La conexión que dos personas comparten siempre será algo difícil de explicar. En cómo las miradas hablan, tu cabeza gira inconscientemente hacia esa persona y sus ojos se conectan por mera casualidad, o al menos así se cree, ya que la mayoría de las veces es así. Pero en un mundo de tantas posibilidades, una de esas miradas puede abrir mil puertas al corazón, que solo busca ser comprendido y aceptado.

Ellos dos tenían esa especie de conexión efímera que decidían ignorar. Ambos sabían que estaban el uno alrededor del otro, pero ni siquiera cruzaban una palabra, suponiendo que su presencia lejana debía ser suficiente. Ambos sabían muy bien cómo era el otro, o al menos lo que podían observar. Él sabía lo impuntual que era ella, ya que siempre llegaba tarde a clases; lo mal que llevaba el uniforme y lo mucho que dormía entre la primera y segunda hora de clase, asegurándose de nunca ser atrapada. Ella, por otro lado, sabía lo aplicado que él era, un poco arrogante, lo bien que llevaba el uniforme y lo mucho que parecía importarle su futuro.

Ninguno de los dos creía en el destino, él por querer proclamarse un hombre de razón y ciencia, y ella porque ya había visto lo suficiente como para considerar aquella fantasía. Pero irónicamente, lo de ellos pareció darse de esa manera. Aquella sucesión inevitable de acontecimientos de los que ninguno pudo escapar.

Solo eran dos extraños que ya se conocían, en una noche que ninguno pidió, donde una decisión los atormentaría para siempre. De todas formas, ¿qué tenía que ver aquel aplicado y centrado joven con la chica que prefería saltarse sus clases y apostarle ciegamente al futuro? Absolutamente nada.