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Sorpresa del más acá

El celular de Mackenzie Hibbert comenzó a sonar a mitad de la madrugada. Con un poco pesadez logró abrir sus ojos y buscó con su mano derecha la pequeña cadena de su la lampara más cercana para tirar de ella e iluminar un poco su habitación. 

Con la oscuridad disipada, Mackenzie se sintió segura para caminar descalza hasta el otro lado de la habitación para tomar su celular cuya batería se encontraba recargando. La mujer tomó su celular aún sonando y leyó "Marido" en la pantalla y sin esperar aceptó la llamada y puso el móvil en su oreja derecha.

—¿Hola? —dijo ella.

Aquello que su esposo le fuera a contar no era nada bueno a juzgar por el tono de su voz. Decenas de horribles escenarios comenzaron a aparecer por su cabeza pero ni siquiera su imaginación pudo prepararla para esa noticia que recibió aquella madrugada, su madre había fallecido. Las lágrimas no tardaron en aparecer en sus ojos avellana y Mackenzie tuvo que tomarse algunos minutos en un intento de recomponerse y tomar el suficiente aire para responder que tomaría el siguiente vuelo a casa antes de colgar.

Mackenzie, una mujer de tez oscura y con treinta seis años, había aceptado tres años atrás un empleo en Australia, lejos de su hogar y su familia que estaban en el estado de Washington. Por la distancia, la mujer no había podido estar tan presente en la vida de sus familiares como frecuentaba hacerlo y aunque su madre había luchado contra un tumor cerebral durante cuatro años, Mackenzie de verdad pensaba que saldría victoriosa.

La señora Hibbert alistó una maleta, tomó una ducha, se vistió y salió de su apartamento arrastrando su maleta sin mirar atrás mientras pedía un taxi. No tardó demasiado para llegar al aeropuerto y preguntar por el vuelo más próximo a Washington, el cual era dentro de quince minutos. La mujer compró un boleto de ida y corrió para poder alcanzar el vuelo y por poco no lo hace de no ser por sus gritos pidiendo que no cerraran la puerta número veintiuno.

* * *

A la señora Hibbert no le sentaban bien los vuelos y menos si eran de casi veintiún horas y teniendo que aterrizar en una zona horaria completamente diferente, diecisiete horas menos que en la zona de Australia es la que vivía. Un punzante dolor taladraba su cabeza y su cuerpo le pesaba incluso, era casi una tortura arrastrar su maleta aun cuando esta no era tan pesada. 

Afortunadamente, su esposo, Kadeem Hibbert la esperaba en el aeropuerto casi treinta minutos pasados de las seis de la mañana. Kadeem, era un hombre alto y robusto, de tez negra y cabello oscuro bastante corto. Desde que Mackenzie se mudó a Australia, Kadeem ha tenido que saber manejar su papel como padre, trabajador y amo de casa, como en aquel caso. Al ser tan temprano, dejó a sus dos hijos a cargo de sus padres para poder ir a recoger a su esposa del aeropuerto que se encontraba a casi una hora de camino de su residencia en Redmond.

—Hola, mi amor —saludó Kadeem con una sonrisa al ver a su esposa.

—Hola, mi amor —replicó ella con un notable cansancio.

—¿Lista para ir a casa? —inquirió el hombre al tiempo que tomaba la maleta que arrastraba su esposa.

Mackenzie se limitó a asentir a modo de respuesta y sin intercambiar más palabras caminaron hasta afuera del aeropuerto donde se encontraba su auto estacionado. La mujer esbozó una pequeña sonrisa al ver el vehículo que solía conducir antes de irse a Australia. Recordó las veces que presionó el claxon histéricamente mientras gritaba alguna maldición dirigida a algún conductor despistado, las ocasiones que el interior se convertía en comedor cuando pedían por el drive thru de algún restaurante de comida rápida o cuando Chester, su hijo mayor rememoraba desde los asientos traseros con entusiasmo sus anotaciones en su juego de baloncesto más reciente cuando su equipo era el vencedor.

Gran nostalgia sintió la señora Hibbert al entrar por primera vez en mucho tiempo al auto familiar. Aunque fue más fuerte su cansancio que la venció y la obligó a dormir casi de inmediato cuando el auto comenzó a andar, por lo que el camino de regreso a casa ni siquiera lo sintió y si abrió despertó fue porque Kadeem la despertó.

Al entrar a su casa, buscó con la mirada a sus hijos pero pronto dedujo, por la hora que era, que estaban de camino a la escuela. Sus sospechas se confirmaron cuando desde la cocina apareció su suegra, quien recibió a Mackenzie con una sonrisa y un beso en la mejilla.

—Es bueno verte de nuevo, Mackenzie y en caso de que busques a los niños, ellos están bien, Patrick está llevándolos a la escuela. Escucha, lamento mucho tu pérdida, sabes que puedes contar con nosotros.

—Gracias por todo, es muy amable de su parte. Discúlpeme, necesito descansar.

—Por supuesto, estaremos aquí por si nos necesitas.

Mackenzie subió las escalera y entró a su vieja habitación matrimonial y se tiró en su cama que no había probado en meses. Tal vez haya sido por el cansancio o por la familiaridad del colchón, pero la mujer comenzó a sentir que estaba recostada sobre las nubes. Kadeem cubrió a su esposa con sábanas blancas tras dejar su maleta a un lado de la puerta y salió por esta para darle espacio y tranquilidad porque sabía que necesitaba energía para lo que le esperaba.

* * *

La funeraria Hawkins era una de las más cotizadas pero más profesionales en la materia de organizar funerales y para el de la madre de Mackenzie, los hermanos Hawkins había sido contratados y requerían el visto bueno de su clienta sobre el aspecto que tendría la difunta durante la misa y el entierro que se celebraría al día siguiente.

Afuera de la funeraria una mujer de robusta complexión, alta y de tez negra estaba fumando un cigarro con su vista pegada a un punto fijo en la nada. Esa mujer se trataba de Abbie, la hermana menor de Mackenzie. Cuando el humo de una de sus bocanadas se disipó frente a ella, pudo ver a su hermana y a su esposo salir del auto. Entonces dejó caer su cigarro para apagarlo bajo su tacón.

Mackenzie se apresuró para llegar hasta Abbie y darle un abrazo afectuoso bajo el cielo nublado de aquel día que anunciaba que terribles eventos estaban cerca. Se miraron y al recordar las circunstancias en las que se encontraban, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No puedo creer que se haya ido —declaró Abbie con tristeza.

—Tampoco yo, no sé cómo vamos a hacer lo que vamos a hacer.

Las hermanas se dedicaron una sonrisa sin alegría y entraron a la funeraria Hawkins mientras Kadeem iba detrás de ellas. Al entrar vieron a decenas de personas vestidas de negro que velaban a sus respectivos difuntos. Un hombre pálido de alrededor sesenta años, alto y delgado, vestido de traje negro miró a Abbie y se acercó a ella.

—Buenas tardes, señorita Lamar.

—Hola, señor Hawkins, déjeme presentarle a mi hermana, Mackenzie y a mi cuñado, Kadeem.

—Mucho gusto —saludó el señor Hawkins—, lamento mucho su perdida.

—Gracias —dijo la señora Hibbert.

El señor Hawkins junto a su hermano dirigían la funeraria, era el negocio familiar y junto algunos trabajadores se encargaban de las instalaciones, los detalles de los velorios y de alistar los cuerpos. Entonces, Hawkins llevó a sus clientes hasta una habitación alejada de la zona de velorios, ahí un hombre de similar aspecto del señor Hawkins se encontraba terminando de maquillar un cadáver cuando los clientes entraron a la pulcra habitación.

—Frederick, ¿podrías mostrarle a nuestros clientes nuestro trabajo?

—Claro, ¿cuál es el nombre del difunto?

—Rose Lamar.

—De inmediato.

Frederick Hawkins paró de maquillar al cadáver y se levantó del banquillo con ruedas para dirigirse hasta el fondo de la habitación donde se encontraba el ataúd abierto de la señora Lamar hecho de caoba. Sus hijas asomaron la cabeza al interior y vieron a su madre, que se veía tan pacífica que era como si durmiera. Los señores Hawkins habían hecho un gran trabajo, el cáncer había dejado a la madre de Mackenzie con un aspecto demacrado, pero el maquillaje que le habían aplicado la hacía ver sana, como si aún estuviera con vida.

—Se ve tan... en paz —declaró Abbie, sollozando—. Muchas gracias.

—Nos da gusto que le haya agradado el resultado, señorita Lamar —sonrió solemnemente el señor Hawkins—. Con respecto a las flores para mañana, aún no nos ha dado una respuesta.

—Es verdad —asintió la señorita Lamar—. Mack, ¿recuerdas cuáles eran las flores que le gustaban a mamá?

—Peonias, esas eran sus favoritas.

—Peonias serán, entonces. ¿Puedes encargare de eso, Frederick?

—Claro, las ordenaré de inmediato.

Frederick salió de la habitación.

—Los dejaré un tiempo a solas —mencionó el señor Hawkins al ver la aflicción de las hermanas.

—Yo también —anunció Kadeem—. Estaré afuera si me necesitas —agregó tocando el hombro de su esposa.

Mackenzie agradeció a su esposo quien salió de la habitación que fue cerrada por el señor Hawkins, dejando a las mujeres a solas con su madre. Las hermanas dejaron salir su pena que estaban guardando desde antes de entrar a la funeraria y tras diez minutos decidieron marcharse diciéndose que al día siguiente podrían seguir llorando.

Salieron de la habitación, agradecieron al señor Hawkins y abandonaron la funeraria. Las hermanas se despidieron y regresaron a sus hogares. Mackenzie abrió la puerta de su casa y lo primero que vio fue a su suegra mirando un programa en la televisión pero en cuestión de un segundo la apagó y se levantó del sofá.

—Veo que regresaron.

—¿Y los niños?

—Están en el patio jugando baloncesto y Patrick los está cuidando. 

—Espero que así sea porque no quiero que se lastime la espalda de nuevo —intervino Kadeem.

—Descuida, hijo, tu padre no es tan inconsciente como para hacer algo que lo ponga otra vez en el quirófano.

—¡Y la mayor anotación del partido es del abuelo! —gritó Chester desde el patio trasero.

La señor Hibbert mayor se encogió de hombros mientras suspiraba de la ironía y Kadeem se apresuró para ir al patio trasero.

—¡Qué hombre aquel, nunca entiende! —exclamó la mujer mayor.

—Así son los hombres. Gracias por cuidar a los niños todo el día.

—No agradezcas, querida, entiendo por lo que estás pasando y no es fácil cuidar a esos pequeños llenos de energía.

—¡Mamá, volviste! —exclamó Travis, el hijo menor de Mackenzie desde el otro lado de la casa que cruzó corriendo rápidamente para abrazar a su mamá.

—También te extrañé, hijo.

—¡Hola, mamá! —saludó Chester con su pelota de baloncesto en las manos.

—Mack, deberías ver a este muchacho jugar, en un futuro podría entrar a la NBA —dijo Patrick.

—Y tú podrías entrar a un hospital si sigues siendo tan descuidado, papá —reprendió Kadeem.

—Tonterías, tu madre y tú son iguales, se preocupan por cosas que cosas que nunca van a pasar.

Los niños comenzaron a reír.

—Ustedes dos, váyanse a su habitación —ordenó Kadeem.

Chester y Travis obedecieron y subieron corriendo las escaleras mientras sus risas no cesaban. 

Los padres de Kadeem se despidieron y se fueron. Mackenzie se dejó caer en el sofá mientras que su celular sonaba y al revisarlo se percató que estaba recibiendo mensajes de un número desconocido.

—¿Quién demonios es Xavi? —vociferó Kadeem claramente enojado.

—¿Estabas viendo la conversación? —inquirió su esposa con indignación. 

—No me cambies de tema, ¿quién demonios es Xavi?

—Un ex-compañero de la preparatoria, bueno, en realidad es mi ex-novio, ¿qué demonios te pasa? —respondió Mackenzie levantándose del sofá para ver a su marido.

—¿Por qué aceptarías "tomar un café" con él?

—Entonces sí estabas leyendo, no puedo creerlo.

—¡Responde! —estalló él.

De pronto hubo silencio en toda la casa. En todos sus años de matrimonio, nunca Kadeem le había gritado a Mackenzie, ni una vez y ahora lo había hecho en el peor momento y con la peor razón posible. 

—No estoy de humor para tolerar esto, ya es difícil sobrellevar lo de mi mamá como para tener que soportar tu-tus celos repentinos —mencionó la señora Hibbert mientras comenzaba a llorar otra vez y se iba escaleras arriba.

—Perdóname, mi amor, no sé qué fue lo que me pasó —se disculpó él, avergonzado. 

—Déjalo así —contestó ella desanimada subiendo las escaleras.

—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó Chester a su madre cuando ella ya estaba arriba.

Obviamente los niños lo habían oído y no había forma de negarlo por las lágrimas que salían de los ojos avellana de Mackenzie.

—Un pequeño desacuerdo entre tu padre y yo, pero ya lo arreglamos —mintió ella—. Ponte la pijama, mi amor y asegúrate que tu hermano también lo haga.

Mackenzie se desvistió aún con los ojos llorosos y se puso su camisón para dormir se tiró en la cama y continuó su llanto hasta que se quedó dormida.

* * *

El funeral de Rose Lamar había terminado y ya se encontraba su cuerpo en su ataúd de caoba a dos metros bajo tierra. La misa había sido oficiada espléndidamente por el sacerdote, las peonías de los arreglos estaban divinos y el clima estaba agradable aunque todo el día había estado nublado. Mackenzie se encontraba sola ante la tumba de su madre completamente sola, le había pedido a su marido que se llevara a sus hijos, prometiendo que regresaría en un taxi y su hermana, Abbie, recién se había ido.

En su pecho había un dolor que ni todas las lágrimas que había expulsado de su cuerpo podían curar. Una parte de ella no se perdonaba por estar ahí cuando su madre partió de aquella vida y por eso no podía permitirse irse de ese lugar. El tiempo seguía avanzando y la luz del sol se iba entre las nubes grises que cubrían el cielo. Pero las cosas se iban a poner mucho peor cuando Mackenzie cuando por fin saliera del cementerio.

Un anciano se acercó a Mackenzie para anunciarle que pronto cerraría el cementerio al público. Ella se disculpó, se despidió por última de su madre y se dirigió a la salida, donde, en cuestión de segundos, alguien a su espalda cubrió su rostro con un saco negro y entre dos personas la tomaron y aunque ella forcejeó y gritó por ayuda no logró librarse de esas personas que ella asumió de inmediato que se trataban de hombres por su fuerza y el tamaño de sus manos. Ella no podía ver nada pero fue subida a una camioneta.

—¡Si se mueve, le disparo! —amenazó alguien de voz masculina.

Mackenzie solamente lloró mas no dijo ni una sola palabra pues era presa del miedo porque estaba siendo secuestrada. Con la cara tapada por tela negra le era imposible reconocer hasta alguna silueta de sus secuestradores y mucho menos ver lo que había del otro lado de los cristales polarizados de la camioneta. Si aquel día ya era suficientemente horrible, con aquel giro de los acontecimientos se estaba poniendo peor.

Alrededor de una hora después la camioneta paró y los secuestradores la obligaron a salir del vehículo y caminar hasta dentro de algún lugar para luego bajar treinta seis escaleras hasta lo que ella imaginó que se trataría de un sótano.

—¡Dese la vuelta! —ordenó el mismo hombre que la amenazó anteriormente y Mackenzie obedeció. 

Escuchó el sonido de una silla arrastrarse a su espalda y ya se imaginaba que debía sentarse después y así fue porque luego le ordenaron sentarse. En cuanto se sentó le quitaron el saco que le cubría la cara y pudo ver una sala iluminada por un gran foco de luz blanca que colgaba del techo. Una decena de hombres de tez oscura, altos, robustos se encontraban frente a ella armados. Fue inevitable para Mackenzie comenzar a llorar y a suplicar por su vida.

—No, no, no, por favor, no me maten, yo no he hecho nada, les daré lo que quieran, pero por lo que más quieran no me maten, por favor.

—No se preocupe, señora Hibbert —dijo uno de los hombres ahí presentes de una forma inesperadamente dulce—, no vamos a hacerle daño.

—¿De verdad? —sonrió Mackenzie, esperanzada.

—Nosotros tenemos una regla —aclaró el sicario—, no matar a niños ni a mujeres y me parece que alguien cercano a usted nos contrató para matarla.

—¡¿Qué?! —exclamó la señora Hibbert con sorpresa—, ¡¿pero quién?!

—¿Conoce usted a un tal Kadeem Hibbert?

Mackenzie se alteró al escuchar aquel nombre que dijo el sicario. No pudo creer lo que escuchó y pensó que se trataba de algún error o un malentendido... esperaba que así fuera.

—Sí... es mi esposo.

Todos los sicarios reaccionaron sorprendidos ante la confirmación.

—Escuche, señora Hibbert, esas personas que nos piden matar a niños y a mujeres, como su esposo, son peores que nosotros —comentó el sicario, que parecía ser el líder—, pero nos gusta tomar su dinero de todos modos y hacerlos creer que el trabajo ya está hecho y así siguen con su vida lejos de ese monstruo y usted no será la excepción.

Los sicarios prepararon la escena para aparentar que habían matado a Mackenzie, pero todo sería una treta para engañar a Kadeem. De acuerdo a lo que los sicarios contaron, en casos como aquellos, les dan una parte del dinero a las victimas y las dejan en cualquier punto que deseen, pero ella decidió hacer un trato diferente.

—Cuando esto termine no les voy a pedir que me dinero, lo único que pediré es que me dejen cerca de mi casa.

—¿Está segura, señora Hibbert?

—Debo encarar a mi marido y salvar a mis hijos de él —declaró con firmeza.

—¿Y si le hace daño?

—Si se tomó la molestia de contratarlos para deshacerse de mí significa que él no tiene las pelotas para hacerlo por sí mismo, así que estaré bien.

—Qué ruda es usted —alagó el sicario que aparentaba ser el más joven del resto.

Mackenzie sonrió.

Tras un impresionante trabajo con pintura acrílica, Mackenzie siguió las instrucciones de los sicarios para parecer estar lo más muerta posible y así tomarle una foto que sería enviada al señor Hibbert para confirmarle que su esposa estaba muerta. Cuando eso pasó, la desataron y la dejaron asearse la cara en un pequeño baño que había cerca. Después volvieron a ponerle el saco de tela negra sobre su cabeza.

—¿Adónde, señora Hibbert? —preguntó el conductor una vez que ella subió a la camioneta.

Ella indicó una dirección cerca de su casa y el conductor la llevó ahí sin protestar. Cuando llegaron al lugar, Mackenzie volvió a ver de nuevo y tras agradecer a los sicarios por su compasión, bajó de la camioneta y caminó hasta su casa. Por primera vez en su vida, miró la construcción y no pudo llamarla "hogar" y se preguntó desde cuándo Kadeem comenzó a asegurarse de que así fuera.

Tomó la llave debajo del tapete de la entrada principal y abrió la puerta silenciosamente para no llamar la atención. Por la hora que era supo que sus hijos ya deberían estar dormidos y al escuchar ruidos en la cocina concluyó que su esposo estaba ahí. Se quitó los zapatos con cuidado para evitar hacer ruido y se adentró en la cocina, ahí Kadeem estaba lavando los platos sucios de la cena y le daba la espalda a la entrada de la cocina, por lo que no se había percatado de que Mackenzie estaba ahí.

La señora Hibbert tomó un cuchillo y sin pensárselo dos veces se lo puso en el cuello de su esposo para amenazarlo.

—Dime, mi amor, ¿por qué contrataste a unos sicarios para matarme? —inquirió ella con una voz tan tranquila como siniestra.

Kadeem soltó el plato que tenía entre las manos por la sorpresa y el pánico de ver a su esposa que daba por muerta. Su respiración se agitó, sus latidos se aceleraron y su piel comenzó a mojarse de sudor.

—Mack, ¿qu-qué estás haciendo aquí?

—Responde —insistió la mujer presionando un poco más el cuchillo contra el cuello de su marido.

—Yo estaba furioso contigo porque tú... tú me estabas engañando con otro hombre allá en Australia.

—Eso es ridículo.

—No eres tan inocente como aparentas ser, Mackenzie, sé lo que vi.

—¿A qué te refieres?

—Después de un tiempo de que te fuiste, contraté a un detective privado para que te vigilara porque temía que estuvieras de zorra con otros hombres y me entregó fotos de ti cenando, charlando e incluso besándote con otro hombre y me enojé tanto contigo porque dejaste a tus hijos y a tu marido aquí para que te anduvieras de ramera y quería venganza por intentar verme la cara de imbécil.

Era casi todo verdad. Ese hombre del que hablaba Kadeem era el jefe de Mackenzie, los hombre divorciado que desde el primer momento se enganchó con ella. Buscaba cualquier excusa para acercarse a ella hasta la invitaba a cenar en ciertas ocasiones. Tal vez por inocencia o por estupidez, la señora Hibbert no veía las verdaderas intenciones de su jefe, pensando que era simple camaradería o que quería hacerla sentir bienvenida. No fue hasta que su jefe no resistió más y frustrado al no ver una respuesta clara por parte de Mackenzie, la besó y ella enojada le reclamó aquel acto mientras le recordaba que estaba felizmente casada. Al dejarle las cosas claras, su jefe, avergonzado, se alejó de ella, incluso con el tiempo renunció de su puesto y dejó la empresa.

—No tienes solo la cara, eres un imbécil, te puedo asegurar que esas fotos están sacadas de contexto porque si hay algo que jamás haría es hacer algo para lastimarte a ti o a los niños, a diferencia de ti.

—¿Cómo explicas esas fotos?

—Están sacadas de contexto, todo fue cosa de mi jefe, no mía —aclaró la mujer—, pero supongo que no vas a creerme dado que has sacado tus propias conclusiones. Si este malentendido te hizo intentar matarme, no puedo imaginarme cómo será seguir casada contigo, así que este es el trato, me voy a divorciar de ti y me llevaré a los niños a Australia.

—No puedes hacer eso, son mis hijos también, maldita sea.

—Pero no quiero que crezcan a lado de un monstruo como tú y si pones las cosas difíciles, tengo pruebas de lo que hiciste y no dudaré en dárselas a la policía —mintió Mackenzie sobre las pruebas, pero su determinación y su convicciónal al hablar no dejaban lugar a dudas—, así que acepta mis condiciones o la próxima vez que veas a tus hijos será tras las rejas cuando sean mayores. ¿Tenemos un trato, mi amor?

—Joder, tú ganas.

Kadeem cumplió su promesa y le concedió el divorcio a Mackenzie apenas se lo solicitó y ante el juez declaró estar de acuerdo en que Chester y Travis se fueran a vivir con su madre en Australia siempre y cuando pudieran visitarlo en vacaciones. Dejando a su ex-marido atrás, Mackenzie se llevó a sus hijos al otro lado del mundo y consiguió una linda casa en los suburbios donde podría vivir con sus hijos felizmente porque ya no era la presa del monstruo que era en realidad Kadeem Hibbert.

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