Capítulo 26 - Lo que ocurrió.
Owen se despertó más tarde que de costumbre, justo antes del atardecer. De hecho, se había despertado por el rugido de su estómago. Después de unos segundos mirando al techo con la mente en blanco, no sabía muy bien qué había ocurrido. ¿No había ido a palacio durante la mañana? ¿Por qué estaba durmiendo en su cama, en el ducado? Puede que hubiese sido un sueño, aunque recordaba perfectamente que había hablado con Baruc, el soldado de palacio. Después de eso, todo se tornaba borroso y no podía adivinar lo que ocurrió. ¿Se encontraba en un jardín con alguien? Una imagen de unas flores azules surgió de forma repentina. ¿Qué relación compartía todo eso?
Lo más probable es que todo hubiese sido un sueño, y las criadas habían olvidado despertarle a tiempo. Sí, era lo más probable.
Algo mojado se resbaló de su frente cuando intentó incorporarse. Lo sujetó con la mano. Era un paño mojado, de esos que se utilizan cuando alguien está enfermo.
¿He estado enfermo? Quizás tuve algo de fiebre por la noche, y alguien se ha encargado de dejar esto aquí. Sí, eso lo explica todo; era un sueño febril.
Al levantarse de la cama, algo que estaba encima suya se cayó al suelo. Lo recogió, y aunque no lo reconocía del todo, era una especie de abrigo o chaqueta azul. Sabía que no era suya. Por el tamaño, dedujo que debía de pertenecer a un hombre.
¿Quién ha dejado est...?
Al examinar más de cerca, vio un escudo bordado sobre la tela. No era cualquier escudo: era el águila dorada sobre la luna plateada reflejada en las aguas, o en otras palabras, el escudo de la familia real Bythesea. Era el símbolo que solo los privilegiados de sangre azul podían lucir.
Lanzó lejos la prenda, como si se tratase de algo venenoso. La observó en el suelo unos instantes más mientras que en su cabeza se preguntaba: ¿Esto es "suyo"? ¡¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Pronto, una serie de secuencias se abrieron paso en su mente, como una película que solo contenía algunos fotogramas: recordó haber hablado con Hye durante la mañana, antes de partir en un carruaje, y también recordaba haber estado con Baruc y con el príncipe. De hecho, podía reconocer la vestimenta del príncipe en aquel momento, y coincidía con ese abrigo azul. La siguiente imagen que pudo encontrar en su cerebro revuelto era algo más confusa.
Creía recordar despertarse en un cama de una habitación desconocida, y el príncipe estaba a su lado. Después de eso, cayó dormido de nuevo.
¿Dónde he ido durante la mañana? ¿He ido a algún otro sitio que no sea a palacio?
Reflexionó sobre la escena en esa cama desconocida. Él estaba durmiendo, el príncipe estaba a su lado, en un sitio que desconocía... ¿Puede que...? No quería sugerir eso, pero normalmente cuando alguien se despierta en una cama ajena con alguien a su lado... No, no podía ser. Recordaba, por alguna razón, que esos ojos azules le miraban con cierta calidez fuera de lugar.
No me digas que... Dios mío, no creo que alguien como el príncipe pudiese aprovecharse de mí de "tal forma"... Pero, ¿qué otra razón justificaría ese escenario? Agh...¿Qué coño ha pasado y por qué no recuerdo nada?
Recogió el abrigo del suelo y lo lanzó en su cama, se calzó las zapatillas y salió al exterior de su habitación sin tener en cuenta que todavía se encontraba en camisón, o en palabras de las criadas, "en paños menores". Necesitaba respuestas urgentemente, e iría en busca de la única persona del ducado con la que recordaba haber hablado aquella mañana: Hye.
Caminaba por los pasillos en busca de su objetivo, y se dirigió hacia la zona donde descansaban las criadas habitualmente, cerca de sus aposentos y de su pequeña cocina comunitaria. Solo se cruzó con un mayordomo con una expresión agotada, que cargaba con dos botellas de vino vacías. Parecía volver de alguno de los pasillos que conducían al salón principal.
—¿Señorita Vivienne? ¿Qué haces por aquí?—le preguntó el mayordomo, algo sorprendido. Era un sirviente recién contratado, joven y con poca experiencia, y a veces se le olvidaba hablar de manera formal a sus amos. El duque le habría reprendido duramente por su falta de respeto, pero Owen ignoraba esos pequeños detalles—Me habían dicho que te encontrabas enferma, descansando en tu habitación...
—Creo que ahora me encuentro mejor. ...Más importante, ¿sabes dónde se encuentran mis criadas ahora mismo?
—Probablemente estén descansando en sus habitaciones correspondientes. ¿A quién buscas, señorita?—el joven le miró de arriba a abajo—...Si necesitas que te traigan el cambio de ropa, no hace falta que vayas a pedirlo personalmente...—antes de terminar la frase, la señorita ya se había marchado por el otro pasillo.
Owen caminó hasta la puerta que conducía a las habitaciones de las criadas, y escuchó algunas voces dentro. Todavía no había llegado la hora de descanso, ¿por qué los sirvientes ya se habían retirado? Quizás habían terminado las tareas diarias temprano...
Abrió la puerta, para encontrarse con el pequeño espacio comunitario que todos los sirvientes compartían, y con las múltiples puertas de cada cuarto. Ya había visitado ese lugar más de una vez; todos los cuartos eran bastante pequeños y húmedos, y aunque normalmente eran sitios compartidos por dos o tres personas, se las arreglaban para convertir esos espacios reducidos en un sitio acogedor. Los cuartos de la izquierda eran los de las criadas, y los de la derecha pertenecían a los mayordomos.
Nunca había visitado el cuarto de Hye, y por lo tanto, no sabía qué puerta era. Llamó a la primera, y como nadie respondió, se sintió libre de abrirla. Encontró a una criada y a un mayordomo "consumando su amor" en la habitación vacía. Los dos estaban tan sorprendidos como él, y cerró la puerta de un golpe. "Qué momento más inoportuno para entrar" se dijo a sí mismo. A pesar de que las relaciones amorosas entre los sirvientes del ducado estaban terminantemente prohibidas, les dio sus disculpas mentalmente por haber interrumpido lo que estaban haciendo, y esta vez, se aseguró de esperar una respuesta al llamar a la siguiente puerta.
Se encontró con una joven criada que ya había cambiado su uniforme habitual por el conjunto sencillo y humilde que se utilizaba dentro de las habitaciones. Owen apenas la reconocía sin su uniforme.
—¿Señorita? ¡No debería de estar aquí, está enferma! ¡Vuelva a su cuarto o su condición empeorará! Venga conmigo, le acompañaré a sus aposentos.
—¡He venido a buscarte a ti, idiota!—le dijo a Hye mientras se abría paso a la habitación.
—¿Cómo has sido capaz de abandonarme a mi suerte sin ni siquiera haberme dado explicaciones? Hazte la idea: me levanto de mi cama por la tarde, con recuerdos borrosos de lo que había pasado antes de llegar ahí y con un abrigo con el emblema de la familia real. Estoy segura de que tú sabes lo que ha pasado, ¿no es así?—le recriminó, sabiendo que de alguna forma se había encontrado con ella hacía algunas horas.
Hye se quedó unos segundos en silencio, y después soltó una risita ante la confusión de la señorita.
—Bueno, si lo pinta así... Sí que parece algo sospechoso—se rio de nuevo—...Pero no hay de qué preocuparse. Le contaré todo lo que sé—.
La joven criada le explicó sin demasiados detalles lo que había ocurrido desde la mañana: su malestar, las visitas del duque, su desmayo y el viaje de vuelta al ducado con el príncipe. Por supuesto, se saltó la parte en la que él echaba todo el contenido de su estómago por la ventana.
—Ya veo. ¿Y él no te contó nada de lo que pasó en palacio? Tengo unos recuerdos muy vagos, y me gustaría saber lo que ocurrió en realidad...—preguntó confuso, aunque aliviado de que solamente se había desmayado y el príncipe le había socorrido. Pero también estaba ese extraño recuerdo en el jardín de las flores azules, una sensación de que había dicho o hecho algo fuera de lugar, aunque no sabía el qué.
—No, nada de nada. Ni siquiera sabía que había olvidado su abrigo aquí... Vaya descuido. Usted tendrá que devolvérselo a su dueño la semana que viene—comentó despreocupadamente Hye mientras colgaba cuidadosamente en una percha su uniforme limpio.
A Owen se le cayó el mundo encima al caer en la cuenta de que tendría que volver a ver a ese tipo dentro de unos días. Seguro que sería muy incómodo después de fuera lo que fuese lo que había ocurrido entre los dos aquel día. Suspiró desesperado: por mucho que lo intentase, no conseguía recordar lo que hizo o dijo antes de que se desmayase.
—Por cierto, Hye; ¿qué hace todo el mundo en sus cuartos tan temprano? ¿Os han dado el descanso antes? ¿Está relacionado con los invitados de mi padre?—.
Hye no parecía querer responder esa pregunta, o más bien, no sabía qué responder. Parecía estar pensando cuidadosamente las palabras adecuadas.
—No exactamente. Los invitados se marcharon hace unas horas, y después... El duque está descansando en el salón. Ha pedido expresamente que no le molestemos, y es por eso que hemos terminado el resto de tareas rápido y nos hemos retirado—Hye parecía incómoda, desviando la mirada para evitar contacto visual. Un rugido del estómago de Owen le salvó de la situación, y cambió rápido de tema.
—Señorita, no ha comido nada desde el desayuno. Debe de estar muy hambrienta. ¿Qué tal si le pido a Paul que prepare un gran banquete para usted? Venga, acompáñeme a la cocina—prácticamente le arrastró afuera, y le llevó hasta la cocina principal.
Al llegar, Owen pudo notar que el cocinero y el resto de empleados no se encontraban tan animados como siempre. Bueno, quizás estaban agotados: todavía estaban ocupados limpiando todos los platos y la vajilla que los invitados habían utilizado. Aunque no tenían el mejor ánimo, en el comedor le sirvieron un grandioso menú para llenar su estómago agonizante.
Pronto se hizo de noche, y Hye insistió en que debía de acostarse temprano. No se había recuperado completamente del resfriado, después de todo. Necesitaba descansar.
Owen ya se dirigía a sus aposentos cuando escuchó un estruendo en la planta baja. Podía escuchar claramente que algo sucedía, porque toda la mansión se había sumergido en un silencio sepulcral. Oyó un grito y una discusión. Dos hombres se estaban peleando en la planta baja.
Se dispuso a bajar para saber qué diantres sucedía cuando vio que alguien subía por las escaleras, y prefirió entrar al refugio de su habitación y olvidarse del asunto.
***
—No deberías estar aquí tan tarde—dijo una voz detrás suya. Supo al instante que se trataba de Valentine, por lo que no respondió. La luna ya se encontraba en lo más alto del cielo, una luna brillante y hermosa que iluminaba las gotas de rocío que reposaban sobre las verdes briznas. Aún así, la luz de la luna no era lo suficientemente brillante para llegar a los rosales, que se sumían en las sombras siniestras de la noche.
Allí estaba sentado Leonardo, tan quieto como una estatua, sobre el banco de madera y piedra que se hundía entre la hierba alta. Si no fuera porque Valentine se imaginaba que debía de estar ahí, habría sido complicado discernir la figura de su cuerpo entre la oscuridad.
Leonardo hizo lo mejor que pudo para mantenerse tranquilo. Soltó algo de tensión en un suspiro, y susurró sin mirar a su hermana a los ojos:
—Es verdad. No deberías de entrenar hasta estas horas.
—La disciplina no comprende las horas, el día o el descanso—respondió con un tono más frío que la temperatura de aquella noche. Sacudió el polvo de sus botas y secó una única gota de sudor de su frente. Había practicado sus habilidades en el área de entrenamiento durante muchas horas, y hasta una genio del combate como ella tenía sus límites—...Deberías saber eso—.
Leonardo ya sabía las palabras que vendrían a continuación, y su cuerpo se encorvó como si intentase defenderse de ellas:
—...Deberías saber que tus deberes y responsabilidades no pueden aplazarse mientras que tú estás holgazaneando y... lloriqueando—pronunció esa última palabra con un fuerte tono despectivo, y él tembló ligeramente—...El futuro rey de este país no puede arrastrarse en su desgracia como un gusano mientras que los demás cargan con todo... Leonardo—.
La ligera brisa parecía haberse convertido en un viento cortante e hiriente, y hasta la luna parecía haberse vuelto más amarillenta. El silencio hacía que sus palabras se escuchasen más fuerte y que doliesen en lo más profundo de su ser, aunque ya le hubiesen dicho lo mismo miles de veces.
—Los muertos no vuelven a la vida por mucho que llores por ellos. Después de su último aliento, son solo trozos de carne que se pudrirán y desaparecerán para siempre—.
La voz de la admirada princesa de Goryan parecía el siseo de una serpiente venenosa, pero poseía la fuerza y la autoridad de un león. No dudaba ni un instante de sus palabras, y salían con tanta confianza de su boca como un credo. Nadie sería capaz de refutarlas, por muy equivocada que estuviese.
Era aterradora cuando estaba enfadada.
—...¿Por qué lloras por un trozo de carne que ya se pudrió hace tanto tiempo, Leonardo?—preguntó mientras que se alejaba con pasos firmes. Antes de marcharse, miró directamente a los ojos azules y temerosos de su hermano.
—Ya no eres un niño. Aprende a ser fuerte, aprende a defender tu territorio y a ser respetado. Disciplina. Tu voluntad y mente son débiles, aunque intentes aparentar lo contrario. Has hecho un buen trabajo pretendiendo hasta ahora, pero con eso no basta. ¿Entiende lo que digo... "príncipe heredero"?—su rostro se encontraba tan serio que daba escalofríos, pero su tono burlón y despiadado indicaba que disfrutaba hacerle sufrir.
—A este paso te hundirás, como él lo hizo. Desaparecerás, como él lo hizo. Supongo que cualquiera no querría que le ocurriese eso, pero si eres capaz de admirar tanto a un fracasado olvidado... ¿puede que quieras ser como él? ...Sea cual sea tu opinión, ahora eres "su alteza, el príncipe heredero". No es tu decisión dejar el cargo o no. No se te está permitido ser débil—.
La muchacha de lengua afilada y sangre azul se alejaba entre los caminos de altos setos que formaban el jardín del laberinto, pero antes de desaparecer se despidió con una orden:
—Es lamentable saber que todavía vienes a este sitio ...No vuelvas aquí otra vez—.
Leonardo pudo volver a respirar cuando se aseguró de que ella ya se había marchado. Poco a poco, su garganta emitió sollozos silenciosos y profundos para soltar la presión y frustración que se acumulaba en su pecho. Cerró los ojos con fuerza para que su debilidad no se manifestase en lágrimas, y se apretó el pecho con la mano como si su corazón quisiera salirse del sitio.
"¿Qué debería hacer, hermano?" preguntó mientras que miraba con tristeza los rosales marchitos que alguna vez fueron de un rojo magnífico. Se encontraba en el centro del jardín con forma de laberinto, un pequeño claro que el jardinero había dejado de cuidar hace años. La hierba era alta, las flores secas, y el robusto árbol del que colgaba un columpio de madera roto comenzaba a morir lentamente. Aunque el jardinero o todo el mundo hubiesen olvidado la existencia de ese sitio o hubiesen decidido ignorarlo, Leonardo estaba seguro de que él nunca lo olvidaría.
Su mirada revoloteó desde el miserable columpio roto hasta la luna en el cielo, que ahora parecía burlarse de él. Seguro que ella pensaría que un ser tan diminuto como él era indefenso e inútil. ¿Quién no pensaría eso? No podía cumplir su papel de miembro de la familia real, y por mucho que intentase parecerse a su hermana o tener las mismas habilidades que ella, siempre fracasaba y tiraba la toalla.
Sí, seguro que la luna, tan esplendorosa en el cielo, pensaría que él era un insecto despreciable, sin lugar en el mundo.
Eso le recordó a la charla que había mantenido esa tarde con la señorita Vivienne, lo que le había traído a ese jardín remoto. Era algo sin importancia, pero finalmente había comprendido qué le resultaba familiar en la historia de aquel perro. Vivienne había dicho que aunque ese animal era muy importante para ella y al marcharse le había dejado atrás, no pudo derramar una lágrima. No pudo hacer nada por él y su recuerdo.
"Yo soy igual" pensó. Leonardo había sido abandonado, le habían dejado atrás. Quien más quería se había ido para siempre. Era así, pero él había derramado muchas lágrimas vacías, demasiadas. En vez de atormentarse por no haber sentido tristeza, se sentía vacío porque no había admitido la pérdida. Todavía no había aceptado la muerte de su propio "Gruñido Infernal", y eso era peor que no derramar una lágrima. Como decía Valentine, solo había lloriqueado y lamentado durante años sin aceptar la realidad. No podía echar de menos a alguien que ya no existía... porque solo era un trozo de carne podrida.
Quizás esa era la razón de su debilidad: las lágrimas le hacían retroceder. Debía de olvidarle, y seguir con su camino como futuro rey. El pueblo le esperaba.
Se dijo a sí mismo: "Alexandre Bythesea ya no existe. Está muerto".
Una voz infantil le contestó en su mente: "¡Leonardo, vamos a jugar en el jardín del laberinto! ¡He colgado un columpio increíble, seguro que será muy divertido! ¿Quieres probarlo tú primero?". Era el recuerdo de la voz de su hermano mayor, seis años mayor que él. Por aquel entonces, él solo tendría cinco años y Alexandre doce, pero se divertían mucho y pasaban unas tardes geniales jugando.
Su hermano era el único que cuidó de él en su infancia: Padre y Madre no salían a menudo y solo se reunían en el comedor para las ocasiones especiales, y Valentine era demasiado seria y nunca quería jugar. Desde que era una niña, ella siempre había sido así de testaruda y disciplinada. Y, por supuesto, las criadas y mayordomos eran muy fríos con él, y nunca quisieron involucrarse personalmente.
Alexandre siempre era el único dispuesto a pasar algo de tiempo con él. A pesar de estar muy ocupado con sus clases particulares y su preparación para ser el líder del reino, intentaba hacer un espacio en su ajetreado horario y dejar a lado el estrés que causaba la carga sobre sus hombros para estar con su hermano pequeño, riendo y pasando el tiempo como dos niños normales.
El Alexandre de su mente, de pelo color caoba y ojos verdes brillantes, le sonreía mientras que le empujaba en el columpio. Los dos eran muy felices en aquel entonces. Leonardo sonrió al recordar que una vez, mientras que jugaban en el mismo jardín, anocheció y la luna llena apareció en el cielo. Él le preguntó a su hermano mayor: "Alexandre, ¿por qué la luna siempre está ahí? Da igual a donde vaya o cuanto corra, siempre la encuentro detrás mía".
Alexandre se rio, y le contestó: "Por muy rápido que corras o por muy lejos que vayas, siempre te persigue. Incluso ocurre lo mismo en los viajes en carruaje. Seguro que la luna debe de ser algún tipo de hechicera que te persigue a todos lados, Leonardo. ¿Estás seguro de que no está obsesionada contigo?". El pequeño Leonardo se asustó un poco al creerse esas palabras.
El hermano mayor disfrutaba burlarse de la inocencia del pequeño niño. Aún así, quería que Leonardo fuese feliz e inocente durante su infancia, antes de que existiese la posibilidad de que se convirtiese en uno de esos adultos que tanto odiaba. Ojalá pudiese ser el mismo pequeño sonriente para siempre.
"Ahora que lo pienso"—prosiguió el Alexandre de sus memorias—..."¿No ocurre algo parecido con esa niña que viene aquí de vez en cuando, esa hija del duque Drummond? Creo que casi tiene tu edad, Leonardo. Cada vez que se pasea por aquí junto a su padre, te persigue por todos lados".
"Sí, es verdad"—respondió el pequeño Leonardo—"Es algo pesada y no me gusta que haga eso, pero me gustaría ser amigo suyo. ...Y también me gustaría jugar con ella. ¿Crees que ella también querrá?
"Qué cruel, hermano. ¿No soy yo suficiente?"—fingió ofenderse Alexander—"Yo juego contigo todos los días. ¿No quieres estar conmigo?". El pequeño Leonardo volvió a tomar la broma en serio.
" ¿Qué tonterías estás diciendo, Alexander? ¡Siempre querré estar contigo! ¡Eres mi mejor amigo!" dijo el inocente niño con una gran sonrisa.
Leonardo escondió su rostro entre las rodillas, y una sola lágrima se deslizó por sus mejillas. Sus ojos ardían por tratar de retener las lágrimas durante tanto tiempo, y tenía un gran nudo en la garganta que parecía empeorar por momentos.
—¿A quién quiero engañar?—susurró frustrado para sí mismo—...Lo siento, Valentine. Es imposible que olvide a nuestro hermano—.
***
—Señorita, ha llegado una carta para usted—notificó Olga mientras que irrumpía en la estancia. La señorita Vivienne se encontraba en el comedor, tomando su desayuno. Su resfriado parecía haber mejorado considerablemente, y había descansado bien aquella noche.
—Buenos días, Olga. Ayer estuviste muy ocupada, ¿no? No te vi en todo el día—saludó con una sonrisa mientras que devoraba unas tostadas con mermelada. Olga tenía ojeras marcadas en la cara y una expresión de cansancio, pero parecía dispuesta a trabajar con todo su esfuerzo.
—Sí... Fue un día caótico—contestó la jefa de las criadas mientras le entregaba el sobre.
—Y que lo digas—Owen recibió el sobre sellado, que lucía un escudo que no era capaz de reconocer.
—Es de la familia Baird—le orientó Olga—...De la señorita Eliette Baird—.
Owen sacó la carta mientras que sujetaba en la otra mano la tostada. La caligrafía era demasiado cursiva e inclinada, con tantas florituras que hacía imposible para él la lectura. Tuvo que concentrarse y emplear un buen rato para descifrar esos jeroglíficos.
Olga todavía esperaba detrás suya, expectante a nuevas órdenes. La lectura de la carta estaba tomando más de lo que esperaba, a pesar de que eran sólo tres párrafos.
—No sabía que había trabado amistad con la señorita Baird—comentó Olga.
—Yo tampoco...—dijo Owen, que finalmente había terminado de descifrar el código y había soltado el papel sobre la mesa—Qué raro. ¿Olga, tienes idea de por qué sabía esta chica que había caído enferma? Las noticias vuelan—.
Revisó de nuevo el contenido de la carta, algo confundido por las últimas palabras.
—...Y, aunque ni siquiera recuerdo haber cruzado una palabra con ella, dice que... Quiere invitarme a tomar té y hablar cuando me recupere. ¿Qué asuntos personales querrá discutir conmigo?—.
Suspiró antes de dejar de lado la carta y tomar un trago del delicioso zumo de naranja que le habían servido. Sin duda, una bebida refrescante aliviaba las molestias que podían causar las elevadas temperaturas del verano.
—...Bueno, qué importa. ¿Qué menú servirán hoy para el almuerzo, Olga?—.
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