Capítulo 4. ...continuación dos.
—¿Escucharon alguna vez la historia de la araucaria?
—No —respondió Christian—. Pero soy todo oídos.
—Ni yo — respondí.
—Bueno, nenes, creo que les va a gustar... Hubo años en los que las tribus mapuches pasamos mucha, mucha hambre. Llegó un momento en que se terminaron hasta los bulbos de amancay, las bayas, los animales... Este árbol —dijo Pire, señalando la araucaria bajo la que estábamos sentados — es sagrado para nosotros. Daba piñones pero eran venenosos. Los Caciques mandaban exploradores buscando comida, una y otra vez. Todos venían con las manos vacías.
—¡Joder! —exclamó Christian.
La machi tenía una forma de narrar que daba la sensación de que estabas viviendo sus cuentos. El cascarrabias de Christian tampoco era inmune.
—Tenés que ir vos ahora, nene —le dijo el Cacique a Lihuel—. Tu nombre nos va a dar suerte.
—Él buscó, nomás. Buscó mucho. Y lejos, muy lejos, por debajo y por encima de las montañas. Buscó donde otros no habían buscado... Pero también volvía con las manos vacías...
—¿Qué hacés, nene? —le preguntó un hombre muy viejo, cuando regresaba, con cara triste.
—Gracias por preguntar, señor. Es que todas las tribus nos estamos muriendo de hambre. No hay nada para llevarnos al estómago. Recorrí miles de quilómetros y regreso con la misma hambre con la que me fui...
—¿Y todos estos piñones? —le preguntó el anciano—. Hay tantos que podría alimentarse a todo el planeta durante varios años.
—El pehuén es nuestro árbol sagrado —le explicó—. Pero los piñones que da son venenosos.
—Ya no, nene —le respondió el viejo—. Juntá todos los que podás y guardalos debajo de la tierra. Vas a ver que la comida va a sobrarles. Y que se enteren en las otras tribus mapuches, también.
—¿Pero no son muy duros? —preguntó Lihuel, dudando.
—Si los hierven o los tuestan al fuego, son riquísimos.
—Lihuel volvió a su hogar y le contó al Cacique lo que le había pasado, llevando quilos y más quilos de piñones. Tantos como podía transportar.
—Te encontraste con Nguenechén, nene —le dijo el Cacique—. De ahora en adelante vamos a rezar mirando el Sol. Y con un piñón en la mano o una ramita de pehuén.
—¡Qué historia tan fascinante! —exclamó Christian, sonriendo—. ¡Vuestras leyendas son increíbles!
Increíble era su sonrisa. Cómo le brillaban los ojos. Ese tono dorado, que nunca había visto en otro. La espalda tan ancha, que parecía salírsele de la camiseta azul francia. ¡Un tío tan jodido y amargado y tan guapo, al mismo tiempo! Me estaba convirtiendo en adicta a él. ¿Cómo podía pasarme algo así si era inmune a las caras bonitas y a los cuerpos perfectos? Siempre estaba rodeada de bellezones. No pude evitar sustraerme del presente. Me perdí en mis evocaciones de la noche anterior.
—¿No podéis hablar en serio? —preguntó Christian—. Es un esfuerzo enorme seguirles el ritmo.
—Te entiendo, anciano —dijo Guillermo—. Pero yo, todo lo que tenga que ver con Flore, me lo tomo muy en serio. ¡Si estuvimos a punto de desvirgarnos entre nosotros! Si no le damos el visto bueno a un tío, le buscamos otro.
—Sí, casi nos desvirgamos —coincidí, echándole un vistazo a Guille y a Christian; luego, continué bromeando—: Pero me negué a ponerme el vestido y los tacones para irme a la cama contigo. Por eso me cambió por el travesti de tu amigo Carlos.
—¡¿Mi amigo Carlos?! —preguntó Christian, incrédulo—. ¿Desde cuándo a Carlos le van los tíos?
—Desde siempre —le respondió Guille—. No sé por qué te asombras si Piollo se tiró a Andrés y tampoco te enteraste.
—¡Vosotros siempre de coña! —dijo Christian—. ¿Cuándo vais a parar?
—De coña, nada. Tus amigos nos resolvieron la presión de los nuestros —me reí—. ¿Todavía vírgenes?, nos decían. Ya estábamos hartos el Guille y yo.
—Nosotros no hacemos coña con eso, es tétrico —apuntó Claudio, también riendo—. El Guille estuvo a un paso de hacerse hetero por culpa de esa zorra —y me señaló, sin poder controlar las carcajadas.
—Sí —dije yo, sin parar las risas—. Por dos minutos.
—¡Ey, a mí no me insultéis! —gritó Guillermo, en broma—. ¡Que yo aguanto quince minutos en cada polvo!
—¡Joder! —se espantó Christian—. ¡No me acostumbro a estas conversaciones! Me cuesta creer todo lo que decís. En especial, lo de Carlos y Andrés...
—Me imagino. ¡Ni siquiera te enterabas que la rubia aquélla, toda tiesa, con la que saliste un año, también se tiraba a Andrés! —estuvo de acuerdo Guillermo, partiéndose de risa—. Por eso Piollo no se siguió acostando con él, para que vosotros dos no fuerais cuñados.
—¡Mentira! —grité yo, muy ofendida—. Por eso y porque era un desastre follando... ¡Cuidado, vas a chocar, mamón!
—¡Joder, no puedo con tanta sinceridad! —se lamentó Christian.
—Pues vete acostumbrando, vejete —le dijo Claudio, palmeándole la espalda con comprensión—. Que nosotros dos y el lobby vamos en el paquete.
—¡Ey, que yo no tengo paquete[1]! —volví a gritar.
—¡No te preocupes! —gritó Claudio, tirándome un beso—. ¡Ya te está por salir, amor!
Y la risa de los tres se descontroló: no podíamos parar.
— Acuéstate con niños y te levantas meado —susurró Christian.
—Mejor meado que con esa cara de antipático que tenías antes —le contesté—. Prefiero la de pasmarote actual.
—Y yo —estuvo de acuerdo Claudio—. ¡Cuidado, que Christian se emociona! ¡Su Ranita acaba de decir que ya no es antipático! ¡Ahhhhhhh, cuánta emoción!
—¡Sí! —gritó Guille—. ¡Ayyyyy, cuánta emoción tiene el tío! ¡Míralo, Rana! Con la rubia aquélla parecía el rey, allá en el castillo, pero contigo anda escapado por los Andes, cuidando mapuches y maricas.
—¡Joder! —se enfadó Christian.
—¡Callad, lagartonas! —me hice la ofendida—. ¡Que lo vais a hacer pensar y me termináis arruinando la noche!
—Éste ya no piensa —dijo Claudio, mondándose de risa—. Quizá si no hubiese comprado los condones...
—Sí que piensa, mírale la cara —dije—. Estoy caliente. Y no tengo otro tío a mano. ¡Como me la fastidies me tiro al Guille esta noche, maruja!
—¡A mí ni de coña! —respondió rápido mi amigo, riéndose—. Que después nos vuelve a caer el otro con los controles y nos corta las pollas.
—¡¡Ayyy, desgraciados, díganme adónde se fue la Ranita!! ¡¡Ya mismo, cabrones!! —lo imitó Claudio—. Y la tía allá por el sur, pasándola en grande con su pijama. ¡¿Cómo es que no te tiraste a nadie cerca del lago?!
—¡Parad, niñas, que nos espachurramos de nuevo! —me asusté, cuando Christian dio otro volantazo, más pequeño que el anterior.
—Está todo controlado —dijo, sonriendo—. A ver si con el susto se callan un poco estas cacatúas.
—¡Eh, que a mis amigos sólo puedo insultarlos yo! —me enfadé—. ¡Niñas, dadle unos hostiazos que os está llamando maricas!
—Tranquila, corazón—me calmó Claudio—. Que lo dijo con cariño. ¡Las horas que pasamos hablando de Rana esto y Rana lo otro! ¡Si hasta le servimos de paño de lágrimas! Éste está coladito por ti. No lo trates tan mal como a los otros.
—¡Joder! —exclamó Christian—. ¿Por qué tenéis que estar exagerando siempre?
—¡Jolín! ¡No me lo puedo creer, si hasta me tengo que poner del lado del amargado! —dije, dándole un golpe a Claudio—. ¡Las cosas que decís!
—¡Uy, uy, qué peligro! ¡Piollo de acuerdo con Christian! Ver para contarlo.
—Sí, es preocupante. ¡Por favor, vigiladme! No dejéis que me lleve al lado oscuro y me vuelva una pechugona idiota. Como la rubia aquélla, que se tiraba también a Andrés.
—Pechugona ya eres, así que te lo tomamos en serio. ¡Para eso están los hermanos! —exclamó Guillermo, dándome un abrazo—. Si se pone pesado, le presentamos a otra rubia idiota y santo remedio. Y a ti te teñimos de pelirroja y te ponemos lentillas.
[1] Bulto que forma en los pantalones los testículos y el pene en el hombre.
NOTA:
La foto de multimedia es de San Carlos de Bariloche. ¿Os sigue gustando? Pues hacédmelo saber dándole a la estrella o haciendo comentarios.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro