Capítulo 25 - Parloteo (Parte 2).
—Em, bueno... Hoy hace buen tiempo...—intentó romper el silencio Owen.
"¿Qué otro tipo de clima puede hacer en verano, gilipollas?" se dijo a sí mismo. Estaba viviendo uno de los momentos más incómodos de su vida, incluyendo en la lista a la situación en el baile. De hecho, se repetía; era complicado sacar un buen tema de conversación con el príncipe.
Él no hacía más que mantenerse callado, mirando a algún punto en la lejanía, evitando el contacto visual.
¿Y este es el concepto que tienen por aquí de "quedar y conocerse"? ¿Cómo pretende elegir una prometida si ni siquiera mantiene una conversación con otra persona?
No aguantaba tanta formalidad y rodeos para comunicarse, por lo que su fiebre, su aburrimiento y su desesperación decidieron que sería mejor si comenzaba a hablar de algo al azar, como si estuviese hablando consigo mismo:
—Cuando era una cría, quería un perro...—Leonardo le dirigió la mirada por primera vez, desconcertado. Owen tampoco sabía muy bien lo que estaba diciendo.
—Sí, un perro. Tendría unos seis o siete años cuando le dije a mi padre: "Quiero un perro, porque no me llevo bien con los demás humanos. Quiero un perro"—se rió—...No me gustaba jugar con los demás niños, pero tampoco comprendía a los adultos. Entonces se me ocurrió esa idea de mierda, pensando que quizás podría ser amigo de los animales.
...Al fin y al cabo, no salió para nada bien—.
Owen apoyó la cabeza en la mesa de vidrio, en la misma posición que acostumbraba a tomar en sus clases con la tutora Waleska. Sonreía melancólicamente, ordenando viejos recuerdos de su vida rural que surgían en el mar confuso de pensamientos en su cabeza.
—Un día de verano como este, encontré un perro abandonado, un cachorro. Se parecía más a un lobo que a un perro, y estaba completamente famélico. No sabía de dónde había salido, pero sentí que era mi oportunidad y le pedí a mi padre mantenerlo. Él se negó al principio; decía que nunca le había visto el sentido a las mascotas, que solo ensuciaban toda la casa, destrozaban los muebles y dejaban desperdicios por todas partes—Owen sonrió, casi oyendo los gritos de su padre y los lamentos de su madre por su insistencia sobre adoptar a aquel animal.
—...Después de horas de rogar de rodillas, accedieron; sin embargo, el perro debía de estar fuera de la casa en todo momento y yo debía de encargarme de él por completo.
Comencé por alimentarle y darle algo de cobijo a la sombra. Apenas podía caminar, pero incluso siendo un cachorro pudo recuperar casi toda su energía en el transcurso de una semana. Pronto me di cuenta de que cuidarle no era tan fácil como yo pensaba: era un cachorro mestizo, casi un lobo, y después de unas semanas de recuperación, empezó a mostrar su verdadera naturaleza.
Era terriblemente agresivo y tenía unas tremendas mandíbulas para ser una cría, y debía de acercarme con mucha precaución y un palo para acercarle su comida. No podía estar a menos de dos metros de él porque comenzaría a morderme como un verdadero salvaje.
De hecho, me parece que todavía tengo una cicatriz de una mordida suya...—Owen observó su tobillo, donde anteriormente habría tenido unas marcas de unos dientes afilados, pero tardó unos instantes en caer en la cuenta de que ya no poseía su cuerpo original—...O quizás no. Bueno, pues estuve batallando por sobrevivir a ese animal, y poco a poco, intenté ganarme su confianza. Tardé muchos meses en conseguir disminuir su agresividad, y su rango de ataque disminuyó. Podía estar de pie a su lado sin que me atacase, pero no dejaba de gruñir desesperadamente. El sonido que producía su garganta parecía provenir del mismo infierno.
Es por eso que, después de tanto tiempo de convivencia sin saber cómo llamarle, le bauticé "Gruñido Infernal"—Owen soltó una risilla—...En aquel momento, me pareció guay y original.
Una vez, mientras le daba de comer, acerqué la mano demasiado. En ese momento, de verdad creí que nunca más podría utilizar mi mano derecha, porque Gruñido Infernal la devoraría por completo. Me imaginé el resto de mi vida sin esa extremidad, porque estaba seguro de que la perdería después de que el perro me la arrancase sin piedad y se relamiese ante el sabor de mi sangre.
...Pero eso nunca ocurrió. Gruñido Infernal no se comió mi mano, ni siquiera la mordió. Para mi sorpresa, dejó que ésta cayese sobre su cabeza y rozase su delicado pelaje. Ni siquiera produjo su gruñido tan característico. Simplemente me observó sereno, como si realmente confiase en mí. Recuerdo brincar de alegría justo después, celebrando que mis meses de esfuerzo habían dado sus frutos.
Después de eso, Gruñido Infernal y yo nos volvimos mucho más cercanos. Nunca más me volvió a atacar, y me dejaba acariciarle cuando quisiera. Incluso me perseguía cada vez que iba a cualquier sitio. Por las noches, lo escuchaba aullar, lamentando mi ausencia. Sin duda, nos habíamos vuelto inseparables. Él se sentía intranquilo cuando yo no estaba, y yo me sentía algo solo cuando él no me perseguía ni me olisqueaba las manos. Yo no tenía amigos de mi edad por aquel entonces, y solo podía contar con que Gruñido Infernal estuviese a mi lado.
Ya sabes, cuando estás solo... cualquier compañía te hace sentir apreciado, y más si esa compañía no quiere despegarse de ti—suspiró.
—Había pasado más de un año desde que encontré a Gruñido Infernal, y él vivía su segundo invierno junto a mí. Todas las mañanas, él salía por ahí a pasearse y hacer expediciones por los alrededores. Yo ya sabía que siempre volvería, justo antes de comer, y por eso no me importaba que se ausentase durante unas horas. Siempre era puntual como un reloj.
Aquel perro era fiel como el que más, pero también formaba parte de su ser el ser independiente, tanto como un animal salvaje. Es por eso que solía salir a explorar y descubrir cosas nuevas por sí mismo, pero siempre regresaba sin fallar.
Un mañana especialmente fría, Gruñido Infernal salió a explorar. Pasaron varias horas, y la hora de comer se acercaba. El perro todavía no había llegado. Pasó más y más tiempo, y cada minuto me sentía más inquieto. Fui a buscarle, y después de mucho rato esperando encontrarlo distraído con algún pequeño animal o tomando una pequeña siesta... Lo encontré muerto.
Gruñido Infernal yacía en el suelo, sin vida. Estaba golpeado por todas partes, y su cuerpo estaba lleno de heridas. Tenía los ojos abiertos, que miraban al vacío sin su brillo y energía habitual. Estaban completamente secos.
...Supuse que alguien debió haberlo confundido con un lobo o un animal peligroso, y pensando que podría hacerle daño a alguien, lo mató. Debió haberlo matado a palos, o quizás lo había apedreado cuando ya se encontraba débil.
Pero el motivo no me importaba en ese momento; estaba demasiado ocupado intentando asimilar la realidad, que había perdido y a mi único y mejor amigo.
Tuve que cargar con su cuerpo y cavar la tumba por mí... misma. Mientras abría un agujero en el suelo con una pala y depositaba en el interior su cadáver, me sentía como una mierda, obviamente. Pero más que sentirme triste o furioso por su muerte, me sentía decepcionado de que ni siquiera podía derramar una lágrima por Gruñido Infernal. Me sentía como una maldita hija de puta que ni siquiera podía despedir a su mejor amigo con una puñetera lágrima, porque simplemente no salían de mis ojos. Él me había acompañado durante una parte importante de mi corta vida, pero yo no podía devolverle el favor mostrando un poco de dolor frente a su cadáver. Me sentía como un repulsivo ser desagradecido, que ni siquiera podía derramar algo de tristeza por no haberme podido despedir de él.
...Con solo ocho años, pensé que no tenía corazón. Pensé que no merecía tener a nadie a mi lado porque en el fondo ni siquiera era capaz de apreciarlos o sentir sentimientos por ellos—.
Owen se quedó en silencio. El silencio no era el mismo que antes, no era incómodo. Había cierta tensión emocional que no llegaba a comprender.
—Pero, después de todo... Quizás no debería de haber reflexionado tanto sobre todo eso, quizás no hay por qué lamentar la muerte de un simple animal. Puede que solo sea una exageración... Sólo era un perro—.
Sin levantar la cabeza de la mesa, sintió que se encontraba peor que antes. Notó que la temperatura de su cuerpo había aumentado.
Su cabeza daba vueltas y piruetas como si estuviese borracho. Quizás debió de avisar a alguien, pero sintió que no tenía fuerzas para ello. Antes de caer en la espiral de cansancio y confusión que se formaba en su interior y le obligaba a desmayarse, despegó por un instante la mirada de la mesa y alzó la cabeza para mirar la expresión de Leonardo. Durante todo su relato, apenas había recordado su presencia. Incluso se dio cuenta de que todo lo que había dicho podía parecerle una estupidez, un disparate. Una historia sin sentido ni significado.
¿Por qué se le ocurrió contar todo eso de repente? Probablemente pensase que era tonto, o que estaba loco. ...Era difícil razonar adecuadamente cuando su cabeza no le hacía el favor.
Justo en ese instante, al alzar la mirada hacia la cara del príncipe y preguntarse por qué había decidido contarle todo ese relato, advirtió algo totalmente inesperado. Leonardo no se reía, no se cuestionaba su salud mental o le miraba extrañado... Tampoco tenía la mirada perdida en el cielo, indiferente.
Agachaba su cabeza impidiendo que las lágrimas que caían por sus mejillas dejaran una marca en su cara. Impedía inútilmente que cayesen gotas sobre la mesa. Lloraba en silencio, pero no podía detener su llanto. Estaba ahí, agachado, con los ojos rojos de tanto lagrimear y su cara sonrojada por el cúmulo de sentimientos que afloraban.
Owen lo observó en silencio con los ojos como platos. ¿Qué había dicho él para que se pusiese a llorar tan desconsoladamente? ¿Le había ofendido por algo?
—L-lo siento, lo siento mucho...—intentó disculparse Leonardo entre sollozos, con su voz temblorosa. Intentaba calmarse respirando profundamente—...No sé lo que me pasa, es porque tu historia... Es muy triste, y por alguna razón... No sé por qué, pero lo entiendo perfectamente... Nunca he tenido una mascota, pero... Es muy triste, pero creo que lo comprendo... Siento causar esta impresión, lo siento mucho...—.
Owen quería decirle que se calmase, que no entendía lo que decía por sus llantos entrecortados... Pero no podía evitar cerrar los párpados. Escuchaba sus latidos como si su corazón estuviese en sus oídos, y la figura que tenía delante suya se desvanecía como un fantasma antes su ojos. Lo último que vio fue la sombra del joven que lloraba como un niño e intentaba detener las lágrimas como ácido que quemaba su cara. No entendía por qué Leonardo, alguien normalmente serio y para nada expresivo, había reaccionado tan violentamente a la historia de Gruñido Infernal, una historieta completamente ajena y vacía para un noble de sangre azul como él.
Con esa pregunta en mente, y observando desconcertado al muchacho delante suya, perdió el conocimiento mientras que confundía todo los acontecimientos surrealistas pasados con un extraño sueño febril.
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Alguien llamó a la puerta con suavidad.
—¿P-puedo pasar, su alteza?—preguntó una vocecilla tímida. Debía de tratarse de Eliette Baird, aquella chica cuyo flequillo ocultaba la mitad de la cara. Al pasar, inclinó la cabeza hacia su alteza, pero se llevó un buen susto al ver a lady Drummond tendida en la cama, con un paño mojado sobre su frente.
—Oh, Dios mío... ¿le ha ocurrido algo grave a lady Drummond?—preguntó asustada.
—Se desmayó hace unas horas...—el príncipe dirigió la mirada hacia el cuerpo durmiente de la muchacha. Se culpaba todavía por no haberse dado cuenta de que se había desmayado lo suficientemente rápido. Él estaba haciendo el ridículo vergonzosamente, mientras que la señorita Drummond se encontraba sufriendo... Debería de haberlo notado antes.
—...El médico ha dicho que solo era un resfriado, pero debió de haber soportado mucha fiebre y cansancio para desmayarse repentinamente. También dijo que pudo haber estado delirando antes de desmayarse.
...He notificado al ducado sobre el estado de la señorita. Deberían de venir a recogerle dentro de una hora.
—Oh... Ya veo. E-espero que se recupere pronto—Eliette se quedó de pie en la entrada—...Siento haber irrumpido en sus aposentos tan descuidadamente, alteza. S-simplemente venía a saludarle, ya que me encontraba en palacio un día antes de nuestra cita. Mi madre tenía que firmar unos documentos sobre títulos nobiliarios con su majestad el Rey, y bueno...—la chica se sonrojó— ...Debería de marcharme ya. Le deseo un buen día a su alteza, y una pronta recuperación a lady Drummond. Y ahora, si me disculpa... Le veré mañana por la mañana—.
Sin poder seguir el vigoroso ritmo del habla de lady Baird, Leonardo no pudo despedirse apropiadamente. Se quedó observando de nuevo a la cama y la cara enfermiza de Lady Drummond.
Puede que hubiese estado delirando, quizás... Pero, sin duda, toda esa historia sobre su perro le había conmovido. Lo había conseguido, sin saber por qué. ¿Sería cierta, o solo era producto de su delirio? Quién sabe. Nunca había imaginado que la señorita Drummond se pudiese haber sentido como ella decía, ni que hubiese guardado unos pensamientos tan profundos para sí misma.
Leonardo acercó poco a poco su cabeza, y cuando solo estaba a un palmo de la cabeza de la chica durmiente, ésta abrió los ojos. Sin inmutarse, le dijo:
—¿Todavía sigues aquí?—con su mano temblorosa, acarició la cabeza del príncipe. Revolvió sus mechones pelirrojos con suavidad. Su mirada estaba perdida en los ojos de Leonardo—...Tu pelo es suave... Pero no llores nunca más, ¿vale? No sé por qué, pero me sentiría culpable...—cerró de nuevo los ojos—...Tu pelo es muy suave—.
Su mano cayó sobre la cama, y volvió a dormir profundamente, sin remordimientos. En cambio, Leonardo se quedó petrificado, tocando el lugar donde la otra mano acariciaba unos instantes antes, y sus mejillas y orejas se tiñeron de rojo. Se agachó y escondió su cara entre los pliegues de las mantas de la cama. Por un momento, pensó que podría despertar accidentalmente a Vivienne con sus latidos, y decidió quedarse lo más quieto posible para intentar calmarse.
—¿Q-qué acaba de pasar?—susurró para sí—...Oh, Dios mío... ¿Qué es lo que me ocurre?—.
Esa caricia había sido como el toque de un ángel. ¿Cuánto tiempo hacía desde que no se sentía así?
Estaba seguro de que ella solo se había despertado un momento, en pleno delirio, y había dicho algo inconscientemente. Sin embargo, esas palabras se quedaron grabadas en su mente.
Desde que era un niño, nadie le había visto llorar, y mucho menos se había sentido culpable por ello. Algo tan simple como una caricia en la cabeza le había conmovido, porque hacía mucho tiempo que nadie sentía la necesidad de tocarle, de consolarle.
Era agradable sentirse apreciado, aunque fuese de una forma tan lamentable.
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—¿Seguro que está bien que nos acompañe, su alteza?
—Sí. Creo que sería mejor si dispones de más ayuda para cuidar de la señorita Drummond—comentó Leonardo, que intentaba convencer a la criada que habían enviado en el carruaje del ducado. Era una chica muy joven, pero cuidaría de Vivienne durante todo el viaje ella sola.
—Siento las molestias, su alteza... En el ducado estamos recibiendo unos invitados importantes, y solo yo he podido acudir... Siento tener que interrumpir sus tareas para esto—se disculpó Hye con una reverencia, pero el príncipe le detuvo.
—Está bien. Mis tareas no son más importantes que la salud de la señorita Drummond—.
Leonardo subió al carruaje con el permiso de la criada, y se sentó junto al cuerpo durmiente de Vivienne, que habían recostado delicadamente sobre el asiento.
—Su alteza... ¿Está seguro de que esto es una buena idea? No quiero cuestionarle, pero...—preguntó Baruc desde afuera, preocupado.
—Claro que es una buena idea. Se trata de ayudar a alguien que lo necesita, y más si es la señorita Drummond.
—No, no me refería a eso... Me refería al viaje en carruaje. Ya sabe lo que le ocurre cuando viaja en carruaje, o en cualquier otro medio de transporte... Podría dejarme a mí el viaje, puesto que solo se trata de asegurar que la señorita llegue a salvo al ducado y no se requiere su presencia particularmente...
—Oh, no pasa nada—comprendió el príncipe—...No hay de qué preocuparse. Podré superarlo. Puedo hacer este tipo de cosas por mí mismo, Baruc—.
Cerró la puerta del carruaje, y vio cómo el soldado asentía obediente, aunque poco convencido.
Unos pocos minutos de viaje después, Leonardo comenzó a pensar que quizás debería de haber al menos escuchado a Baruc. Todo el mundo dentro de palacio sabía que el príncipe no solía desplazarse a sitios demasiado lejanos, a los que no se pudiese llegar a pie o a caballo, porque tenía un gran defecto: se mareaba siempre que subía a a cualquier tipo de medio de transporte, incluyendo algo tan inofensivo como un carruaje. Había sufrido los mareos desde siempre.
Daba igual si el viaje era corto o largo, si era por un camino lleno de baches o uno liso; era seguro afirmar que vomitaría al menos un par de veces. No podía controlarlo. Era por eso que casi siempre estaba al borde de la deshidratación al llegar a su destino, porque había vomitado cinco o seis veces por el camino.
Para él, ese asunto era muy humillante. En realidad, había demasiadas cosas de por las que se avergonzaba de sí mismo, y esta particularmente era como una pesadilla pare él. El malestar que sentía se sumaba a la humillación que le producía hacerlo delante de otras personas, y por esa razón, cuando era inevitable el viaje en carruaje, prefería ir solo o únicamente acompañado de Baruc, con quien tenía más confianza.
Y ahora se encontraba en una situación peliaguda: iba acompañado, pero no de cualquier persona; ni más ni menos que la señorita Drummond y su sirvienta.
Por lo menos, la señorita Drummond todavía dormía y no le sería posible presenciar es espectáculo.
—¿Se encuentra bien, su alteza? ...Su rostro está algo pálido...—comentó Hye, que estaba cambiando el paño frío de la señorita para su fiebre no subiese.
—E-estoy bien, se me pasará en un momento—se contuvo, intentando calmar la sensación nauseabunda que se acumulaba en la boca de su estómago—...Más importante, ¿qué tal está la señorita? Hace una hora parecía haber mejorado...
—Parece que ya apenas tiene fiebre. Puede que por la noche esté recuperada. Quizás deba de preguntarle a nuestra consejera, médico de cabecera en funciones para la señorita. Ella fue quien le ayudó cuando pasó lo del tobillo, por lo que ahora también podrá ayudar...—divagó Hye, preocupada—...Hubiera sido mejor si la señorita Vivienne me hubiese hecho caso desde el principio... Le avisé de que no debería de ir a palacio en estas condiciones, pero es demasiado testaruda...
Y, claro, también está lo del duque. Él es muy estricto, debería de ser más condescendiente en situaciones como esta. El duque ya sabía que la señorita no había descansado muy bien los últimos días, y que la presión sobre sus hombros no hacía más que aumentar.
... ¿Acaso la familia no debería de ser compresiva y apoyar en los momentos difíciles?
—...Supongo que sí—respondió Leonardo, algo perdido en la conversación. No sabía cómo responder a una pregunta así, porque no podía imaginar su vida junto a una familia normal. Aunque, durante algún tiempo hace años, sí que hubo alguien que le mostró lo que era la calidez fraternal.
—Oh, lo siento... Me he dejado llevar, su alteza. Soy demasiado charlatana, seguro que usted prefiere un viaje en silencio—se disculpó.
—No, has dicho cosas muy ciertas... Muy ciertas—desvió la mirada hacia la ventana, para perderse en el cielo azul. Así calmaría el mareo, y también los recuerdos que querían surgir en su cabeza. Quería que desapareciesen, pero no olvidarlos para siempre. Sabía que aferrarse a esos recuerdos no le traería más que dolor, porque ya lo había experimentado. Si utilizaba una metáfora, era como abrazar a un cactus.
Se negaba a desechar esos momentos tan preciados, aunque ya le hubiesen traicionado.
Tuvo que abrir la puerta del carruaje para vomitar. Hye le preguntó continuamente si se encontraba bien, pero él solo asentía con la cabeza y volvía a su asiento.
Así transcurrió el viaje: vómitos y malestares. Por fin, el carruaje se detuvo en las puertas del ducado. Leonardo tenía una peor cara que la señorita durmiente.
El exterior del ducado estaba desierto. El habitual movimiento de criadas y mayordomos alrededor había desaparecido.
—Gracias por su ayuda hasta ahora, alteza—dijo Hye mientras salía del carruaje—...Pero no necesita acompañarnos más. El duque no podrá recibirle, y...—la pequeña criada intentaba cargar en su espalda a la enferma para llevarla, pero no podía con el peso. Le era imposible cargar con un cuerpo tan pesado hasta sus aposentos, pero intentó subirla en su espalda.
El príncipe se interpuso.
—Déjamelo a mí—y con la mayor delicadeza, alzó el cuerpo de la chica sobre sus brazos, sujetando su espalda y sus piernas con suavidad. Hye se quedo asombrada con la facilidad que lo había logrado.
—No, su alteza, no hace falta...
—Está bien, está bien. Los sirvientes están ocupados, ¿no? Yo le llevaré hasta sus aposentos. Guíame, por favor.
...Aunque sería mejor si en el trayecto evito cruzarme con el duque—Leonardo era consciente de que no tenía su mejor aspecto. Había manchado su traje de vómito, y además iba a entrar al ducado sin permiso. Tampoco quería interrumpir el encuentro del duque, ni que le viese cargando así a su hija...
Justo en ese momento, se dio cuenta de que estaba en una situación algo embarazosa. Puede que a la señorita Drummond no le gustase que le cargasen así. Decidió cubrirla con su chaqueta, que no estaba manchada. Así, la señorita no se sentiría tan incómoda, y puede que él tampoco.
—Venga por aquí, alteza. Entraremos por la puerta del servicio para no irrumpir en la estancia principal—.
********************
Fueron capaces de llegar hasta la habitación de la señorita sin cruzarse con nadie. Pudieron oír las charlas ruidosas que el duque compartía con varios hombres más en el salón de invitados. La mayor parte de los sirvientes deberían de estar ahí o en la cocina, preparando bebidas y aperitivos.
El príncipe se detuvo frente a la puerta cerrada de la habitación.
—...¿Debería de entrar en la habitación de la señorita Drummond sin su permiso?—.
Hye le abrió las puertas de par en par, y desplegó las mantas de la cama.
—Claro, a la señorita no le importaría. A nosotras siempre nos dice: "no debéis de preocuparos por esas tonterías". A la señorita Vivienne le molesta que le pidamos permiso por cualquier cosa—se rio—No tiene que ser tan reservado, alteza—.
Él reposó el cuerpo de la señorita lentamente sobre el blando colchón, y Hye le cubrió con las mantas.
—Tiene un sueño verdaderamente profundo, ¿verdad que sí?—comentó Hye, mientras que cerraba las cortinas de la habitación y encendía una pequeña lámpara de aceite—...Aunque normalmente tiene pesadillas, parece que esta vez duerme pacíficamente. Seguro que cuando despierte, irá inmediatamente a la cocina para devorar lo que sea que estén preparando—se rio Hye de nuevo.
—¿En serio?—sonrió inconscientemente el príncipe. Hye le miró sorprendida: de alguna forma, imaginaba que su alteza ni siquiera era capaz de ello. Siempre era tan serio...
—Bueno, debería de marcharme ya. Me iré en el mismo carruaje; espero que no sea una molestia.
—No, por supuesto que no. Solo... cuídese de los mareos, alteza—.
Leonardo, algo avergonzado por lo que le había dicho la criada, salió de la habitación e intentó seguir el mismo camino que había utilizado antes. Solo había dado unos pocos pasos cuando escuchó que alguien más se aproximaba.
—¿Quiere conocer a mi hija, señor Stanley? Debería de estar en su cuarto, porque ya debería de haber vuelto de palacio. ¿Sabe que, probablemente, ella sea la próxima reina de este país? Seguro que ella también está deseosa de conocerle.
—He oído que su belleza es incomparable, señor duque. También dicen que es una señorita muy sumisa y educada. Seguro que dentro de poco tiempo será una buena mujer, obediente a su esposo—se rio el otro hombre con su voz ronca.
Los pasos se aproximaban aún más. Leonardo tomó una decisión rápida: debía huir o esconderse, evitar que el duque lo viese. Estaba en medio de un pasillo. ¿Dónde podría esconderse?
Encontró una puerta a sus espaldas, y sin pensárselo dos veces, entró. Ni siquiera leyó el letrero de "aposentos de los sirvientes".
Apenas abrir la puerta, casi se chocó de bruces con otra persona que estaba saliendo. Era un tipo alto, vestido con un traje inmaculado de mayordomo.
—¿...S-su alteza?—preguntó sorprendido el mayordomo.
—Ah, tú eres...—Leonardo reconoció al hombre. Era el sirviente que solía acompañar a la señorita Drummond, ese de los ojos verdes que siempre tenía una expresión de amargura.
—¿Su alteza? ¿Qué hace aquí?—.
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