
Las puertas del sufrimiento
La fiesta acabó y los invitados se marcharon. Solo quedé yo, como dueño y señor de la mansión de Vlad III el empalador.
Me hubiera gustado encontrar al menos un cuerpo. Algo que enterrar y al que ponerle flores. Algo a lo que intentar llorar sin reparar en mi incapacidad para producir lágrimas.
Recorrí toda la construcción y hasta sus escondites más olvidados, sin éxito. No fue hasta el final de la travesía que me detuve y entré de nuevo en el cuarto de la placa.
Encontré el acero partido, separado de las columnas que lo mantenían en pie. Los tres trozos, pulcramente divididos, mantenían la pureza de su superficie. Los levanté del suelo y mantuve mi vista en los reflejos que destellaban. Era mi rostro, reflejado en esa ventana a la desolación, ahora deshecha. Las puertas del sufrimiento, destruidas.
—Al fin lo entendí, maestro.
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