Experimento fallido
La doctora Mills, una mujer de cabello castaño, abrió sus ojos poco a poco después de haber perdido la conciencia debido a un golpe. Cuando su vista dejó de estar borrosa, la doctora Mills se fue levantando poco a poco. Se encontraba en el laboratorio donde ella y otros colegas trabajaban en un experimento. El laboratorio estaba sumergido en las penumbras de las luces rojas de emergencia. Sobre el suelo había mesas, sangre y uno que otro cadáver de lo que fue un científico curioso.
La doctora Mills miró el desastre que se había provocado junto con el resto de científicos. Lo que había sucedido debía ser corregido antes de que la situación se saliera más de control y cobrara la vida de más inocentes. Ella comenzó a caminar sin un plan hasta que el sollozo de una mujer atrajo su atención. Mills no tardó en encontrar a la mujer sollozante.
Se trataba de la doctora Goodwin, una mujer rubia, quien se encontraba malherida. De su pierna había nacido una hemorragia que fue vendada improvisadamente con un trozo de bata de laboratorio. La doctora Mills corrió a auxiliar a Goodwin.
—¡Doctora Goodwin, ¿está bien?!
—Es evidente que no lo estoy, Mills —replicó Goodwin con una mueca de dolor—, esa cosa me pegó un buen mordisco.
—Debe haber algo qué pueda hacer —insistió Mills.
—Este es nuestro castigo por intentar jugar a ser Dios.
Mills ayudó a su colega a ponerse de pie. Goodwin le costó al principio pero pudo manejar el dolor para poder avanzar. En el camino encontraron más cadáveres, ya ni siquiera de científicos que creyeron que podían escapar del lagarto prehispánico gigante que trajeron de regreso a la vida, sino de guardias militares que defendieron al laboratorio en cuanto escucharon que la alarma de emergencia comenzó a sonar. Mills tomó el arma de uno de los fallecidos soldados y se la tendió a la doctora herida.
—¿Crees que con eso podrá detener a esa cosa? —inquirió Goodwin.
—¿Tiene una idea mejor? —contestó Mills—. Su se extinguió no es indestructible.
—No saldremos de esta —aseguró la rubia tomando el arma—. Fallamos en la recuperación del ADN, lo hicimos más peligroso.
—Sí, cometimos el error de completar su ADN pero no diga eso, vivirá para poder fumar un cigarro más —aseguró la doctora Mills tomando otra arma.
—Se me acabaron los cigarros desde hace mucho, sólo tengo mi encendedor.
Las dos científicas siguieron caminando por los pasillos ensangrentados del laboratorio. El lagarto gigante había arrasado con todo a su paso. Pero, además de las dos científicas, un soldado pudo sobrevivir y, al igual que Mills, se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento. El soldado despertó y al ver el desastre decidió comunicarse con la base a través de su comunicador portátil.
—Base trece, requiero refuerzos en el laboratorio.
—Identifíquese, soldado —ordenó un hombre mayor.
—Soy Marvin Wallis, señor, de la tercera división.
—Le recomiendo que trate de salir de ahí, soldado.
—¿Perdón, señor?
—El experimento fue un fracaso, no voy a poner en riesgo a más hombres. Tengo ordenes de hacer volar el laboratorio con el dinosaurio dentro.
—¿Pero si hay sobrevivientes, señor?
—Son órdenes oficiales, soldado. Tiene diez minutos cuando mucho.
Wallis se dio cuenta de que no tenía caso insistir. Debía salir del lugar lo antes posible antes de que lo destruyan desde los cimientos. Comenzó a caminar hacía la salida viendo la muerte que aquel experimento fallido causó. La probabilidad de que hubiera sobrevivientes, era poca, pero no nula porque cuando el elevador que lo llevaría a la salida estaba a poco metros de él, escuchó disparos.
El soldado corrió siguiendo el eco que la armas y vio a dos mujeres científicas armadas, una castaña y otra rubia con una pierna herida. Ambas estaban agitadas por el miedo mientras veían al experimento tratar de romper las puertas que lo mantenían cautivo.
Ver al experimento era como ver una pesadilla. Era mil veces más grande que un lagarto, tenía una piel verdosa y de aspecto escamosa, andaba en cuatro y gruesas patas, de su lomo sobresalían gruesos picos que iban en una fila que inciaba desde la frente del lagarto hasta la punta de su cola larga y fuerte. Pero, lo que más inspiraba temor de aquel ser que no debería estar más con vida era su boca, su boca llena de sangre.
—¡¿Están bien?! —preguntó el soldado.
Las dos científicas asintieron.
—Tenemos que salir de aquí, dieron la orden de hacer volar este lugar —explicó él.
El soldado miró el estado de la pierna izquierda de la doctora Goodwin y decidió cargarla. Y así, él y la doctora Mills corrieron a la salida. Pero el experimento fallido había golpeado tanto la puerta con su pesado cuerpo que ésta cayó.
Mills y Wallis comenzaron a acelerar el paso para que el lagarto no los alcanzara, pero era inútil, era demasiado rápido. Mills vio entonces la solución cuando vio el almacén de químicos e insumos.
—¡Goodwin, tú encendedor! —pidió la mujer castaña.
Goodwin sacó de su bata de laboratorio un encendedor y se lo lanzó a su compañera.
—¡¿Qué está haciendo?! —exclamó Wallis.
—¡No te detengas, pónganse a salvo! —contestó Mills deteniéndose.
El soldado siguió su camino hacía la salida y la doctora Mills se giró hacía al experimento en el que ella contribuyó y usó el arma que cargaba en sus manos para dispararle sin piedad y así enfurecérlo más.
Mills había captado toda la atención del lagarto y la hizo seguirla dentro del almacén. Una vez dentro, la mujer castaña le disparó a una válvula de gas. El lagarto entró violentamente en el almacén y antes de que se abalanzara sobre la científica, ella encendió el encendedor y lo lanzó hacía el gas provocando una explosión que mató al instante a la doctora Mills y al experimento fallido.
Wallis y la doctora Goodwin casi no lograban escapar de la explosión, pero pudieron escapar a través del elevador.
* * *
—... antes de que nos encontraras, el experimento nos encontró y comenzamos a dispararle pero no fue suficiente y Mills lo encerró en esa habitación con su tarjeta de acceso —contó Goodwin sobre una cama de hospital—. Nos creímos Dios.
Wallis, quien estaba a un lado de la mujer rubia, asintió.
—Sí, por su culpa murieron soldados y todos los científicos del laboratorio —reprochó—. Tú fuiste la única sobreviviente.
—Pudo haber algún sobreviviente si no hubieran bombardeado el laboratorio —repuso Goodwin.
—¿De verdad crees eso?
Pero Goodwin no contestó y Wallis salió de la habitación.
La curiosidad y la ambición de los humanos creó nuevamente una masacre.
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