasado.
El cuerpo obeso de mi padre, derrumbado contra la pared de la cocina. Su estómago abierto, mostrando cada órgano en su interior. La voz de mi madre, susurrándome lo bien que lo había hecho. Mis manos ensangrentadas, cargando el arma filosa con la que asesiné a un hombre presuntamente culpable de la desgracia de una mujer, durante toda su vida. Yo era mi propio hombre del saco, mi propia bruja de la escoba y el verdadero asesino sobre el que debí escribir en primera instancia. Aunque, lo hice. Sí, escribí sobre mi yo asesino, pero fue un relato que nunca vio la luz. Lo engaveté, junto con mis emociones.
Me deshice de esos pensamientos que ya había logrado que dejaran de perturbarme. Abrí los ojos y me puse de pie. Limpié un poco mis manos en la mezclilla del pantalón y agarré el tarro que contenía los ojos de Emma. Lo elevé un poco y la decadente luz que se colaba en la habitación atravesó el cristal y una vez más pude ver brillar los iris hermosos de esa mujer. Si ya no podía tenerla a ella, al menos, conservaría sus ojos. Una parte de ella que, cada vez que la nostalgia me ataque, podré admirar.
—Ya estás a salvo, conejita. —Le planté un beso al tarro y salí de aquella habitación infernal.
Lo primero que pensé en cuanto abandoné la enfermería fue en buscar a Yosuke y a Hilda. Debía decirles que ya había acabado con Keith y podíamos concentrarnos en acabar con la maldición. Caminé con premura hasta el taller de Yosuke, que estaba cerca, justo detrás de la enfermería. Me asomé por las ventanas y lo llamé, pero no hubo respuesta. Toqué la puerta, luego recordé que aquí las normas de educación y conducta no son muy usuales, así que la abrí de golpe. La chimenea humeaba y sus utensilios yacían sobre la mesa, pero él no estaba. Supuse que estaría con Hilda y me dirigí hacia su cabaña. Abrí de un tirón la puerta, no sé por qué tenía un mal presentimiento sobre esto.
Como lo imaginé, la carne de vaya a saber quién se desangraba sobre la meseta junto al hacha. Rocé mi dedo contra el filo y me ensucié los dedos de sangre. Sangre fresca. Ella había estado allí hacía solo un instante.
Algo raro estaba pasando y mis nervios se avivaban. Solo me quedaba verificar que estuvieran en el restaurante.
En el camino a mi destino, un incómodo sentimiento de soledad me atacó. Corrí sin descanso hasta llegar al restaurante y abrí la puerta; la sostuve y mi pecho viajaba de arriba a abajo. La carrera me había agitado, pero la imagen de una habitación desolada no me dejaba recuperar el aliento. Los vestigios del asesinato de Jimmy se habían impregnado sobre una de las mesas y los maderos de la pared. No había nadie.
—¡Hilda! —grité, pero no hubo respuesta—. ¡Yosuke!
Tragué saliva y recorrí la habitación con la mirada. Las figuras translúcidas de todos, sentados y comiendo el primer día que puse un pie aquí, se formaron frente a mí. Aluciné. Me vi a mí mismo frente a Emma el día que vi sus bellos ojos por primera vez. Hilda ofreciéndome aquel hígado, que hoy reconozco que me comí con mucho gusto; el hígado de un ser humano. Las lámparas de Yosuke dándole un poco de luz a la oscuridad dentro de los cuerpos de cada uno de nosotros. Las miradas asesinas de Jimmy y Keith desde la distancia. Todo se rebobinaba en mi cerebro.
—No, no, no. ¡Hildaaaa!—grité una vez más y tragué en seco—. ¡Yosukeee!
«¡Mierda! ¡Mierda! Estoy solo. Yo soy el siguiente. Van a venir a por mí.»
El pánico encontró hogar en mi cuerpo y mente. ¿Mis opciones? Salir corriendo hasta la alejada cabaña que habían escogido para mí, quién sabe hace cuánto tiempo antes de mi llegada. No es que estuviera huyendo, no podía hacer algo como huir, solamente estaba retrasando a la muerte. Intentaba ganar tiempo antes de que Alice le pusiera fin a mi vida como lo ha hecho con los otros. La única diferencia era que no estaba decidido a morir. Yo iba a luchar, claro que iba a luchar.
En cuanto entré a mi cabaña, coloqué el tarro con los ojos de Emma sobre el escritorio y revolqué las gavetas en busca de aquellos pergaminos desgastados y la pluma negra. En la pared, a mi lado, se encontraban clavados en los maderos todas las notas y dibujos que había hecho con mis teorías sobre la maldición; teorías que cada día confirmaba.
Me senté y tomé posición. La posición en la que no había podido estar en mucho tiempo desde que puse un pie aquí. Era más importante en ese momento, digo, en este momento, dejar plasmado en el papel todo lo que me ha ocurrido en Red Forest.
En este punto de mi manuscrito, nos encontramos en el presente, en el día en que decidí escribir todo desde el principio en una sola noche. El día en que me preparaba para enfrentar a la muerte y que el destino decidiera si me tomaría esta vez o yo me burlaría de ella en una nueva ocasión. Aquella historia que surgió en mi cabeza en la tina de baño el primer día, se había convertido en un monstruo. El monstruo que se aparece en las pesadillas de un niño cada noche para atormentarlo. Solo que, esta vez, ni yo era un niño, ni estaba soñando. El monstruo me respiraba en la nuca a diario, cenaba conmigo y me acompañaba a todos lados.
Parecerá estúpido quedarme sentado toda la noche escribiendo mientras el terror me esperaba afuera, pero esa es mi arma. Las palabras siempre han sido mi mejor arma contra los demonios. Las palabras ahuyentaron la carcoma que venía directo a mi alma, a poseerme, aquel día en que asesiné a mi padre. Pero las alejé. Las ahuyenté plasmando en papel mis sentimientos y emociones. Ese es mi secreto.
No soy una buena persona, pero lo aparento muy bien. Con tantas ideas que vienen a la mente de un escritor a diario, sería sensato pensar que un romance apasionado dentro de una tragedia o un mundo de magia y reyes vivía constantemente en mi cabeza, pero no. Es satisfactorio contar la historia de los héroes que visten capas doradas y espadas justicieras, pero ¿quién se atrevía a hablar de los villanos que viven entre sombras y rodeados de penurias?
Yo. El villano y justiciero de su propia historia.
En eso me convertí, en el héroe de los antagonistas. El portador de la palabra como arma para defender su pasado y sus tragedias. La pluma que haría saber al mundo la historia detrás del sufrimiento, y eso, es lo que trato de hacer en este, mi último manuscrito.
No sé cuánto tiempo me quede ni cuánto podré abarcar en estas páginas, pero estoy seguro de que con lo que he escrito hasta ahora, basta para sembrar la duda y el miedo en quien sea que encuentre mis anotaciones. Por eso tú, lector desconocido que estás en estos momentos leyendo estas páginas, me apiado de tu alma si te encuentras envuelto en esta historia. Si es así, significa que morí y no pude deshacerme de la maldición. O quizás mi cuerpo y mi sangre sirvió de materia para liberar a la mente malévola detrás de este rompecabezas sin fin. Lo más probable, es que Alice te haya encontrado, así como nos encontró a todos. Por eso intento ayudarte y brindarte la guía que no tuve, para que puedas liberarte de tu propia maldición. Ya te mostré mi secreto antes. Escribe. Desahógate con el papel capaz de aguantar tanta ira, blasfemias o sufrimiento como seas capaz de depositarle. Escribe y deja tu historia visible para otros, justo como estoy haciendo yo contigo.
Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, mis ojos se desvían cada dos por tres hacia el agujero que hice en la pared de leños justo antes de que Hilda y Yosuke me llevaran a la enfermería. Aún sigo sin comprender cómo obtuve la fuerza necesaria para dejar una abolladura de semejante magnitud en una madera tan gruesa sin perder, al menos, la memoria. Hubiera sido lo mejor para mí, si se borraran de mi mente todas y cada una de las cosas que he vivido aquí.
¡No!
No todas. No quisiera perder ningún recuerdo relacionado con Emma ni con nuestro efímero amor. El más efímero de los amores que se haya registrado en los archivos de los romances trágicos. En ese torneo, el nuestro se lleva el primer puesto.
Finalmente, después de tanta curiosidad desplegada hacia el agujero, pude divisar un fino listón dorado que sobresalía, enredado entre las astillas de madera. Me acerqué y lo tomé entre los dedos. Lo estiré hasta que la tensión en la fina tela me indicó que había llegado a su tope. Tiré de él con fuerza, pero algo se sentía atascado, así que terminé desgarrando el resto de la madera y deshaciéndome de las astillas en los bordes del agujero. Una vez el camino se encontraba más libre, introduje un poco la mano, topándome con algunos clavos oxidados que dejaron una marca sangrienta en mi antebrazo y una mueca de dolor dibujada en mi rostro, pero no me rendí. Escarbé hasta que mi mano se topó con un objeto que, al tacto, parecía rectangular o cuadrado, envuelto en un saco de tela. Saqué aquel artefacto y la tela empolvada generó una columna de esporas y ácaros que me hizo estornudar en varias ocasiones. Dispersé con las manos un poco la nube de polvo y abrí la tela blanca, ya encartonada y amarillenta por los años. Lo que encontré dentro, me llevó instintivamente a colocarlo con extremo cuidado sobre el escritorio. Esto era una evidencia más de que aquí, en Red Forest, el tiempo no pasa como en el exterior.
Era impensable que el diario de un sacerdote que vivió hace casi 800 años estuviera frente a mí y no hecho cenizas desde el instante en que puse un dedo sobre la tela. Simplemente imposible.
La impresión que me llevé al ver este diario me tiene de nuevo en el papiro, describiéndoles todos y cada uno de los detalles. Caracterizar con palabras se me hace insuficiente; esta sería la tercera vez que veo o escucho el nombre de Samuel. Primero, Emma; luego, el grabado en el crucifijo del gato; y ahora, este libro polvoriento que lleva dibujado en su portada un crucifijo gigante y ese bendito nombre en completas letras mayúsculas.
—SAMUEL.
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