Perfume barato
Un viernes por la noche, el señor García veía el cenicero lleno de colillas que él y sus amigos había puesto. Pensaba en lo decepcionante era el rendimiento del equipo de beisbol al que le había apostado. Ya podía ver entregándole a su socio, el señor Fuentes, los seis billetes que había apostado.
Todos en el bar estaban atentos a la narración en vivo del juego a través del radio. El señor García ya no estaba escuchando, era imposible que en los últimos momentos el lanzador novato pudiera burlar al tan buen bateador del otro equipo. Resignado, llamó a la mesera de cabello negro y lacio para ordenarle otro vaso de Glenfiddich con tres cubos de hielo. Sin embargo, el señor García no ahoga sus penas en alcohol, él prefería ahogar sus penas en otro tipo de actividades.
Él y ella ya habían intercambiado miradas en el pasado, pues el señor García frecuentaba mucho el bar y ella trabajaba ahí. El señor García no podía simplemente ignorar las curvas de la mesera, ni ese busto tan firme.
Sacó de su billetera un billete y se lo ofreció a la mesera cuando regresó con su orden y cuando ella se acercó para tomarlo, el señor García se acercó a la oreja de la mujer y susurró:
—Espérame cuando cierren.
La mujer asintió disimuladamente tomando el billete.
—Entonces el joven Clemente lanza la pelota pero Williams consigue batearla y... la pelota se sale de la cancha —se escuchaba en la radio—. ¡Los pericos de Puebla han ganado el partido!
El bar entero se torno un escandalo de decenas de voces que hablaban al mismo tiempo, ya sea para celebrar o para maldecir. El señor García no, él tomaba su bebida sintiendo el alcohol quemando su garganta a pesar de estar mediamente frío por los tres cubos de hielo.
—Carlos, Carlos —canturreaba el señor Fuentes—, tus delfines de la paz te fallaron, aunque bueno, no han tenido una buena temporada.
—Dales tiempo y volverán a estar en la cima —contestó el señor García inexpresivamente dejando seis billetes sobre la mesa.
El señor Fuentes tomó y los billetes con una sonrisa triunfal. Le dio el último sorbo a su bebida y se retiró y con él le siguieron algunos otros. Así el bar se fue vaciando poco a poco, quedando solamente el señor García.
Un hombre corpulento se acercó a García, se trataba del dueño del bar, quien le comunicó que el bar iba a cerrar y que debía abandonar el establecimiento. El hombre no dijo nada, solamente tomó su saco y su sombrero y salió a la calle desierta, iluminada por los faroles. Llegó hasta su auto y entró dejando en los asientos de atrás su saco y su sombrero.
Esperó paciente hasta que todas las meseras salieran seguidas por el dueño quien cerró con llave. El hombre corpulento y las meseras comenzaron a dispersarse, quedando la mujer de cabello oscuro y lacio frente al ver buscando con la mirada al señor García. García encendió su auto y lo puso en marcha hasta llegar a la entrada del bar. La mujer se asomó y se subió al asiento del copiloto.
Para lo que el hombre pretendía cualquier lugar de mala muerte era bueno, desde un callejón solitario o alguna habitación de un motel de dudosa reputación, de igual manera solamente tenía que bajar su cremallera y saciar sus deseos lujuriosos mientras escuchaba los gemidos de la mujer y el golpetear de sus testículos contra sus nalgas. Aquel sábado de madrugada no fue la excepción, en aquella habitación la mesera encajaba sus uñas en las sabanas rosas de la cama de un motel barato mientras gemía como si no estuviera acostumbrada a uno tan grande, y en efecto así era.
Las mujeres caían rendidas por lo apuesto que era Carlos García, pero realmente pocas llegaban a conocer que en el dormitorio, las cosas se ponen bastantes interesantes con él pues tiene un largo martillo con el que martillar a todas las mujeres que él quisiera, ninguna se le resistía.
García vive en la avenida Obregón junto con su esposa, Ana Elisa, quien era la envidia de muchas mujeres por ser la mujer que se "ganó" el corazón de tan apuesto caballero. Lo que nadie sabía es que Carlos y Ana Elisa ya no se conectan como antes y es que, desde que Carlos tuvo su primera aventura, el sexo con Ana Elisa perdió su encanto, pues ella no podía satisfacerlo como otras mujeres. Ella no hacía ni decía cosas que otras sí hacía, cosas que lo excitaban. Además, llegó un punto en que se aburrió de escuchar los mismos gemidos, de sentir las mismas manos, de besar los mismos labios.
A las casi tres de la madrugada del sábado, Carlos llegó a su casa y se desvistió para ponerse cómodo en la cama que compartía con su esposa. Carlos cantó victoria pues su esposa ni se inmutó de su llegada, aunque claro que subestimaba a su esposa. Ana Elisa no es tonta, ella se da cuenta de todo, pero callaba todo mientras lloraba en silencio.
Cuando amaneció, Ana Elisa se levantó y se visitó con su ropa de ama de casa para dirigirse a la cocina y preparar el desayuno para ella y su esposo, como cada mañana, como cada tarde y como casi cada noche de todos los días que lleva casada. Y no, ella no se sentía la más afortunada por estar casada con Carlos, pues no tenía caso si no la tocaba. La pobre mujer piensa que es así porque su útero es inerte y no es capaz de embarazarse y eso le mata las ganas a su esposo y las busca en otra mujeres. Sea la razón que sea, sus engaños la lastiman. Mientras cocinaba, el señor García apareció vestido con su ropa de sábados que su esposa siempre tiene limpia, planchada y perfectamente doblada en sus cajones.
—Buenos días, cielo, ¿te desperté? —dijo Ana Elisa en su tradicional tono dulce sin realmente importarle la respuesta.
—No —mintió él—. Eso huele delicioso —sonrió Carlos abrazando a su esposa por atrás para plantarle un beso en la mejilla.
—¿Cómo estuvo el juego de anoche? —preguntó Ana Elisa sirviendo una taza de café caliente.
—Perdieron, ¿puedes creerlo?
—El señor Fuentes debe de estar que no cabe de felicidad —comentó Ana Elisa.
—Puedes apostar a que sí.
Ana Elisa siempre espera a que Carlos termine de desayunar para luego desayunar ella, pues vigila el momento exacto en que él deja su plato, su taza y sus utensilios para ella desalojarlos de la mesa inmediatamente, porque es era uno de los muchos deberes de esposa que tenía cumplir. Además, si su marido necesitaba de algo más, ella estaría disponible para complacer su petición.
Los días para Ana Elisa morían, haciendo los deberes de la casa y eventualmente ver algún programa en la televisión si es que estaba disponible y su esposo no la utilizaba. Ese sábado no fue la excepción, pues tocaba lavar la ropa. Cuando tomó del cesto de ropa las prendas que su esposo usaba el día anterior, logró detectar sobre el olor a cigarros y a alcohol, el olor de perfume barato de mujer. Eso hizo que Ana Elisa llorara una vez más. Pues tenía la esperanza de que sus sospechas estuvieran equivocadas, que simplemente llegó tarde por quedarse a parrandear con sus amigos, que no fue porque se revolcó con otra, pero el olor de perfume barato lo delataba.
* * *
Las pocas cosas que hacían feliz a Ana Elisa era reunirse con su amigas en alguna de la casa de la viuda Margarita. El grupo de mujeres se reunía todos los sábados en la tarde y se dedicaban a tomar el té con galletas, chismear sobre cosas de la colonia y hasta desahogarse entre ellas, algo que todas necesitaban hacer, y más Ana Elisa.
Ana Elisa entre lágrimas les contó a sus amigas la nueva aventura de su esposo y todas se compadecieron de ella, pues no era realmente una novedad.
—¿Y si te divorcias, Anita? —sugirió una, la señora Gutierrez.
El silencio se sembró en la sala y todas las miradas se posaron sobre la señora Gutierrez.
—¡Laura, por Dios! —replicó la señora Vargas escandalizada—. Eso arruinaría su vida, además, Dios la castigaría. Por muy buena solución que sea, el matrimonio se debe de respetar.
—¿No estás oyendo que su esposo la ha engañado con no sé cuántas? —objetó la señora Jimenez—. Es Carlos el que no está respetando el matrimonio, es un pecador y Dios lo va a castigar y a ti te dará fuerzas, ya verás Ana.
Fuerza era lo que le faltaba a Ana Elisa para soportar cada engaño pasado y futuro. Ella se limitó a agradecer a sus amigas por escucharla, por aconsejarla y por guardar el secreto. La reunión continuó con normalidad hasta finalizar.
—Ana —llamó la viuda Margarita antes de que Ana Elisa saliera de la casa—, espera.
La viuda se acercó a Ana y le entregó una bolsita de tela color tinto cuyo contenido eran unas plantas que Ana Elisa desconocía.
—¿Qué es esto, Margarita? —preguntó Ana Elisa confundida.
—Son de mi jardín, añádelas al té de su esposo, lo hará menos molesto.
Ana Elisa pensó que no tenía nada que perder, así que esas misma noche preparó un té con las hierbas que la viuda Margarita le había dado y le sirvió una tasa a su esposo. El señor García bebió el té sin sospechar nada, pues el canal de noticias absorbía toda su atención. A los veinte minutos de ingerir todo el té, al señor García se le paró el corazón.
El repentino movimiento del cuello del señor García le apreció muy raro a Ana Elisa, era como si de repente se hubiera quedado dormido. La mujer se acercó para desertarlo pero no importó cuánto lo llamó, éste no respondía y fue cuando se percató que no estaba respirando.
Entró en pánico y lo primero que hizo fue salir de la casa y pedirle a la viuda Margarita un par de explicaciones. Golpeó su puerta desesperadamente que era casi imposible que no se le oyera. Golpeó una, dos, tres, diez veces más hasta que la viuda abrió la puerta.
—Ana Elisa, ¿qué te trae por aquí a estas horas?
—Usted me debe muchas explicaciones —confrontó Ana Elisa entrando a la casa—. ¿Qué tenían esas plantas?
—Así que lo hiciste —sonrió la viuda.
—¡Esto no es divertido! —exclamó Ana Elisa—. ¡Carlos está muerto porque usted me hizo darle veneno!
—En eso te equivocas, pues yo no te obligué a que lo hicieras, simplemente te sugerí que lo hicieras. Además, ¿me vas a decir que no te daban mala espina esas plantas?
—Pero es que yo...
—Carlos ya no te hará daño nunca más, Ana Elisa, ya no podrá burlarse de ti ni engañarte y se pudrirá en el infierno. Es como Fabiola Jimenez dijo, él era un pecador y Dios lo iba a castigar, sólo que fuiste tú su castigo, porque siendo honestas, Dios, si es que existe, no iba a mover ni un dedo por hacerlo entrar en razón, ni tampoco hizo nada con respecto a mi esposo, así que lo castigué yo misma —confesó la viuda Margarita.
—Pero él murió de un accidente de auto.
—¿Y por qué crees que chocó?, le agregué a su comida un ingrediente extra que le hizo efecto cuando estaba conduciendo, pero por las circunstancias de su muerte, todos pensaron que fue un terrible accidente.
Ana Elisa estaba petrificada, pero a pesar de todo lo que estaba pasando, no estaba triste.
—No me arrepiento, si te digo la verdad —afirmó Margarita—, él era un completo bastardo y un ingrato, así como tu esposo. Con cuántas no me engañó y cuántas veces no trató de castigarme con la fuerza de sus manos o de su cinturón. ¿Y tú, Ana Elisa, te arrepientes?
Ana Elisa tragó saliva y esperaba que Dios la perdonara por la atrocidad que había hecho y por lo que estaba a punto de decir.
—No, Margarita, no me arrepiento en lo absoluto, de hecho, por primera vez en mucho tiempo, me siento verdaderamente feliz.
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