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𝟒

𝐋𝐚 𝐭𝐞𝐫𝐜𝐞𝐫𝐚 𝐫𝐮𝐞𝐝𝐚 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐝𝐨𝐬 𝐡𝐞𝐫𝐦𝐚𝐧𝐨𝐬

Hacer lo que quieres o hacer lo que debes. La respuesta siempre había sido clara para mí. Desde pequeño, tuve ciertas pautas claras que yo mismo me encargué de formar y hacer parte de mi persona. Por mucho que quisiera, por ejemplo, abusar de esas chatarras que tanto ofrecían en las cafeterías y fiestas, nunca lo hacía, porque sabía lo dañino que sería para mi cuerpo. Por ello, aprendí que si quería evitar algo, debía negarlo, decir que no me gustaba o no era para mí, así nadie insistiría más, a pesar de que en secreto lo deseara demasiado, de que su olor y colores me cautivaran.

Siempre he sido alguien que piensa con un claro objetivo de hacer lo más factible, lo cual se traduce en errores casi nulos, por no decir ninguno. La toma de decisiones es lo que hace a una persona un buen líder, alguien centrado, alguien que puede alcanzar el éxito. Por ello, ayer me aseguré de dejar atrás todo el tema del existencialismo de Riley y mi curiosidad intrusiva. Pero ahora parece que el mismo universo me envía una señal, a pesar de toda mi fuerza de convicción. Aunque claro, yo no creo en nada que tenga que ver con cuestiones de manifestación universal y horóscopos baratos, así que esto debe ser una absurda coincidencia, una de esas pruebas que te pone la vida.

—¿Qué has dicho? — A pesar de que he estado callado más tiempo del que me gustaría delante de la chica con la cual llevo toda la semana casi obsesionado, me aseguro una vez más.

—¿Quieres venir a mi casa?

Y nuevamente lo dice como si nada, sin expresión relevante, como si me estuviera diciendo la hora en vez de invitarme a su lugar de descanso. Parece esperar pacientemente mi respuesta, de pie frente a mí de una forma tan relajada que solo me inquieta más. Su corta coleta, igual a como la recordaba, desordenada y bien acomodada tras su espalda, al igual que su flequillo que se mantiene en su frente, reposando un poco de lado, dándome un vistazo perfecto de sus cejas que se mantienen en su lugar sin darme alguna pista de qué quiere realmente con esa pregunta. Y luego están aquellos ojos azulados que me miran fijamente, casi dándole el mismo aspecto que el de una muñeca de porcelana, solo que aquellas viejas heridas de las cuales yo fui testigo de cómo surgieron ya están a punto de desaparecer.

—¿Por qué me invitas a tu casa?

Responder a una pregunta con otra pregunta, un clásico que despista al enemigo y que usualmente uso en las reuniones a las que voy con papá. Nunca falla.

—Pues, pensé que querrías. Te vi siguiéndome ayer, pero luego te perdí de vista.

Las alarmas suenan en mi cabeza como si ese comentario fuera el pequeño incipiente que acabaría por crear un gigantesco incendio en todas mis neuronas, que intentan disimular la vergüenza que me ataca y rápidamente siento escalar por mis orejas hasta acabar en mis mejillas para convertirse en un rojo vivo que ni siquiera inmuta a la chica frente a mí.

—Y-yo...— ¿En serio estoy tartamudeando? —. No era mi intención, yo solo...

¿Estaba siguiéndote como un acosador?

¿Estaba intentando resolver mis dudas enfermizas sobre ti?

¿Estaba... qué exactamente?

—No hay problema, si quieres te llevo. — nuevamente aquella voz inerte y baja.

No parecía siquiera estar juzgándome, o riéndose de la bochornosa actitud que estoy teniendo solo por esa pregunta que para ella no parece significar nada. Ante su espera, no me queda otra opción que sopesar los pros y contras rápidamente en mi cabeza. Se supone que iba a olvidar esto; que ella haya echo eso el sábado no es mi problema y tampoco lo es si lo intenta hacer otra vez... Aunque... si averiguo un poco más, la intriga puede cesar y allí sí estaría mucho más tranquilo y podría olvidar toda esta situación de una vez por todas. Por lo que evitando soltar un suspiro, respondo.

—Está bien.

...

El sonido de nuestros pasos contra el suelo de concreto gris, eso y el sonido de los autos y alguna que otra persona pasando, es lo único que se escucha en aquel recorrido. Ni una sola vez hace el amago de voltear para asegurarse de que sigo allí o si quiera preguntar algo. Claro que yo tampoco lo hago, pero se supone que la invitación ha sido de ella, no mía, así que la cortesía debería venir de su parte. Pero al parecer, no lo sabe, porque efectivamente sigue como si nada. Después de casi media hora de caminata, empiezo a pensar en cómo hace este recorrido todos los cinco días de la semana, pero supongo que ya se le ha hecho costumbre. No tengo mucho tiempo para pensar en ello cuando la cuerda de mi responsabilidad moral se presenta en aquellos rieles que marcan el paso a seguir para resolver el enigma de Eva.

"Los barrios que cruzan los viejos rieles son los más peligrosos de la ciudad, nunca vayas, Riley".

Hoy he roto muchas reglas, en realidad, toda la semana lo he hecho. He sobrepasado mis límites de mentiras y hoy lo haré nuevamente sin ningún tipo de remordimiento, ya que mis padres creen que estoy con mi supuesto amigo en una cafetería totalmente segura, libre de delincuencia, no justo aquí... En el lugar al que tanto me advirtieron que no vaya.

Supongo que es su culpa por inscribirme en una escuela pública.

—¿No vienes?

Mi cabeza se alza, desviando la vista de aquel viejo y oxidado metal para encontrar la figura delgada y baja de la chica, que por primera vez ha volteado a verme desde que emprendimos nuestro camino. Su rostro sigue imparcial mientras me observa, casi siento que su mirada azulada me empuja a cruzar esos rieles, porque de repente aquello parece una decisión demasiado importante, más de lo que siquiera yo estoy consciente. Es una especie de presentimiento que se instala de repente en mi pecho. Pero de igual forma, termino pasando mi pie derecho y luego el otro hasta estar nuevamente cerca de la chica, que de inmediato vuelve a andar en sumido silencio.

Mi familia siempre ha procurado protegerme de este tipo de lugares, y es que me han hablado tan mal de ellos que siento que en cualquier momento saldrá un tipo con capucha a apuñalarme y robarme todo lo que tengo en la mochila, que no es más que mi celular, un reproductor de música y mis libros. Por lo último sí lo lamentaría, la verdad. Pero por mucho que me tiemblen las piernas y mi cabeza se vuelva inquieta ante la sola idea de estar allí, la chica que camina a mi lado va como si en vez de pisar aquella tierra minada de piedras, basura y objetos cortopunzantes como el vidrio; fuera sobre un campo verde de flores. De lo más tranquila.

Intento apegarme a aquella calma que desprende para seguirla con decisión y no acobardarme a último momento. Cinco minutos después de doblar hacia la derecha, la calle de tierra se desvanece, las casas viejas que había en esa zona cambian por casas medianamente decentes que de hecho parecen tener un poco más de vida. Ahora el piso sí es de concreto, solo que en mal estado por todos esos hoyos que deben ser un infierno pasar en auto, y lo que más hay en aquel lugar son niños corriendo de un lado a otro mientras juegan.

Bueno, no parece tan malo.

Me mareo un poco por seguirle el paso a lo desconocido. Después de analizar todo lo que mis ojos ven, finalmente la pelinegra se detiene frente a una de las muchas casas, haciendo que nuevamente mis ojos parpadeen con sorpresa. El conjunto de rejas negras, desgastadas un poco por la oxidación, dan la bienvenida a un porche pequeño de piso de baldosa rojiza que está un poco lleno de hojas y alguna que otra chatarra que no identifico. Nunca había visto una casa con rejas, bueno, no así... parece más una mala ironía de una casa que en realidad es una cárcel.

En silencio, la chica saca unas llaves de su mochila, se acerca a la reja y con su mano izquierda parece jalar la puerta hacia ella, luego mete la llave para girarla, haciendo que tras dos pobres intentos, esta se abra.

"Ya. ¿Qué hago aquí?", me pregunto para mis adentros mientras espero a que ella entre y es entonces cuando la tembladera vuelve a mí. Observo el espacio y finalmente me encuentro con la puerta principal. Otra puerta de metal macizo, con estragos del tiempo a través de su pintura descascarada y desgastada de color negro, que ella abre una vez más, facilitando mi entrada a su casa.

—¿Y tus padres? —es la pregunta que tengo atorada en la garganta hace más de media hora. Al dejarla salir, siento algo de alivio, pero no mucho.

—No están, llegan hasta la noche.

Respira, Riley... respira. ¿Por qué tan nervioso? Cálmate un poco, hombre.

—¿Estás bien? —me cuesta entender que esa pregunta está dirigida hacia mí, pero ella me mira, así que asiento con la cabeza, dejando ir un "sí" que suena casi vacío—. ¿En serio? Es que estás un poco pálido.

—Sí, sí. Estoy bien.

Intentando ocultar el nuevo tono que toma mi rostro ante esa señalización, avanzo un poco por su casa. Las paredes blancas, un poco mal pintadas, casi me parecen un poco deprimentes. En algunos lugares, la pintura ha cedido, revelando fragmentos de ladrillo que desvío con la mirada. A pesar de eso, parece estar todo muy pulcro y limpio. Los muebles desgastados, curiosamente, están bien acomodados, y la luz que se filtra de aquellas cortinas verdosas da un aspecto no tan desmañado.

—Lamento no haberte invitado ayer, no sabía cómo estaría la casa. Por eso limpié todo y te invité hoy —aquella revelación me hace voltear a verla. Ya no lleva el chaleco de la escuela puesto, solo la camisa blanca debajo, al igual que se ha quitado sus zapatos, quedando solo con aquellas medias blancas asimétricas que siempre lleva.

—¿Limpiaste porque... sabías que vendría?

—Sí. —responde encogiendo los hombros, como si aquello no fuera relevante.

Entiendo que existen personas que no son como yo, que no piensan todo de manera tan meticulosa u obsesiva, pero me cuesta un poco tener ese tipo de personas frente a mí. Una idea como esa puede llegar a escandalizarme, pero ella simplemente es ella.

—¿Y por qué?

Ante mi pregunta, vuelve a repetir aquella acción, donde levanta sus hombros, y yo empiezo a entender aquella frase que mi padre repite al menos dos veces por semana: "las mujeres complicadas", y a esta no logro entenderla ni un pelo. Dejándome tirado en aquella sala carente de mucha luz, ella empieza a subir por las escaleras situadas al fondo del lugar, las cuales son de una madera bastante desgastada que cruje en cuanto pongo mis pies en los escalones. Pero nuevamente, ella sube confiando en que no se romperán, así que yo también termino confiando.

¿Qué hago aquí?

Ignoro un poco aquella pregunta que vuelve a aparecer en mi cabeza. El pasillo que se despliega frente a mí, flanqueado por cuatro puertas, hace que me pregunte qué habrá detrás de cada una de ellas. El sonido apagado de una gotera ocasionalmente resuena en el espacio, lo que debe darme una pista de que aquello es el baño, en cuanto pasamos por una puerta a la izquierda. Eva sigue en su camino, delatada por el crujido del suelo de madera, hasta llegar a la última habitación de aquel silencioso pasillo. Toma la perilla y la abre.

Es su habitación. Es. Su. Habitación.

El vergonzoso sonido de mi saliva pasando violentamente por mi garganta debe haber sido percibido, porque ella voltea en cuanto ve que ya no la sigo, que en realidad me he quedado plantado en la puerta mirando todo desde afuera como si aquello fuera prohibido. Eva me observa directo a los ojos y sin quitarme la vista de encima, se lanza a la cama que, sorprendentemente, es bastante grande.

—Entra —pide, y yo siento flaquear ante aquellos ojos inexpresivos.

Mi padre me advirtió de esto muchas veces, me lo dijo con pelos y señales, y no pensé que pasaría hasta dentro de unos siete años... ¡Espera! ¿En serio lo estoy considerando? No, no. Debo estar equivocado, debo estarlo. ¡Largo pensamiento extraño! Y aunque lo intente y me reprenda, no se va, porque todo lo que he escuchado de esta chica vuelve como una ráfaga a mi hemisferio frontal.

"Fácil, rabiosa, temperamental, rarita, sociópata".

—¿Hola?

¡Bueno, muévete ya que pareces raro! Vuelvo a reprenderme.

Mi cuerpo acata las órdenes de mis desordenados pensamientos y me encuentro severamente rígido en cuanto paso finalmente por el umbral; el sonido del piso con mis pasos no es para nada tranquilizador. Aquella pequeña habitación se compone de un desgastado tapiz de flores que cubre parte de las paredes; sus colores desvanecidos aún demuestran algo de encanto nostálgico. También hay cortinas en la ventana, que está abierta de par en par. Hay un pequeño escritorio a la izquierda de la cama con varios libros de la escuela, lapiceras y uno que otro marcador abiertos. Creo que me estoy pasando un poco con la fisgoneada, pero cuando volteo a verla, está acostada en su cama con los ojos fijos en un cuaderno. Aprovecho eso y me acerco más a la zona del escritorio.

Encima de aquel mueble de madera hay imágenes regadas por la pared. Unas son de bandas que ni siquiera reconozco y otras son de dibujos mal hechos que igualmente parecen exhibir con orgullo. Justo debajo de uno de ellos, hay una foto que llama mi atención. Es ella, pero con los rasgos un poco más aniñados, y a su lado, lo que parece ser un niño muy pequeño posando para aquella foto, con una sonrisa bastante tierna.

—¿Me acompañas?

Es imposible no pegar un grito del susto cuando de repente noto su voz a mi lado derecho. Por primera vez veo una expresión que no es imparcial. Sus oscuras cejas se alzan incrédulas y su boca alza secretamente una comisura como queriendo reír, solo que finalmente no lo hace, todo por el grito tan agudo que he soltado. Una vez más, siento el calor en mis mejillas. No sé si se puede morir de vergüenza, pero si es así, yo estoy cerca de ser el primero.

—¿A dónde? —inquiero ya más calmado. Y me sorprende estarle preguntando.

¿En serio, qué hago aquí?

—Tú solo dime sí o no —ni siquiera su voz me da una pista.

Aquellos ojos grandes parecen tener una gran pizca de inocencia que me incita a confiar. De repente, me encuentro hablando con un acertijo y no con una persona. Por eso, siempre he preferido entablar conversaciones con adultos, así todo es más sencillo. De igual forma y a pesar de mi secreto disgusto, le respondo.

—Sí.

Eva se coloca su uniforme nuevamente para salir a la calle. Veo que el reloj marca las dos de la tarde y yo sigo sin saber exactamente qué estoy haciendo. Ni siquiera hemos tocado el tema de los del edificio y ganas de hacerlo no me quedan, la verdad. Pero curiosamente, tampoco tengo ganas de irme. Sigo a aquella extraña chica hacia unas ocho cuadras de su casa, algo más lejos de lo que me gustaría, y entonces descubro que hemos llegado a una especie de escuela muy pequeña, que dudo que sea realmente un establecimiento escolar, pero tiene un gran letrero que lo indica.

—¿Qué hacemos aquí? —inquiero hacia ella, pero nuevamente no me responde, aunque no hace falta, porque tan pronto como hago la pregunta, una figura de al menos un metro cincuenta se acerca a nosotros corriendo.

—¡Otra vez tarde, cabezona insoportable! —el niño grita furioso ante la pelinegra, y entonces lo reconozco. Es el de la foto de antes, solo que un poco mas maduro, solo un poco.

—Sí, también me alegro de verte —le responde con la misma simpleza que me ha estado hablando a mí.

Es imposible no celebrar aquello, ya que si le habla asi a los demás, entonces el problema no es conmigo.

—¿Qué, no tienes corazón? ¡Eh! —le reclama en aquella voz que roza la pubertad, no debe tener más de once o doce años—. ¡Dejando a tu hermano menor esperando más de media hora! ¿Qué clase de hermana mayor eres? ¿Quién te contrató? ¡Te despido!

Mis ojos se abren al presenciar tal insolencia en cuanto el chico empuja a Eva haciendo que de dos pobres pasos hacia atrás y se va zapateando molesto, pero ella ni se inmuta, solo me da un vistazo rápido, como si quisiera asegurarse de que ahí sigo, y va detrás del niño que toma un camino totalmente distinto al que hemos venido.

A este punto acabaré en otra ciudad y ni cuenta me daré.

No se parecen en nada a primera estancia. Los ojos azules de Eva no pegan para nada con los ojos cafés del pequeño, al igual que la nariz fina y delicada de la chica no pega para nada con la pequeña curvatura que sí tiene su hermano. Son muy distintos físicamente y, al parecer, no solo eso.

—¿En serio harás la rabieta del helado? —y nuevamente descubro un nuevo tono en mi repertorio mental para mi carpeta llamada "humor de Eva", que secretamente he archivado en mi cabeza. La voz de la chica sale con completo cansancio; por primera vez, parece inconforme con algo.

Aunque claro que ya he escuchado esa misma voz en una situación mucho peor.

—Te lo mereces, ahora afloja el dinero, que no tengo todo el día. —el niño le sigue hablando de mala gana, sin perder su ceño fruncido y su postura defensiva. Eva suelta un bufido enojado y se aleja de nosotros. Es entonces cuando noto que hemos llegado a una pequeña tienda.

Parece que aquí acaba el barrio o algo así, porque no hay ninguna casa más allá de esta, solo naturaleza y un pequeño parque que, desde lejos, se nota lo abandonado que está. Justo a la izquierda de la tienda hay un gran árbol situado muy cerca de la acera, donde el niño está sentado en este mismo instante y me mira de forma fija.

—¿Y tú qué? ¿Por fin se consiguió novio? Si sirvió la rezadita que me eché por eso.

—¡¿Qué?! —respondo más alterado de lo que me hubiera gustado—. No, no soy... eso. Soy un compañero de su escuela.

—Ah —a pesar de su respuesta desinteresada, no deja de mirarme—. ¿Y tienes dinero?

—Ni lo intentes, Simon —la chica vuelve a hacer su entrada triunfal y esta vez trae su entrecejo igual de fruncido que su hermano anteriormente—. Vinimos del mismo hoyo, ni lo sueñes —parece amenazarlo, señalándolo con su dedo índice con cierto recelo, y luego vuelve su mirada a mí, relajando su rostro—. ¿Y tú de qué sabor quieres?

—¿Sabor?

—Pues de helado —como si fuera la cosa más obvia del mundo, el niño se entromete soltando una carcajada—. ¿A este de dónde lo sacaste? Parece el hijo entre un tonto y una tortuga.

—¡Simon!

Pero el regaño de su hermana no le cala ni un poco, por lo que sigue riendo por lo bajo.

—Yo... —evito rotundamente cualquier comida empaquetada, envasada o que contenga los avisos de salud. Pero claro, no puedo decir aquello, o no quiero —. Una de uva —la chica se da media vuelta y se va sin decir nada.

Si ya era considerado raro, ahora aún más. Soltando un sonoro suspiro, me voy a sentar al lado de aquel grosero niño que no deja de observarme con curiosidad.

—Soy Simon —se presenta inesperadamente con una sonrisa que ciertamente tiene su encanto; aún hay rastros de voz aniñada en él.

—Riley...

—Riley... —comenta pensativo—. Nah, nunca escuché de ti.

—Bueno, yo tampoco de ti.

El chico se ríe con simpleza y voltea a mirar al frente, mientras yo intento encontrar las razones por las que sigo aquí, observando un poco mejor mi espacio e intentando no caer en los pensamientos existenciales que tanto me inquietan estos días. Antes de que eso pase, Eva llega con tres paquetes fríos, le suelta uno delante de la cara del niño, que parece de lo más ilusionado.

—Es el último del mes —le advierte la chica antes de sentarse a mi lado y ofrecerme el mío.

Murmuro un gracias que pasa desapercibido, gracias a que el niño empieza a quejarse sobre el cambio de empaque de aquel dulce. Siento el frío entre mis dedos al sostener el paquete de colores morados, no puedo evitar leer un poco la envoltura. Nuevamente el dilema, si lo quiero, pero no debo. He estado siempre así y me ha ido bien. Pero no siempre tuve aquellos ojos que, cuando volteo ligeramente a mi izquierda, me observan directamente, como queriendo decirme que ha visto mi vacilación todo el rato con el dichoso helado. Intento no volver a conectar con su mirada antes de empezar a destapar aquel veneno sin mucha emoción y metermelo a la boca. Efectivamente delicioso, un veneno muy delicioso y adictivo.

A pesar de la incomodidad que siento al no relacionarme del todo con los dos, el dulce hace que esto se me haga más sencillo. Los hermanos empiezan a hablar sobre algo que contienen las envolturas de aquellas cosas saborizadas, es entonces que me piden la mía y observo una especie de calcomanía que viene dentro, la cual está claramente manchada, pero aquello ni siquiera les parece importante.

—¿Por qué crees que la gente se casa?

Aquella extraña pregunta me hace mirar hacia la izquierda, donde la chica termina su helado. ¿Qué espera que responda a aquello? ¿Acaso tiene el don de hacerme carcomer la cabeza?

—Por costumbre, claro. Qué más, si no. Solo los ricos conocen el amor.

Nada más y nada menos que el pequeño Simon responde aquello. Robándome toda posibilidad de responder aquello que había empezado a formular.

—Y si los ricos pierden su dinero, entonces... ¿Olvidarán el amor? — la chica razona, intercalando su mirada entre el helado y el cielo frente a nosotros, que parece estar mas despejado por estos lados de la ciudad.

—Carajo, pues sí que me la pusiste difícil... —el niño piensa seriamente aquella pregunta y yo sigo igual de sombrado porque su hermana ni siquiera lo reprende por su grosería—. Yo creo que sí, aunque puede que por costumbre también se terminen quedando a la idea de lo que creen que es el amor.

Observo a ambos con cierta extrañeza, sin poder creerlo. Ni en lo más recóndito de mis pensamientos habría formulado aquella respuesta. Un rato más siguieron conversando. En ningún momento participé directamente, pero notaba cómo la chica volteaba como queriendo incitarme a que lo hiciera, pero al mismo tiempo no me presionaba del todo, dejándome ser un casual oyente de aquella charla que no era para nada aburrida.

Cuando el cielo empezó a tornarse cálido, a pesar de que seguían intercambiando palabras profundas con razonamientos de un adolescente y un niño, sabíamos que era hora de volver. El niño quiso sacarme información en todo el camino, sorprendentemente Eva me ayudaba a evadirlo todas y cada una de las veces que me atosigaba. No podía evitar agradecerle con la mirada, y sentía que de alguna forma ella entendía lo que le decía, aunque de mi boca no saliera absolutamente nada. Después de dejar a su hermano en su hogar, de forma silenciosa me acompañó a las vías, donde se disculpó por no poder acompañarme de regreso, ya que tenía que volver a cuidar de su hermano. Sinceramente, no quería que me siguiera. No quería hacerla caminar tanto o ser una molestia, pero no se lo dije. Simplemente asentí lentamente y sin decir una sola palabra, me di media vuelta para irme de allí con aquella rara sensación de no saber qué estuve haciendo realmente toda la tarde del último día de clases, o siquiera si me había servido de algo para contener aquella curiosidad que por días me había seguido atrapando. Y que de forma inesperada, pareció haber crecido más ese mismo día.

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