𝟓
𝐔𝐧𝐚 𝐛𝐥𝐚𝐧𝐜𝐚 𝐦𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫𝐚, 𝐮𝐧 𝐛𝐥𝐚𝐧𝐜𝐨 𝐬𝐞𝐜𝐫𝐞𝐭𝐨
Siempre preferí relacionarme con adultos por el criterio de la experiencia; de todas formas, los sabios siempre habían contado con ella. Llevaba tiempo, sudor, anécdotas, acciones. Todo para llegar a un pensamiento, idea, algo que desencadenara una verdad. Por ello, siempre solía prestar tanta atención cuando los adultos hablaban. La familia a veces puede ser algo molesta, pero antes de aquella pequeña separación que tuvieron mis padres con el resto de la familia, recuerdo lo que mi tío mencionó una vez: la teoría de los hijos únicos. Donde un niño sería egocéntrico, manipulador y probablemente le iría mal en la vida. Casi les rogaron a mis padres tener otro hijo para no arruinar al "pequeño Riley", pero claro, eso fue en vano. Mis padres solo querían un hijo y les guste o no, había sido yo. Pero ahora más que nunca aquella teoría tomaba más forma en mi pequeño mundo.
El echo del egocentrismo, de querer todo en el momento me estaba pesando más de lo normal, al descubrir estos recientes pensamientos existenciales que me arrancaban las ganas de seguir con mi rutina de siempre y me dejaban horas y horas pensando en miles de sucesos o palabras que había escuchado a lo largo de mi vida. Y entre toda esa mezcla de ideas y pasados acontecimientos, persistía aquel viernes del mes pasado, donde de alguna forma había tenido un acercamiento por simple voluntad, no tenía nada que ver con algo escolar o siquiera algún otro interés. No había razón por mucho que lo buscara, y es por eso que me había arrepentido tanto.
No le pedí su número, nada. No podía contactarla, al final de cuentas solo nos unía la escuela y de alguna forma aquello me quemaba las entrañas. Era vergonzoso como ni siquiera podía pensar en mi desliz de no abrir la boca para pedirle su contacto. Un horrible gruñido salía de mi garganta cuando lo recordaba, como en este momento, solo que olvido por completo dónde estoy.
—¿Y eso? ¿Te pasa algo, hijo? — mi padre deja de leer aquel periódico, dejándolo en la mesa. Cuatro pares de ojos están sobre mí ahora, si contamos a mi madre, que también parece verme con extrañeza.
—No es nada. — intento que aquellas ideas se escapen negando con la cabeza, pero estoy subestimando a mis padres.
—Hijo, ya han pasado dos semanas desde que saliste de vacaciones. No te he visto estudiar o ver los documentales que tanto te gustan. ¿Algo pasa? — mi padre vuelve a intervenir.
Y es que, estoy actuando extraño. Normalmente aprovecho al máximo mis vacaciones para enfocarme más en mis estudios y salir con mis padres. No he hecho ninguna de las dos, por un lado puedo entender su preocupación. Pero aunque quiera, siento que no puedo mencionar a Eva, no parece correcto, pero al mismo tiempo sería más sencillo hacerlo y así poder ir a buscarla sin levantar sospechas. Intercalo la mirada entre mis padres y mi plato con huevos revueltos, mientras ideo la forma de poder lograr enmendar mi error de hace dos semanas.
—He pensado mucho en lo que dijiste, papá, lo de encontrar momentos de diversión. — Me siento fatal por mentir, pero la situación me empuja a hacerlo. El gesto de mi papá se relaja, dejando paso a una complacencia que mi madre no parece compartir —. Roy me ha llamado para salir y esas cosas, pero no lo sé. No creo que deba...
—¿Y eso te tiene gruñendo a cada rato como un oso pardo? — Mi madre intercede, levantando una ceja en duda, como desconfiando de mis palabras —. No es la primera vez que te oigo.
Error mío. La floristería no va del todo bien en octubre, por lo que ella vuelve más temprano a casa. Supongo que habrá escuchado mis monólogos internos que pasan a ser externos, donde recuerdo el suceso y me enojo conmigo una vez más.
—Solo es frustración de todo lo que viene. El último año, graduación, carrera... — Esta vez no miento, por lo que finalmente parece ceder y vuelve a comer de su desayuno.
—Entonces deberías salir un poco con tu amigo. — Sugiere mi padre.
—¿Debería?
El hombre da su permiso asintiendo con vehemencia, casi hasta más contento que yo. Por otro lado, mi madre suelta un suspiro ante la actitud de mi padre. Ella sí está más que a gusto con que sea un ermitaño asocial. Sinceramente, yo también, pero este caso es diferente. No me la pasaré de arriba a abajo con Roy, solo investigaré algunas cosas para estar más tranquilo y sacar a pasear aquel monstruo insensible que se aprovecha de mi pobre presente. Debo ser inteligente, razonar y disipar la situación. Actúo así porque siento curiosidad de aquel encuentro con poca habla, siento curiosidad por su hermano, o por ella en sí. Son varios aspectos que una vez sepa, será muy fácil olvidarlo.
Acabo mi desayuno más rápido de lo normal, con el único objetivo de ir a vestirme con algo decente. No puedo evitar pensar que sería la primera vez que la vería sin uniforme, y ella a mí. ¿Quién sabe? No quiero dar malas impresiones. Cuando finalmente estoy listo, llego justo a tiempo para despedir a mis padres en el umbral de la puerta, mientras todos recogemos nuestros abrigos.
—¿Y eso? — Mi madre detiene mi paso después de mi despedida.
—¿Qué pasa? — Intento encontrar la razón de su mirada curiosa, que me escudriña de arriba a abajo. Al intentar encontrar alguna razón, termino haciendo lo mismo, pero solo veo mi atuendo, así que vuelvo mi mirada hacia ella.
—Es tu suéter de cena, hijo, el de ocasiones especiales. — Recuerda, y de repente me siento arrinconado.
Yo y el afán de etiquetar las cosas, de tener un orden, un porqué, cómo, cuándo. No es de extrañar que haga lo mismo con la ropa, catalogándola para ciertos momentos que menciono abiertamente con mis padres. Ese suéter fue uno de los primeros regalos de Navidad que recibí cuando llegamos a esta casa y nos establecimos permanentemente. Todo había sido tan rápido y un caos total que esa Navidad fue un recuerdo de que solo nos necesitábamos a nosotros. Es un suéter que fue comprado con el único fin de que me perdurara, ya que era como dos tallas más grande que la mía y su tela era delicada pero abrigadora. Sabía lo mucho que debieron gastar en él en época de crisis, así que lo denominé de esa manera.
—Es que hace frío. — Es cierto, pero igual mi madre ladea la cabeza en señal de duda.
No es hasta que mi padre palmea cariñosamente su hombro que ella aparta sus ojos marrones de mí y observa al hombre a su lado, que ya tiene la chaqueta puesta.
—Ya, linda, es solo ropa. No pasa nada. — Como siempre, él quita hierro al asunto y la apresura de forma indirecta para que salga —. Avisa si vas a llegar muy tarde, hijo.
—O mejor, no llegues tarde. — Mi madre reitera, aún preocupada, a lo que mi padre suelta una carcajada que solo la hace fruncir el ceño, marcando esas tres líneas en su frente.
—Solo avísanos, hijo.
Los tres salimos de casa con destinos totalmente diferentes, pero por un momento, aquella culpa que viene de la mano con todas las mentiras que he estado diciendo aparece, empujándome a ir con pasos apresurados junto a mi madre, que apenas me mira de reojo cuando me posiciono a su lado. La acompaño a la floristería con la idea de que la casa a la que tengo pensado ir no está muy lejos que digamos. No vengo muy seguido a ese lugar. Mi madre es alguien de campo; se conoció con mi padre mientras él hacía sus prácticas en el hospital de ese pueblo. Según me cuenta, era el lugar que nadie quería, por eso lo escogió. Supongo que debió tener sus razones, pero aquella fría noche mi madre acudió junto con mi abuelo a urgencias, donde solo un triste estudiante casi graduado pudo prestar servicio. A partir de ahí, todo fue historia, y luego vine yo.
El arte de mamá son las flores; tiene un talento especial para ello. No cualquiera logra hacer florecer esas bellezas, pero ella lo consigue. Terminamos en la ciudad únicamente por papá, ya que siempre se dice que mamá añora los grandes paisajes de su pueblo natal como nadie, y que ahora ver esas luces artificiales a veces le da tristeza. Sin embargo, el amor que tiene con papá debe ser más que suficiente para esperar a ver nuevamente las estrellas de las que tanto habla. Por ahora, ella vive un poco de su arte. No puedo evitar dar un último vistazo a la fachada de la tienda de mamá, donde un gran letrero que ella misma diseñó se alza a la vista de todos. Una sonrisa se me dibuja casi de forma involuntaria.
¿Qué hubiera pasado si mi padre no se hubiera ofrecido para hacer sus prácticas en ese lugar? ¿Le hubiera tocado a otro estudiante?
Este reciente existencialismo me hace sacudir la cabeza con cierta molestia. No sé muy bien de dónde viene, pero no deja de atropellarme con toda esa nostalgia e incertidumbre en momentos pequeños como este. Me alejo de allí para encontrar las viejas vías del tren que una vez juré nunca cruzar. A pesar de hacerlo solo esta vez, no puedo evitar sentirme ciertamente asustado. Aunque el ambiente sea sereno y el suave aire del otoño se torne un poco frío, aprieto un poco mis manos. No hay muchos árboles por la zona para poder apreciar los colores de la estación, pero no hay necesidad.
Conforme me acerco a su calle, empiezo a sentir que esto es una mala idea. No tengo ni siquiera imaginación para pensar cómo reaccionará. La última vez no mostró ser muy expresiva, de hecho, nunca parece serlo. En la escuela mantiene esa lúgubre expresión todo el rato, y la vez de la terraza... Ni siquiera quiero que eso cuente.
Cerca de su calle, algunos árboles dejan caer sus hojas anaranjadas, haciendo que crujan bajo mis zapatos de charol. No pasa mucho tiempo antes de que vea la fachada de aquella casa en las luces de la plena tarde. Verla desde afuera es ciertamente extraño; es la segunda vez que vengo y no sé qué necesidad hay para poner aquellas altas rejas o que todo sea de metal, como puertas y ventanas, como si quisiera dar la apariencia de ser impenetrable. Me acerco algo dudoso, pensando si simplemente tocar o gritar su nombre, que solo me he atrevido a pensar pero no a decir. Suelto aire por mi nariz de forma violenta, alejándome un poco de la reja negra de la entrada, y una vez más observo la casa desde lejos. No parece haber ni una sola luz encendida, pero sigo detallando las dos tristes ventanas cubiertas con aquellas cortinas desgastadas que vi la última vez. No parece haber nadie.
Quizás viajaron o salieron a comer.
Lo tomo como una pequeña señal para no seguir insistiendo y me alejo un poco más, dejando las manos en los bolsillos de mi fino abrigo, solo viendo la casa sin hacer absolutamente nada.
¿En serio estás haciendo eso?
Ante mi propio regaño, simplemente suelto un bufido impotente antes de girar mi cabeza a la izquierda, quedando de inmediato algo quieto y tenso al ver a otra persona allí, que parece haberme visto todo el rato. Es una mujer que permanece recta en su lugar. Parecía tener muy buena postura a pesar de llevar aquellos altos tacones de punta negros, que usaba junto a una simple falda que le llegaba más abajo de la rodilla, pero que dejaba a la vista parte de sus medias transparentes. Lo más llamativo sin duda era aquella chaqueta que parecía ser de cuero, color marrón claro con detalles felpudos en las mangas y parte del cuello, claro que su cabello rubio tampoco se queda atrás, ondeando un poco con la brisa del otoño. Aun después de detallarla sigue allí de pie, quieta mientras sostiene de forma elegante un bolso en su antebrazo derecho. Con el pasar de los segundos, empiezo a dudar si me está viendo a mí o si quiere algo de mí. Aquello deja de ser duda en cuanto empieza a caminar con aquella perfecta postura, pero se detiene de repente. No entiendo nada, hasta que saca un teléfono de su bolso de mano y no sin antes echarme una última mirada desde la lejanía, lo contesta dándome la espalda. Aprovecho aquello para huir de forma lamentable, ya que aquella señora parecía ser indefensa, pero de cierta manera me siento incómodo por la terrible decepción que me acecha.
Ella no está en casa. O al menos eso parece.
No entiendo cuál es mi necesidad de averiguar todo esto, cuando perfectamente podría estar haciendo otras cosas mucho más importantes. Aún me faltan capítulos enteros que leer sobre anatomía, neurología, revistas científicas por revisar, bibliotecas que visitar, pero al parecer a mi cerebro le da un gran bloqueo egoísta cuando se trata del tema de la chica de la terraza y todo el existencialismo que vino con ella. Casi puedo empezar a creer en aquellas historias sobre embrujos; quizás ella me lo hizo a mí, y por eso fue que mientras estuve pensando en todo eso, mis pies llegaron a aquella pequeña tienda que parece ser la única con un letrero luminoso encendido en plena tarde.
Ahora parece que ni siquiera tengo control de mi cuerpo.
—¡Oye!
Mis ojos dejan de analizar el pequeño lugar en cuanto siento cómo soy jalado del cuello hacia abajo con brusquedad. Es imposible no sentir dolor ante aquel tosco movimiento seguido de una muy dolorosa fricción en mi cuero cabelludo que me hace jadear y empujar a la otra persona que solo ríe con gusto antes de soltarme.
—Ya sabía yo que eras tú. ¡Hombre, cuánto tiempo! —golpea mi hombro de la misma manera en la que me agarró, por lo que me trago un jadeo por pura dignidad. Un niño acaba de hacerme eso —¿Cómo has estado?
—Bien, bien...— musito alejándome un poco.
Tal y como lo recordaba, ahí estaba el enérgico chico, esta vez lleva unas simples bermudas verde militar junto con una gigante camiseta con estampado y sandalias marrones. Parece estar todo sudado, pero aquella gran sonrisa no lo abandonaba; casi resulta contagiosa.
—¿Qué te trae por estos lados del charco? — su voz es fuerte, alegre y algo ronca, pero no varonil; supongo que esta en esa transición adolescente donde los gallitos eran el pan de cada día. Pero tengo que preocuparme más por lo que responderé a su pregunta.
—Yo... — me quedo en blanco, la única razón que se me ocurre es la verdad. Si digo que vivo aquí, se lo dirá a su hermana y quedaré como un gran mentiroso, por lo que decido apelar a la honestidad —. Buscaba a tu hermana.
—Aaah, claro. Ya decía yo que no venías por mí. — mis ojos se abren un poco ante el pensamiento de que lo he herido, pero nuevamente suelta una carcajada —. Era broma, qué serio eres, hombrecito. — pasa por mi lado palmeando mi hombro con fuerza, antes de sentarse frente a aquel viejo árbol que ahora carece de flores —. Está en la casa de mi abuela, con papá. — informa, con un gesto de su mano me indica que me acerque, algo lento, termino haciéndolo, mientras acomodo mi abrigo mirando hacia todos lados. La honestidad puede resultar difícil.
—¿Y tú por qué no fuiste a ver a tu abuela? — en un intento de desviar mi propia vergüenza por haber preguntado por su hermana, me situo a su lado, evitando ver su perfil.
—Para evitar problemas. — nuevamente esa carcajada exagerada, pero que parecía ser genuina. No puedo evitar fruncir el ceño con confusión al verlo de reojo. Se explica —. No todos son capaces de hablar conmigo o escucharme. Cuando voy de visita, hago enojar a nana. Ya está de edad, así que mi padre prefiere que no vaya.
Me resulta algo triste la situación, pero a él parece no importarle. Es más, le hace gracia. Mi padre nunca me haría eso por más que mi abuela se enojara conmigo, por lo que veo casi imposible que eso suceda, pero le está pasando a este niño.
—¿Entonces tienes prohibido verla?
—Solo hasta que se muera. — mis ojos se abren con horror, y al verme, deja de reír y hace una mueca de arrepentimiento —. Era broma, perdona... Ya te digo yo, es difícil hablar conmigo. — esta vez no hay carcajada, solo un suspiro bajo mientras baja la cabeza y fija su vista entre los dedos de sus pies.
—¿Y no la extrañas? — no es mi intención ser cruel, pero la pregunta se posa en mi boca, saliendo de ella de forma imprudente, pero antes de arrepentirme, el niño responde.
—Todos los días. — no hay dudas en sus palabras.
Por una parte, lo entiendo. Las festividades hace unos años atrás eran como un viaje en tren con varias paradas. La familia de papá es más numerosa, por lo que la casa de mis abuelos maternos era la última parada. Actualmente, era la única que había. Nadie pensó que nos alejaríamos tanto de la familia de papá, pero sucedió. Ahora ni siquiera sabía qué era de mi abuela Genevieve, la mujer que se arreglaba todos los días sin falta, porque decía que podría ser el último, que siempre me esperaba con una taza de chocolate caliente frente a la chimenea de su sala, donde los regalos estaban apilados en grandes montañas, o siquiera si mi abuelo Julian seguiría con la vieja maña de beber el café frío pero pedirlo caliente, o si seguía separando la sección de niños del periódico y apilándola para regalárnosla la primera noche de nuestra visita.
—Lamento eso...— mi mano tímida sale de los bolsillos de mi abrigo y va hacia la espalda encorvada del niño, que aún no alza la mirada. Pensar en aquel cambio repentino de humor me revuelve un poco el corazón.
—Antes no era así. — menciona de repente, interrumpiendo la otra pregunta que quiere salir de mi boca —. Antes ella se reía de lo que decía, y me enseñaba una mala palabra cada vez que nos veíamos. — su espalda se endereza un poco cuando levanta nuevamente la mirada hacia el frente, aún con mi mano dando una sutil caricia —. Decía que tendría voz de locutor, como esos presentadores de la televisión. Pero la demencia hizo que ya no me reconociera... — a pesar de su tono decaído, no veía aquello en su expresión, de hecho, parecía sonreír —. Así que sí, la extraño, pero cuando me ve es como ver a una desconocida. Ya no tiene sentido, es mejor así.
Mi mano se aleja de él con aquel último comentario, solo con el único motivo de mi impresión. Ahora que estoy a poco de cumplir dieciocho, ciertos aspectos de la vida se han remarcado, pero al parecer no son nada comparados con los de este niño, que parece ser tan maduro y cargar con tantas cosas a la vez, que simplemente me siento distante de mi propia realidad. A esa edad recuerdo ni siquiera haberme preocupado o pensado algo así, haber razonado por un bien mayor o tomado una decisión sin rechistar. Frente a mí no había solo un niño, había un chico que había madurado mucho antes de lo previsto.
—Ella debe recordarte. No es otra persona. Solo está enferma. — mi voz suena suave y aunque no me ve, asiente con la cabeza mientras entrelaza sus dedos con pereza —. Estoy seguro de que también te extraña, solo que no puede decírtelo, tal vez por eso pierde el control cuando te ve.
—No lo había pensado así. — razona haciendo un gracioso puchero que delata su presente niñez. Una pequeña sonrisa vuelve a su rostro antes de por fin conectar su mirada con la mía. — Este es el teléfono de Eva. — de su bolsillo saca aquel aparato de teclas, el cual parece estar algo viejo — Es de segunda, no tiene ni los juegos de los que tanto habla todo el mundo. Le sirve solo para llamadas. ¿Pero eso te basta, no?
—¿Por qué lo tienes tú? — ignoro que alza muchas veces sus cejas al hacer aquella pregunta.
—Pues yo no tengo, me lo presta para que pueda llamarla al de papá. — explica con obvia rapidez.
El niño recita los dígitos de aquel número con lentitud, mientras yo lo anoto en mi teléfono. Al verlo, él no deja su expresión de sorpresa, me lo arrebata de las manos casi con la rapidez de un ladrón, no para de decir que soy millonario, cuando en realidad mi padre lo compró ahorrando un poco de su sueldo para que pudiera tener uno de los últimos que habían salido. Después de que su impresión pasa un poco, me da el número completo, advirtiendo nuevamente que el teléfono solo recibe y da llamadas. No puedo evitar quedarme y acompañarlo un rato. La nostalgia me exige que lo haga, hasta me atrevo a comprar dos de aquellos venenos fríos que tanto evito, usando nuevamente la excusa del momento para comerlo con todo el gusto del mundo junto al pequeño que me agradece, prometiendo que mantendrá el secreto de que "soy rico" a salvo de su hermana. Lo niego todas las veces, pero es inútil, empieza a llamarme "el chico de oro" entre cada conversación que tenemos, la mayoría sobre su escuela y lo tarde que siempre lo recoge su hermana.
Eran tantas las veces que acordaron hacer una pequeña apuesta; tenían que ahorrar solo para eso. Si ella llegaba tarde, compraba los helados, y si él hacía algo malo, él los compraba. Supongo que era una pequeña tradición. Sobre su familia, parecía no querer hablar, pero me dio una ligera impresión de sus padres. En cuanto a su papá, pareció describirlo como la viva imagen masculina de Eva, con el cabello oscuro en un corte militar y aquellos ojos de un intenso azul que él parecía envidiar. Lo describió como frío, algo burlón, enojón y callado. En cuanto llegó a su madre, me pareció ciertamente familiar.
—Y siempre tiene su feo abrigo de piel, le costó una fortuna. Eva dice que lo tiene desde joven. Lo cuida más de lo que nos pudo cuidar a nosotros dos. — se queja con aquella voz llena de impotencia, pero a la vez se lame los dedos con restos de dulce. Aunque me asqueo un poco, decido preguntar.
—¿Un abrigo marrón con felpa en todos lados?
—¿Eres rico y adivino? — deja su tarea de llenarse toda la mano de saliva para mirarme con los ojos tan abiertos que parece la expresión de una caricatura de televisión.
—Creo que ya conocí a tu madre. — razono por lo bajo, pero me escucha.
—Pues qué mala suerte. — suelta con total sinceridad, y no entiendo por que —. Ruega a Dios para que no te reconozca después. — nuevamente aquellas palmadas en el hombro que no dejan de ser toscas, pero al parecer, después de nuestra conversación, mi hombro termina acostumbrándose, cediendo al dolor para hacerlo nulo.
El sol empieza a bajar, marcando mucho los colores cálidos del otoño. El viento hace de las suyas, haciendo que nos levantemos. Por un momento, me pregunto si el niño no tiene frío, pero parece de lo más a gusto con el clima. Ni siquiera intenta esconder sus manos en sus ropajes o siquiera le tiembla algún lado de su cuerpo, por lo que me guardo el habla. Al final, me termina avisando que su hermana vuelve pasado mañana, por lo que, en silencio, caminamos hasta su casa. Esta vez se ven algunas luces encendidas. El chico me aconseja que corra antes de que alguien me vea. Aunque lo dice riendo, parece ir en serio por la forma en la que me empuja casi apresurado, mientras voltea la cabeza hacia su hogar, como asegurándose de que realmente nadie me vea. Me despido de él con un gesto de mi mano desde la lejanía. Él no hace ninguno, pero no lo necesito para saber que ha disfrutado de mi compañía.
Al volver a casa, no puedo hacer otra cosa que mirar la pequeña pantalla de mi celular, que mantiene en ella aquel contacto reciente que tendré que llamar en dos días sin alguna razón válida para mí. La especie de secretismo que nace entre mi persona y los hermanos me toma por sorpresa, pero de cierta manera no me molesta, solo lo siento como algo nuevo, algo que solo nos compete a nosotros tres. Y por primera vez, evito pensar en darle una razón, un porqué, un todo. Simplemente me dejo llevar un poco.
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