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𝟐

𝐋𝐚 𝐜𝐡𝐢𝐜𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐭𝐞𝐫𝐫𝐚𝐳𝐚

Personas perdidas. Aquello fue dicho por una tía en una de las tantas fiestas familiares, así se refirió a los jóvenes de la actualidad. Su argumento venia de las nuevas tecnologías que terminarían por tragarse las pocas esperanzas de un mundo modesto que valiera la pena. Honestamente yo siempre quise ser la excepción de aquello, no ser un persona perdida mas, pero ahora me encontraba rodeado de ellas.

Definitivamente, no creo que mi elección de atuendo haya sido la apropiada, pero es que hace frío y no sabía si venir elegante hubiera sido lo adecuado. Se supone que sí, ¿no? Es una fiesta en la casa de alguien más, pero por lo que veo en cuanto aquella chica de cabello negro pasa con un vestido más corto que mis propios calzoncillos; mi camiseta de vestir junto con mi suéter son una elección que roza lo sobre decoroso.

Ni siquiera sabía que eso era posible y, a todo esto, ¿esa chica siquiera estudia conmigo?

Solo preguntas surgían desde que llegué a aquella casa que resonaba con música que solo se escuchaba en los clubes de mala monta de las ciudades. Lo sé porque lo veía en las películas. A su vez, no entendía por qué todos bebían del mismo tazón que se encontraba en una mesa de plástico en una esquina del lugar. Ya había visto a varios bebiendo de la cuchara de metal que están usando para servir esa desconocida bebida.

No, gracias.

Debo parecer ridículo parado en aquella esquina mientras miro mi reloj constantemente. Todo porque mi padre añadió una condición en el último momento, un desafío antes de salir. Estar aquí hasta la una de la mañana, y apenas si eran las once y media de la noche. ¿Qué clase de padre incita a su hijo a hacer algo como esto? En serio, en este momento estoy cuestionando sus métodos de crianza.

—¡¿Riley?! — mi intento de pasar desapercibido obviamente no tiene éxito. Roy se acerca a mí con una gran expresión incrédula —¡pensé que no vendrías!

—Sí... Tampoco yo. — contesto, me hace una mueca confundida y es entonces cuando me doy cuenta de que hablo sin tener en cuenta la fuerte música.

No entiendo cómo no habían echado ya de esta casa a la supuesta dueña que organizo esto. Es un complejo de apartamentos algo viejo, y aunque es el más alejado de todos, yo perfectamente me encargaría de recolectar las firmas para echarla si fuera su vecino.

—¡Vamos, te daré algo de beber! — Roy me jala del brazo e intento seguirlo con todas las fuerzas que tengo.

Me molesta un poco la multitud. No es que sea asocial, o al menos no del todo. Encasillarme en una enfermedad mental es peligroso, eso solía decir papá sobre manejar mal la información que nos presentaban los medios. A veces mencionaba que había varias enfermedades que tenían su origen en lo más profundo de la mente, algo interesante, pero aún no confirmado.

Sin darme cuenta, un vaso rojo se posa en mi mano derecha, pero no por obra de magia, sino por obra de Roy. El moreno me mira con entusiasmo, esperando que beba, y yo... yo miro aquel líquido azul como si pudiera ver toda la colonia de bacterias que contiene. ¿Alguien aquí sabrá que pueden contraer enfermedades de esta manera?

—¡Bébela, amigo! — vuelve a incitarme.

Las palabras de mi padre vuelven a mí y es entonces que caigo en cuenta de que nunca he bebido alcohol o algo parecido. Nunca vi la necesidad de ello. Así que, ignorando todas las normas de salud básica, me bebo el contenido de un solo sorbo, dejando sorprendido a Roy. De inmediato, me arrepiento al sentir aquel ardor. Si en vez de experimentar "diversión" termino intoxicado, será toda culpa de mi querido padre.

—Amigo, más despacio, le había echado whisky.

—¡Whisky! — el ardor era tan insoportable que me hizo gritar y mi compañero... bueno, simplemente se rió de mí.

Después de otro trago más, el cual ingiero por pura presión social (que es prácticamente la razón por la cual evito convivir con adolescentes), el ambiente se vuelve un poco más ligero, pero no lo suficiente como para dejar de mirar el reloj constantemente. Por andar en esa tediosa tarea, pierdo de vista a mi único acompañante, el cual me había estado entreteniendo la última media hora, así que me dedico a buscarlo por toda la casa. Una vez en el segundo piso de ese lugar, la música se escucha mucho más lejana, pero los sonidos que se escuchan ahí son...

Creo que prefiero la música.

Mis comisuras se arrugan al igual que mi entrecejo mientras sorteo aquellas habitaciones, ignorando aquellos golpes de pieles ajenas. Me acerco a la última puerta que está medio abierta y, con la mala costumbre que tengo de esperar un poco antes de entrar, termino escuchando la conversación.

—Te toca, verdad Roy. — es la voz de una chica, de hecho, la reconozco, es una de nuestra aula. Aunque no tengo idea de cómo se llama.

Estoy a punto de entrar cuando algo que nunca había sentido me detiene. Algo como una punzada en el pecho, pero no del todo real.

—Ya dinos. ¿Estás saliendo con el rarito de Riley? — un chico pregunta y yo me quedo congelado detrás de la puerta.

Así que es así como me llaman... Otra cosa que tenía por segura era que los niños y adolescentes pueden llegar a ser muy crueles. Toda mi primaria fui molestado la mayor parte del tiempo; sorprendentemente, la secundaria no fue tan violenta como lo fueron aquellos niños de ocho años conmigo. Siempre supuse que era una forma que tenían las personas de gritarte que cambiaras o que les incomodabas. Sinceramente, por muchos golpes que haya recibido, ninguno me hizo cambiar de parecer.

—¿Riley? ¡No! ¿P-por qué piensan eso? — la temblorosa voz de Roy hasta parece delatar algo que efectivamente es falso, por lo que los demás ríen.

—Claro que sí, míralo se puso todo rojo. — acusan los demás.

—Solo soy más listo que ustedes, tarados. — el nerviosismo en la voz de Roy desaparece, dando paso al enojo, la emoción que nos vuelve sinceros —. Solo estoy con él porque es demasiado inteligente; gracias a él, no he suspendido ni una sola materia en los últimos tres años que lo conozco. Me da hasta sus deberes. Deberían tenerme envidia. — su tono algo pedante es como un insulto para mí. Pero de todas formas una pequeña sonrisa toma mi rostro.

¿Qué es esto que siento? ¿Decepción? Puede que un poco. ¿Tristeza? No lo creo. ¿Enojo? También un poco de eso.

Soy consciente de que no todo el mundo puede quererte; es algo que siempre he sabido por ley. Aunque este chico no era alguien que odiaba, me emocionaba hasta la idea graduarme con él. De alguna forma u otra, aquello se pudo haber considerado amistad. Por ello, decido dar media vuelta y largarme de allí lo antes posible antes de escuchar alguna otra verdad.

¿Por qué la verdad nos dolerá tanto?

Apenas logro salir de la casa, me quedo parado en la entrada como un completo tonto y nuevamente miro mi reloj. Solo faltan siete minutos para acabar con este martirio. Papá sabe lo cumplido que soy, aunque... me dijo que hasta la una de la mañana estando en este lugar, no necesariamente en la fiesta. Por lo que, aprovechando el vacío legal, empiezo a subir las escaleras hacia lo que supongo es algún balcón o terraza; de todas formas, necesito un poco de aire.

Abro la pequeña puerta de metal sin dificultad y de inmediato, el aire de la madrugada me golpea, haciendo que arrugue la nariz como si tuviera cinco años; menos mal que tengo mi chaleco de lana. Avanzo un poco por el lugar hasta situarme en la baranda, que es demasiado baja, hasta peligrosa, diría yo, por lo que me alejo un poco. Decido observar el lugar, perezosamente volteo hacia la derecha encontrándome con cajas vacías y basura de los residentes. Y cuando volteo a la izquierda...

—¿Qué rayos? — mi voz sale en un pequeño susurro.

Detrás de una jaula que guarda lo que supongo es la cabina eléctrica de los edificios, hay una persona, o, mejor dicho, una chica.

Parece casi una imagen digna de captar con un lienzo. Su vestido blanco y corto tiene pequeñas motas rojas, que al afinar un poco más la vista noto que son pequeñas fresas, al igual que su largo pelo negro ondea con el frío viento de una forma casi violenta. Antes de reparar en su calzado, me doy cuenta de por qué el viento golpea su figura de la forma en la que lo hace, haciendo que su vestido también baile con el frío aire.

Está de pie en el pequeño espacio de concreto que está frente al barandal de metal, muy cerca del vacío que se ve desde arriba al ser este un edificio de ocho pisos.

Mis pies avanzan por sí solos con la tembladera añadida que me hace ser más lento de lo normal. Veo cómo la chica se balancea como si aquello fuera un juego o una especie de danza a la luz de la luna, a la cual le falta música y carece de sentido.

Debo bajarla ya de ahí.

El tiempo de repente se siente más lento, y el de ella gira más rápido en cuanto veo que da un pequeño paso al frente. Camino aún más; a pesar de que la distancia sea corta, se siente como si fueran miles de kilómetros, como cuando intentas correr en tus sueños, simplemente no te sale. Los segundos empiezan a ser eternos cuando veo que se aproxima un poco más a su final, es entonces que un fuerte pitido suena, un pitido que hace que ella gire un poco su rostro hacia mí

La alarma que he puesto de la una de la mañana.

Y justo la chica da el último paso cuando se cerciora de que tiene compañía, afortunadamente ya la había tomado de su antebrazo, usando todo el peso de mi cuerpo para jalarla hacia mí. La combinación del sonido seco que provocamos al caer al suelo de concreto y mi alarma que aún suena parece ser la más catastrófica de todas; siento las palmas de mis manos arder, ya que las apoyé al caer.

En cuanto alzo la cabeza para ver a la chica, pasa lo impensable.

Se está arrastrando... arrastrando nuevamente hacia el barandal, sin importar en el proceso se haga daño en sus rodillas y manos al tener aquel vestido. Parece casi una necesidad inhumana aquellas acciones que la preceden. Intento salir lo más rápido que puedo de mi sorpresa y avanzo hacia ella.

Mi boca se abre, soltando todo el aire contenido, al presenciar aquella escena surrealista. La luna ilumina su rostro, mostrando una expresión perdida y distante. La alarma sigue sonando, creando una cacofonía que compite con el sonido de su vestido arrastrándose por el suelo. Mis ojos, llenos de desconcierto, siguen cada movimiento, tratando de entender qué fuerza la impulsa hacia el peligro inminente. Pero no hay tiempo para eso.

Mis acciones ahora parecen ir a la velocidad de la luz, porque cuando ella se apoya en el barandal para levantarse, me encuentro gateando como desquiciado hacia ella. La tomo de la cintura alejándola de allí con fuerza, y al estar de rodillas por el esfuerzo de llegar rápido, termino con mi cabeza apoyada en su espalda.

—¡Déjame! — su voz suena desgarradora, como la de una bruja de un mal cuento, como si le doliera mucho el hecho de gritar —¡Suéltame y lárgate! — sigue gritando, y yo aprieto aún más, como si mi única defensa ante aquello sea que mis brazos la envuelvan con tanta firmeza.

Siento ardor en la parte baja de mis muñecas, pero no es por el raspón posterior a la caída, es porque las uñas de esta desconocida empiezan a aferrarse a la poca piel que tengo descubierta. Al parecer, no es su único movimiento; me da un codazo en toda la frente que desestabiliza mi agarre, echándome hacia atrás. Demoro unos pocos segundos en recuperarme, solo para ver que se está volviendo a subir al barandal. Nuevamente me levanto y la jalo para alejarla hacia la puerta e irnos de una vez, pero no sé cómo es tan fuerte, siento tan bajita.

—¡Suéltame! — nuevamente un grito desgarrador que me estaba afectando de más, ahora escucho con claridad sus jadeos y sollozos de dolor, que no estoy seguro de si son solo meramente físicos.

La chica intenta zafarse con tanta fuerza e ímpetu que termina abrumándome. De repente, sin más ideas, me desplomo en el suelo con ella, quedando de rodillas y aun abrazándola con toda la fuerza que tengo, sin importar el daño. Solo no quiero que vuelva a arrastrarse hacia la acerada barra de metal roja que no cumple con su función. No quiero que se aleje, no quiero fallar.

Ambos estamos en el suelo, y sus sollozos ahora son la banda sonora de aquella terrible escena. Intento hablarle con calma, pero las palabras se me atascan en la garganta, y solo logro seguir apretándola con fuerza.

—¡Déjame sola, maldita sea! — en un intento desesperado de zafarse, se voltea quedando cara a cara, su oscuro y largo cabello ni siquiera deja divisar por completo su rostro.

—¡No! — es lo único que alcanzo a decir, y es entonces que noto las lágrimas en mi propio rostro, al sentir aquel sabor salado. Al hablar de forma descuidada algunas se habían colado por mi propia boca.

—¡Déjame! — se remueve como gusano, y yo solo aprieto más y más, esperando que todo acabe —. Por favor... — aquello parece más un lamento que una petición, y de repente me lastima el corazón percibir tanto dolor en una persona.

¿Qué te han hecho?

No sé cómo lo hace, pero logra sacar sus brazos de mi agarre y empieza a golpearme con vehemencia, pero soporto cada uno de ellos. De todas maneras, es como si la vida me hubiera entrenado para recibir golpes, solo que ahora me es de bastante utilidad. Ella grita, jadea, ruega, me empuja, se desespera y llora, pero no la suelto. No debo soltarla.

El forcejeo es un torbellino de emociones y movimientos desordenados. Cada intento de liberarse es respondido con una resistencia más firme de mi parte. Sus golpes, impulsados por la desesperación, caen sobre mí como una lluvia de desahogo.

Pasan los segundos, minutos, ¿horas? No tengo ni idea. La alarma de mi reloj dejó de sonar hace tiempo, y la chica en mis brazos empieza a sentirse más pesada que antes. Cada músculo en mi cuerpo clama por descanso, pero sigo sosteniéndola, aferrándome a la esperanza de que, eventualmente, el dolor que la consume ceda.

—Por favor... — musita nuevamente y es ahí donde parece rendirse, deja de golpearme para empezar a llorar.

No estoy seguro de que sea esto. Aún no he investigado mucho sobre el dolor humano, pero sinceramente solo me queda improvisar. Así que, más seguro de saber que no va a volver a intentar escalar la baranda, suavizo mi agarre y finalmente la abrazo como debe ser, dejando la desesperación atrás y dejando entrar la comprensión. Me doy cuenta de que estaba equivocado; la chica no había llorado hasta ahora, porque cuando la abrazo es que verdaderamente se convierte en el significado de esa palabra. Como puedo, le acaricio el pelo que resulta ser suave y liso. Le susurro muchas cosas de las que no estoy seguro si son correctas, pero que en algún momento fueron dichas en una especie de consuelo cuando tenía muchos años menos.

"Todo estará bien.

Estoy aquí para ti.

Llora todo lo que quieras, no estás haciendo nada malo.

Eres fuerte, valiente y valiosa."

Con cada una de ellas parece relajarse aún más. Después de un rato, se queda tan quieta que empiezo a pensar que se ha dormido, pero en realidad sigue allí, solo que más calmada, lo se por la forma en la que nuestras respiraciones parecen encontrar una armonía. No voy a mentir, no siento ni las piernas por la incómoda posición en la que estoy, y doy gracias al cielo cuando ella hace el amago de levantarse.

Una vez de pie, imito su acción y observo su rostro hinchado por culpa de las lágrimas y todo el estímulo que han tenido sus glándulas al llorar. Al estar frente a frente, por primera vez conectamos miradas. No digo nada al reconocerla; en cambio, me ofrezco a llevarla a su casa, a lo que la chica no dice nada, solo empieza a caminar hacia la salida.

La acompaño de manera silenciosa, aunque tenga mil preguntas, sé que no es el momento. Por lo que me quedo callado y simplemente la sigo a lo que parece una parada de autobuses. Sé que hay una línea nocturna, que debe ser la que espera. La miro una vez más con todo su vestido sucio y su cuerpo lleno de heridas que en parte son mi culpa. ¿Fui demasiado bruto?

Debe tener frío.

En un intento de sanar su dolor, me quito el chaleco de lana azulado y se lo ofrezco esperando que se lo ponga. La chica mira la prenda teniendo todas sus facciones eternamente relajadas y luego sus ojos azules se dirigen a mi cara con la expresión más neutra que he visto en mi vida. Tras unos segundos, voltea a ver a otro lado, por lo que me imagino que lo ha rechazado de forma silenciosa. Sin más, me termino poniendo mi chaleco algo preocupado. Al rato, un autobús vacío termina llegando y la chica sube sin decir palabra. Ya no puedo mirarla a la cara, por lo que dirijo la mirada hacia abajo, encontrándome accidentalmente con aquellos tenis amarillentos que tanto critico en mi cabeza cuando la veo pasar.

Es imposible no observar como se aleja perdiéndose de mi vista, con cierta incertidumbre de lo que acaba de pasar. pienso en muchas cosas. ¿Qué hice? es una de ellas; es como si de repente hubiera estado en automático. ¿Hice bien o hice mal? La realidad es que no lo se.

Suspiro cansado ante la situación y emprendo mi camino a casa, empezando a elaborar una excusa que explique mi estado. Y tal vez intento hacerlo para evitar pensar en el hecho de que, a partir de hoy, prácticamente ella y yo no podemos seguir fingiendo que no nos conocemos.

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