El Nacimiento del Fénix
Un escalofrío hizo que los vellos del antebrazo de Maia se levantaran. Apoyada en el tope de granito rojo del baño, con el rostro caído, esperaba lo que iba a ocurrir. Para su sorpresa la puerta del baño se abrió, haciéndola brincar del susto. El repique de un par de tacones y el característico olor a lavanda de Irina hizo que se relajara, por irónico que aquello pareciera.
—P.C.I. —deletreó acercándose con su sigiloso caminar—. ¡Esto si que es una sorpresa! —confesó golpeando con su dedo el cabello de Maia.
Maia apretó los labios. «
—Mal momento, mal lugar —pensó, dándose la vuelta para marcharse.
—¿Ya te vas?
—No tengo nada que hacer aquí —comentó saliendo del baño.
Sintió una calma sobrenatural en el pasillo. Algo no andaba bien. Todo su cuerpo le gritaba que corría peligro, que debía estar atenta. Un temblor la hizo tambalear. Con las manos a los lados intentó sostenerse con ayuda de las paredes. Detrás de ella escuchó la puerta de los sanitarios cerrarse.
—¿Qué es lo que haces? —le preguntó Irina viendo que Maia estaba con los brazos abiertos y las piernas entrecruzadas, inclinadas como si fuese empujada de un lado a otro.
Maia reaccionó, irguiéndose, acomodó su blusa lila. Intentó caminar. Todos sus sentidos estaban alertas. Sus ojos bailaban sutilmente sin sentido, sus oídos se encontraban centrado en percibir un sonido más allá de su ubicación actual, su olfato intentaba despejar el acentuado olor a lavanda para captar algún perfume más efímero y mortal, mientras que su piel seguía estremeciéndose.
—No entiendo que es lo que te pasa. ¿Cómo se te ocurre darme la espalda? —le gritó volteándola.
—No seas tonta —le respondió—, es mejor que vuelvas al salón.
—¡A mí nadie me llama tonta! —La agarró con tanta fuerza por el brazo que Maia se resbaló al quedar frente a ella—. Una vez te dije que te marcharas, que me dejaras en paz, pero al parecer no me escuchaste.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó, zafándose con un brusco movimiento.
—Por lo visto no eres tan débil como todo el mundo cree —se bufó—. No sabes cuánto placer me dará descubrirte ante los chicos.
—¡Haz lo que quieras, Irina! Esta situación me está cansando... Pero, ¿sabes? Hoy, por primera vez agradecería que te fueras al salón.
Maia dio la media vuelta acelerando su paso, a tal punto que Irina tuvo que echarse a correr detrás de ella.
Cruzó el pasillo que la llevaría a su salón con su acérrima enemiga detrás. No podía creer lo obstinada que Irina podía llegar a ser. Pero, más allá, no temía siquiera por su vida, sino por la de esta.
Su corazón golpeaba con fuerza su pecho, podía presentir que la non desiderabilia estaba esperando a por ella. Dio tres pasos para detenerse en seco.
Abrió sus manos, mientras inclinaba un poco su rostro a la derecha, buscando algún indicio, o por lo menos esperaba que Irina ya no estuviera detrás de ella.
Esta aún la seguía, incluso llegó a gritarle a Maia que se detuviera. Cuando la joven invidente se paró a mitad del pasillo, Irina tuvo la intención de volverla a tomar por el brazo, pero se dio cuenta de que una joven rubia, de estilizado cuerpo, estaba parada frente a ellas. Tenía un hermoso rostro, reflejo de la máscara que la cubría.
Irina se hubiera extasiado con la aparición a no ser porque tenía dos feos tatuajes de dragones negros dibujados en la máscara, aun cuando era incapaz de percibir el movimiento de los mismos.
Maia los sentía. Toda ella podía percibir la maldad que emanaba de cada Sello, y cómo cinco de esos dragones se movían salvajemente, rozando sus soles, los soles de los otros cinco Clanes.
En un último intento, y sintiendo el temblor del cuerpo de Irina detrás del suyo, se volvió para estar al frente de su rival. Sabía que no debía darle la espalda a la Imperatrix, pero estar de frente o de espaldas sería lo mismo al momento del ataque.
El problema era que Irina se impregnó de las células de queratina de su cabello, por descuido la había transformado en neutrinos con ella, aunque si esta la hubiese escuchado, entonces, ella estaría sola enfrentando a la Harusdra.
—Por una vez en tu vida —le dijo tomándola por los hombros—, escúchame, Irina.
—¿Qué...? ¿Qué...? ¿Qué es eso? —gimió.
—¡Escúchame! —La zarandeó—. Escúchame una sola vez. Ya no hay tiempo de que huyas, ¡ya es tarde! Si me haces caso, saldremos con vida de esto.
—¡Eres una ciega!
Maia desistió.
—Déjala Primogénita, no merece la pena. La ciega no será un impedimento para mí.
—¿Qué rayos...? —pensó Maia, colocándose frente a su letal enemiga.
Pronto se dio cuenta de que Irina debía tener conocimiento sobre la Hermandad, tenía que estar lo suficientemente involucrada como para que la confundieran, lo que no entendía era cómo había hecho para hacerse pasar por uno de ellos.
Lamentó no haberse dado cuenta de que ese ataque no era casual, lo habían preparado y esa era una señal de que todos los Primogénitos tenían que estar en el instituto.
—¡Yo no soy la Primogénita de nada! —gritó Irina—. Saskia me metió en esto.
—¿Saskia? —murmuró Maia.
—Todos dicen lo mismo —contestó la joven—. Aunque eso ya no importa. En cuanto acabe contigo tus amigos no se me resistirán. Uno a uno, cada Clan caerá bajo mi poder.
—¡Tendrás que pasar sobre mi cadáver! —gritó con brusquedad Maia.
La Harusdra la miró. Los ojos de Maia se fijaron en cada uno de sus dragones, eran unos ojos ardientes, llenos de fuego. Quién conociera su condición y la estuviese viendo en aquel momento, sería capaz de jurar que Maia tenía control absoluto sobre sus esquivas pupilas, enfocándolas en un objetivo.
La non desiderabilia retrocedió un paso, sintió pavor de aquella mirada, luego, sonrió: Era lo que estaba esperando, lo que deseaba.
Volviendo sus brazos hacia atrás, movió su cuerpo como si fuera un látigo, soltando todo el poder de su onda. Maia permanecía seria. La onda tardaría la mitad de un segundo en recorrer la distancia que les separaba.
—Cierra tus ojos y no te alejes —le dijo a Irina. A esta no le costó obedecer, no porque confiara en Maia, sino porque su cuerpo estaba completamente paralizado.
Maia impulsó sus hombros hacia adelante. Irina sintió como la temperatura subía a su alrededor, pero no sabía qué ocurría. Del cuerpo de la chica había salido un vórtice de fuego que impactó con fuerza la onda maligna, haciéndola añicos.
La Harusdra gritó pues el vórtice de la Primogénita de Ignis Fatuus no se detuvo, ni desapareció, por el contrario, siguió su camino hacía ella.
Maia pudo sentir como algunos dragones que, a esas alturas, ya habían engullido la mitad del Sol, se detenían. También pudo percibir las estelas de su vórtice converger en un mismo punto, impactando en el corazón de la Harusdra.
—¡Nooooooooooooooo! —Volvió a gritar la non desiderabilia, mientras su cuerpo desaparecía en el aire.
Sin mucho tiempo para reaccionar, Maia se dio media vuelta, abrazando a Irina, mientras ambas caían al suelo empujadas por el vórtice que había retornado como un bumerang.
El campo de protección de Maia era muy pequeño, con la energía suficiente para resguardar a una persona, y ella decidió usarlo para proteger la vida de alguien más, la vida de una persona que la quería ver muerta.
Irina gritó. Fue un grito tan desgarrador lo que salió de su cuerpo que todos los demás pudieron escucharlo. Todos los que, como Maia, eran neutrinos.
Como pudo, Maia se dio la media vuelta cayendo sobre su espalda. Debía salir de allí antes de que los demás llegaran. Impulsándose, mientras Irina se recogía en posición fetal, atravesó la pared, quedando tirada boca abajo en uno de los pasillos que daban al baño. Su rostro estaba golpeado, le dolían todos los huesos, su piel ardía.
Su vida estaba en peligro; al salvar a Irina se arriesgó a perderlo todo. Rogaba no ser vista.
Allí, tirada en el pasillo, cualquiera podía encontrarla, entonces comenzarían las preguntas, las indagaciones, quedaría expuesta.
—¡Que tonta has sido! —Sonrió, más con un quejido de dolor—. ¡Has sido una tonta! —repitió cerrando sus ojos.
Todavía estaba consciente.
Itzel estaba arrodillada, bañada en sudor. No podía soportar más los embates de la joven, esta era muy fuertes.
Recordó a su madre, para luego recriminarse por ser tan débil. Tenía que controlarse. Aquel no podía ser su final.
Tomó aliento para ponerse por última vez en pie, cuando un grito cargado de desespero llegó hasta ella.
Quería voltear, pero un descuido sería mortal, así que cuando se decidió a contraatacar con lo último que tenía, su atacante desapareció. Confundida, miró a todos los lados, pero estaba sola.
Un segundo grito rompió el silencio del pasillo.
—Viene de los baños —se dijo, echándose a correr.
Ibrahim no podía creer que sus golpes no le causaran ningún daño a la joven. Se había olvidado de sus lentes, en aquel momento lo que necesitaba era continuar. Con sus manos intentaba alejar a la joven, mediante pequeñas corrientes de aire que manaban de su cuerpo.
Durante toda la batalla se había cuestionado sobre sus habilidades. Se sentía inútil. Ni siquiera el Don de Neutrinidad le permitía huir. Tenía un corte en la manga y dos en la pierna, sin embargo no era nada que ameritara llevarlo a emergencias, mientras que la joven seguía tan pulcra e intacta como había llegado.
—No debe ser normal —pensó, mientras esquivaba un puñetazo.
Le dio una patada con la planta del pie que la hizo despegarse del suelo y aterrizar unos metros lejos de él. Corrió para darle el golpe de gracia, cuando un grito lo detuvo.
Temeroso de que su descuido le costara la vida, se volvió una vez más a por su enemiga, pero esta ya no estaba, se había marchado cuál fantasma.
El segundo grito lo hizo estar alerta, había desesperación y dolor en él, así que se echó a correr.
La persona que gritaba estaba en la dirección que él había tomado para llegar al salón de Aidan.
Cuando los Dones se revelaron vinieron sin instructivos, quizá por eso Saskia no sabía que su inamovilidad estaba causándole problemas a su proyección.
Algunos golpes no los acertaba porque su cuerpo proyectado desaparecía, aun así estaba dando todo por morir con dignidad.
—Si mi mamita me viera en estos momentos —pensó—. ¿Estaría orgullosa de mí o se decepcionaría?
Sus ojos se llenaron de lágrimas, solo para ver que su proyección había desaparecido por completo, pero no había sido la joven quién había acabado con ella, sino la misma Saskia. Sus pensamientos cargados de dolor y nostalgia le dieron el último punto en contra.
Debajo de aquella enigmática máscara se podía escuchar la sonrisa macabra de una persona que se sabía triunfadora. Una segunda estaca apareció, pero esta era de oro. Saskia tragó.
La joven caminaba sensualmente hacia ella, de su cuerpo emanaba un placer morboso: Su muerte sería un elixir de éxtasis para la Harusdra.
Aún sonaba el cántico de los Clanes, y eso sería lo último que sus oídos escucharían. Sin embargo, un grito rompió el silencio, haciendo que su atacante se detuviera. Saskia intentó zafarse pero le fue imposible, cuando un segundo grito la hizo reaccionar.
Fue allí que, al posar su mirada en la Indeseable, la vio desaparecer. Recuperando la movilidad de su cuerpo, cayendo de rodillas para terminar de sollozar.
Respiró desesperadamente, se limpió el rostro y salió a auxiliar a quien gritaba.
En un veloz intentó, Dominick se había hecho con la centella. Estaba asombrado al ver cómo de esta salían chispas cada vez que chocaba contra la alabarda de la joven. Ambos se había lastimado, sin embargo, parecía que más allá de las veces que esta tambaleó, seguía tan firme como siempre.
Él estaba un poco cansado, pero también sentía la adrenalina correr por su cuerpo con la misma velocidad de un rayo. Sabía que luego de aquella encarnizada batalla, pelear contra los Indeseables sería su segundo hobbie, si es que a eso se le podía dar aquel título.
Dominick falló al darle a la alabarda, la cual terminó hiriéndole en el hombro. Sintió que la hoja del arma solo había cortado su dermis, y no porque la joven no quisiera matarlo, sino porque su centella, después de fallar al darle al arma de la Indeseable, terminó golpeando la cintura de la chica.
La energía eléctrica que emanó de su arma, la hizo soltar la alabarda y caer al suelo parcialmente electrocutada. Aprovechando aquel momento, Dominick giró su centella para atravesarla, cuando dos gritos se escucharon cerca de los baños, mas esto no lo distrajo.
Bajó la lanza, pero la chica ya no estaba allí.
—¡Qué porquería! —gritó, dirigiéndose hacia los baños al darse cuenta de que, probablemente, esos gritos le pertenecían a Maia.
En uno de los pasillos que daba al Auditorio, muy cerca de los baños, Aidan blandía su espada contra una ágil joven. Tenía que reconocer que ambos eran buenos espadachines. Ella portaba una espada larga y una corta en su cinto, claramente venía preparada para matarlo.
Tuvo que valerse de su escudo para escapar a los golpes salvajes de la Indeseable. Pero su simple técnica de espadachín no le hubiera funcionado sin su entrenamiento físico, esquivando las patadas y contraataques de su enemiga. Él también tenía mucho que exhibir.
Muy dentro de él deseaba terminar con esto, estaba cerca de los sanitarios, sabía que Maia continuaba allí, así que sí la derrotaba podía ir a verificar que todo estuviese bien, aun cuando reconocía que se estaba divirtiendo.
El sonido de los cristales y del metal centelleando fuego en cada choque era energizante para él, sin embargo, se le hacía extraño que la obsidiana no se estillara. Hizo que su escudo despareciera, pidiendo una espada pequeña para estar en igualdad de condiciones.
En un ataque de la joven, Aidan logró que las cuatro espadas se cruzaran. La chica le dio una patada en el estómago sacándole el aire, mas él no bajó sus brazos. Tomando impulso se irguió, cuando una segunda patada salió hacia él, haciéndole reaccionar. Con la planta del pie a la altura del esófago logró golpearla con tal fuerza que la joven retrocedió dejando caer las armas. Aidan hizo girar su espada con su muñeca tres veces, mientras la más pequeña había desaparecido.
—Una última plegaria —alardeó, haciendo que la joven retrocediera.
Pero un grito proveniente de la nada lo detuvo.
La joven corrió a atacarlo, mas no pudo llegar a él. Había desaparecido justo cuando el segundo grito llegó a sus oídos.
—¡Maia! —murmuró compungido.
El alma le cayó al suelo, sintiendo un frío de muerte entumecer sus huesos.
Temblando de miedo corrió los pocos pasillos que lo separaban del baño, pero no terminó de llegar a los sanitarios. Tirada en el suelo, meciéndose entre sus piernas se encontraba Irina.
Del otro lado del pasillo aparecieron Saskia y Dominick, y detrás de este surgió Itzel. Sus Sellos resplandecían. Saskia continuó corriendo hasta llegar a su amiga, quien se aferró a sus brazos.
—Era un monstruo —hipaba—. ¡Era un monstruo!
—¿Quién? —le preguntó Saskia con dulzura.
—¡Ella! —gritó—. ¡Ella era un monstruo!
Los otros seguían de pie. Sus rostros agotados mostraban señales de una lucha extenuante: Itzel estaba hecha un despojo, Dominick lucía una herida en su hombro, mientras que la sangre seca en el rostro de Aidan le da a entender a los demás que tampoco había salido ileso.
—Nos atacaron —confesó Saskia.
—¿Tú fuiste la que gritó? —le preguntó Itzel con mucha delicadeza, agachándose a su lado, pero Irina lo negó—. ¿Fue la otra? —Ella asintió—. Alguien tuvo que derrotarla —le dijo a los chicos—, de lo contrario no estuviéramos aquí.
—Ibrahim —susurró Aidan—. ¿Dónde está Ibrahim?
—¡Maia! —gritó Dominick, recordando que él también tenía a quién buscar.
—Llévenla a la enfermería —ordenó Aidan a Itzel y a Saskia—. Nosotros vamos a por Maia e Ibrahim.
Itzel vio como ambos desaparecían cruzando hacia la derecha.
Ibrahim se encontraba más próximo a los sanitarios, así que fue el primero en llegar al pasillo contiguo del lugar donde se habían generado los gritos, pero se detuvo al ver un cuerpo caído cerca de la pared.
Se acercó con cautela, quitando los castaños cabellos del rostro de la joven. Observó un pequeño moretón en la mejilla de Maia, sin duda alguna la habían golpeado, probablemente mientras ellos estaban siendo atacados.
Con sutileza le dio la vuelta, apoyando la espalda de la joven en su pierna. Maia abrió los ojos.
—Ibrahim. —Sonrió, al sentir su dulce perfume a vainilla.
—Maia —contestó tristemente—. ¿Quién te ha hecho esto?
—No importa. —Sonrió—. Ahora estoy bien.
—Te llevaré a la enfermería.
—¡No! —contestó aferrándose a la mano que acariciaba con dulzura su mejilla—. Por favor, llévame a casa.
—En la enfermería estarás mejor.
—Ibrahim, por favor —le suplicó—. Llévame a casa, por favor.
Ibrahim no insistió más. La cargó en sus brazos dirigiéndose a la entrada del colegio. Luego le pediría a Aidan que retirara los útiles de ambos. Maia tenía quemaduras en su cuerpo, heridas que Ibrahim había confundido con golpes pero que un especialista reconocería al instante.
En la puerta del instituto un carro se detuvo. Ibrahim sabía que era el auto de la mamá de Maia, sin embargo fue Gonzalo quien descendió de él.
—¡Amina! —gritó, arrebatándosela a Ibrahim—. ¿Qué ha pasado?
Ibrahim se sintió apenado, Gonzalo ni siquiera lo había saludó, pero lo entendía, estaba preocupado por su prima al punto de darle otro nombre.
—Gonzalo —murmuró acariciando el rostro de su primo—, quiero que Ibrahim venga con nosotros.
Confundido, Gonzalo se volvió hacia Ibrahim, entonces vio el Sello de Sidus resplandecer en su mejilla.
—Es uno —dijo tan bajo que Ibrahim no escuchó.
—Sí. He sentido el calor de su Sello sobre mi frente —murmuró.
Gonzalo afirmó.
—Ibrahim, es importante que vengas con nosotros —dijo el Custos.
Sin preguntar siquiera a qué iba todo aquello, Ibrahim obedeció, tal como si fuera atraído por una fuerza extraña y más poderosa que su propia voluntad.
A pesar de todo no sentía miedo.
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