La caída de un imperio
Hombre blanco u hombre mestizo, atención debes poner cuando yo, Moctezuma, el gran tlahtoani del imperio mexica, te hablo. Los hombres blancos llegaron en sus navíos a nuestras playas. Sus armaduras brillantes bajo la luz del luz nos hicieron creer que eran dioses que nos bendecían con su presencia. Más equivocados no podíamos estar, pues eran hombres de carne y hueso, como nosotros, con la diferencia de que ellos tenían un apetito sangriento de derribar nuestro pueblo.
Los hombres blancos nos dieron los más exquisitos y curiosos obsequios desde animales extraños hasta plantas que ni en los más locos sueños se podrían concebir. Nosotros les correspondimos mostrándoles nuestra cultura las plantas y los animales de la región dándoles nuestro conocimiento, nuestro oro.
Lo que para nosotros era un simple material, para los hombres blancos era algo más valioso. El oro los enfermó con una ambición que sólo podría ser descrita como un apatito animal insaciable. Ellos estaban maravillados con lo que encontraron en nuestro mundo y nosotros estábamos agradecidos con su presencia y todo lo que nos daban.
No pasó desapercibida la presencia de los hombres brillantes y pronto la noticia llegó a mis oídos y por supuesto, invité a los recién llegados a reunirse conmigo en la capital de mi reino, Tenochtitlán. Me reuní con el líder de aquellos hombres blancos, un hombre de barbilla puntiaguda y cabellos del color del cacao preparado, Hernán Cortés, sin conocer realmente sus intenciones.
Les abrimos a los hombres blancos las puertas a nuestro gran imperio y los recibimos con los brazos abiertos, ¿y qué recibimos a cambio?
Ellos poseían afiladas armas brillantes como lo que vestían con las que empezaron a apuñalar a mis guerreros, a mi gente. O armas que a la distancia podían matarte con un estruendo. Mi pueblo se defendió con valor y pudimos vencerlos de no ser por la arma secreta que los hombres blancos tenían. Era una arma que no podíamos ver y por el aire corría para entrar al cuerpo de mis súbditos. Marcas rojas comenzaron a aparecer en sus cuerpos morenos, sin fuerzas caían y ninguno volvía a levantarse. Eso fue suficiente para que el ejército de los hombres blancos prevaleciera y se recuperara para dominarnos por completo.
Hernán Cortés ya las tenía de ganar, su arma invisible sus armas afiladas e información que le proporcionó una mujer tan hermosa como inteligente. Esa mujer se entregó devotamente a Hernán Cortés para convertirse en su amante y su informante. Ella fue quien pudo interpretar su insulso lenguaje y convertirlo en el nuestro. Ella le dijo a Hernán que nuestro imperio tenía a pueblos enemigos dominados. «Divide y vencerás», debió pensar Hernán Cortés. Con la ayuda de su intérprete pudo convencer a nuestros enemigos de levantarse en contra nuestra.
En Tenochtitlán la multitud tocaba las puertas de mi palacio pues no era un secreto que todo se estaba desmoronando y yo tuve la culpa por no haber visto las verdaderas intenciones de los hombre blancos y porque en lugar de ahuyentarlos, los recibí con los brazos abiertos y ya era demasiado tarde para salvarnos.
Decidí dar la cara saliendo de los muros de mi castillo. Entre la furiosa multitud, alguien arrojó una roca que aterrizó justo en mi cabeza. Aquella pedrada fue mi fin pues caí muerto con la cabeza ensangrentada.
Pero mi sangre no fue la única que se derramó, cientos y cientos guerreros y ciudadanos fueron masacrados por las armas de los hombres blancos. No puedo ni imaginar el miedo que debieron de sentir las mujeres o el llanto de los niños al ver todo lo que conocían destruido. Llegaron más hombres blancos vestidos con una larga capa con una enorme cruz de madera entre sus manos para imponernos sus ideas y castigarnos por creer en dioses falsos.
Aquellos que no eran asesinados, eran tomados como esclavos y los que se resistían morían apuñalados por el filo de sus brillantes armas o por la explosión de sus curiosos artefactos.
A mi muerte, Cuauhtémoc tomó el mando y se convirtió en el último tlahtoani del imperio azteca. Pero ni él pudo evitar que los hombres blancos lo destruyeran por completo. Solo ruinas quedaron de nuestra maravillosa ciudad. Y esa es la historia de la caída de un imperio.
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