Capítulo 17
—Acomódalo en la cama, Hilda, toma sus pies. —Escuchaba las voces a miles de kilómetros de distancia.
—¡Dios mío, Yosuke, está sangrando mucho! —se escuchaba la voz temblorosa de Hilda—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¡Quítate el delantal! Al menos debemos detener la hemorragia.
Sentía como si un yunque me aplastara el cráneo, como si mi cuerpo estuviera siendo llevado por un descampado helado y los vientos invernales me congelaran la piel. Tras muchos murmullos e incontables intentos de oprimir mis sesos, comencé a recuperar la conciencia. Poco a poco, mis párpados consiguieron la suficiente fuerza para moverse. El simple gesto de pestañear hacía que mi cabeza luchara contra la inminente explosión de una mina oculta entre los pliegues de mi cerebro.
—¡Mira! Está despertando.
Hilda y Yosuke se encontraban de pie, justo al lado de mi cama. Me observaban con tal interés como quien evalúa la madurez de una fruta en el mercado. No me percaté de esto hasta que la nebulosa telaraña desapareció y mi visión se recuperó.
—¿Qué... me pasó? —A penas pude escuchar mis propias palabras.
—¡Ay lo siento fue mi culpa! Yo no debí decir nada de lo que dije y menos en el estado en el que te encontrabas. Yo sé que he hecho cosas malas en mi vida, pero no tengo nada en tú contra, la verdad es que ...
—¡Hildaa! —El grito del japonés arremetió contra el desbordante flujo de palabras que salían de la boca de Hilda y contra mi conciencia convaleciente—. Detente que lo están aturdiendo aún más.
La gorda se dejó caer de lleno sobre la butaca y los pliegues de su piel se mostraban arrepentidos, así como ella.
Yo no preguntaba por qué me había pasado lo que sea que me pasó. Yo me refería a qué exactamente fue lo que provocó mi lesión y mi exasperante dolor de cabeza. Me acomodé despacio en el borde de la cama y un olor intenso a sangre seca llenó mis pulmones. El japonés cargaba entre sus dedos un trapo blanco, el cual pensé que era la fuente de aquel fuerte olor. Sin embargo, cuando llevé los dedos hasta mi frente, me topé con un fluido caliente que se derramaba muy despacio hasta el tabique. Era mi propia sangre la que adornaba aquella tela, como una pintura abstracta.
Recorrí con la mirada el interior de la cabaña, aún aturdido, en búsqueda de mi agresor o mi desgracia, pero lo que vi no pudo ser obra de nada más que de mi propio desequilibrio emocional.
La madera destrozada y manchada de sangre dejaban a la vista un agujero en la pared. Quise acercarme, pero solo el intento de ponerme de pie me hacía desfallecer.
—No creo que sea una buena idea moverte sin ayuda —me advirtió el japonés.
—Luego de mis palabras, las que debieron ser la causa de tu repentina reacción, intentaste destrozar tu cabeza contra los leños de la pared. —La gorda ocultó el rostro entre sus prominentes pechos.
¿Yo hice eso? Imposible.
—Fue una escena horrible. Soy una mujer que no se impresiona fácilmente y cuando te vi ponerte de pie así sin más y... —tragó saliva como si rememorar aquello la hiciera nombrar al mismísimo demonio— sentí un miedo terrible, un horrible sentimiento de temor que solo he sentido con Alice.
¿Yo? ¿Miedo de mí? Eso es lo más absurdo que había escuchado. Quizás por eso estaba aquí, porque soy fácilmente moldeable, manipulable. Quizás me vigilaban desde que sucedió lo de mi padre. Tal vez Alice o esa tal Bridget saben que yo tomé la vida de mi padre con mis propias manos. Que era un niño atormentado por una madre desequilibrada que jugó con su mente y sus sentimientos. Tal vez estoy aquí porque logré superar aquella tragedia sin envenenar mi cerebro con culpas que no me tocaban, porque ahogué mis penas escribiendo sobre asesinos desequilibrados como mi madre y logré curarme de ese miedo por la muerte.
Mirándolo así, soy un sacrificio potencial para la famosa maldición. Logré salvar mi alma decadente entre letras. Me liberé. Me convertí en un hombre de mente abierta y corazón cerrado. Lo más probable es que estuviera reacio a enamorarme de alguien y me hiciera lo mismo. Que alguien me abriera el estómago como mi madre me obligó a hacerle a mi padre. De lo único que no logré deshacerme fue de la horrible repulsión hacia las vísceras.
Si querían crear un monstruo, lo habían logrado, pero iban a lamentarlo.
Las gotas carmín seguían recorriendo mi rostro, se entretejía con los vellos de mi barba, encontraban el precipicio en mi mentón y su muerte en el sueño leñoso bajo mis pies. Mientras, mi mente divagaba entre recuerdos que yo pensaba enterrados en el núcleo de la Tierra.
—Hilda, ayúdame a llevarlo con Keith.
—¿Estás seguro?
—¡Hay que parar la hemorragia Hilda! Si él muere, morimos todos, ¿recuerdas?
La discusión de Hilda y Yosuke sonaba acolchada y lejana para mis sentidos, que seguían sumergidos en una laguna de vísceras y hospitales psiquiátricos.
Sentí cómo me levantaban con esfuerzo. Sostuvieron mis brazos hasta que rodearan sus cuellos. Hilda a la derecha y Yosuke a la izquierda.
—¡Esperen! —advertí—. Tráiganme ese cuaderno —señalé hacia el cuaderno de Alice que yacía sobre el escritorio.
Hilda le hizo una seña a Yosuke para que lo buscara. Supongo que confiaba en que podría sostener mi cuerpo, casi desfallecido, ella sola. La cabeza me estaba matando a martillazos y me sentía a punto de perder la conciencia. El golpecito me estaba desangrando.
El camino se hizo interminable. Recuerdo que recobré y perdí la conciencia más de una vez durante esos metros hasta la enfermería. En cuanto llegamos, Hilda casi derrumba la puerta dando toques pesados con sus puños gruesos. Con una calma irritante, Keith abrió la puerta y no se notó para nada sorprendida con la escena que manchaba de sangre su portal.
—Vaya, vaya. —Nos recibió la esquelética pelicorta.
—No te hagas la interesante y véndale la cabeza, Keith —la enfrentó Hilda—. ¡Se está muriendo!
En mis momentos de lucidez pude ver cómo me evaluaba, como si dejarme morir fuera una opción atractiva para ella.
—¡Keith! ¡Quieres morir ahora, verdad! —Tras el grito desesperado de Yosuke el cielo comenzó a cerrarse y una brisa fantasmagórica batió las copas de los árboles y mis cabellos que caían desmayados sobre mi frente empegostada. La situación pareció alertar a Keith sobre una maldad superior a la suya, que se acercaba a cada momento.
—¡Dense prisa y entren! —se apartó de la entrada dándonos espacio.
Con pasos torpes lograron sentarme en la camilla y con mucha lentitud posaron mi cabeza contra el frío metal del mueble.
Mi cuerpo débil y drenado ya no soportaba un segundo más gastando recursos para mantenerme alerta. No tenía otra opción que confiar en mi suerte y en la importancia que tenía mi vida para romper la maldición. Podía cerrar los ojos tranquilamente y esperar a despertar en algún momento del día o, quizás, de la semana.
En realidad, no sé cuánto tiempo pasó hasta que logré recuperar la conciencia nuevamente, pero cuando lo hice, la oscuridad era dueña del gélido ambiente dentro de aquella enfermería. Me pude sentar en la camilla, con una calma que me hacía desesperar. Me saca de quicio no poder moverme con agilidad, me hace sentir indefenso.
Al reconocer el lugar, noté una luz tenue amarillenta que escapaba por debajo de aquella puerta misteriosa que ocultaba el verdadero ser de la maldita de Keith. También me percaté de que, en la camilla, estuve recostado sobre un rollo de tela todo este tiempo, simulando una almohada. Hilda o Yosuke debieron ponerlo, porque no creo eso como un gesto propio de Keith. En uno de los bordes del rollo sobresalía un objeto marrón. Moví la tela un poco hasta que se descubrió el cuaderno de Alice envuelto entre aquella tela. En ese instante recordé que lo traje conmigo aquí, pero, ¿por qué lo ocultaron?
Mis instintos me decían que debía sorprender a Keith ahí detrás y develar su secreto, pero... ¿Y si era una trampa? ¿Y si me había dejado solo y a oscuras a propósito?
Los lazos de mi destino, esos que ya había aprendido a tejer por mi cuenta, demandaban que leyera las hojas de los malditos restantes. Quizás ahí, encontraría más motivos para odiar a Jimmy y razones suficientes para deshacerme de Keith...
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