El cuento de la niña hambrienta
Martina, una mujer madura, con complejos vanidosos y arcaicos bien arraigados en su corazón marchito miraba con cierto disgusto a su pequeña hija subir poco a poco de peso por sus malos hábitos alimenticios, pues la niña comía en exceso todos los días.
Martina decidió que no podría seguir de brazos cruzados mientras veía a su hija arruinar su cuerpo y su vida. Entonces una tarde de inicios de enero, donde todavía en la nevera estaba llena de sobras de cenas de las fiestas decembrinas, la mujer se acercó a su hija que comía plácidamente en el comedor de la casa.
—Hola, hija.
—Hola, mamá, ¿quieres un poco? —ofreció la chiquilla con la boca llena de comida.
—Paso.
—¿Segura? —insistió la menor—, está deliciosa.
—Hija, ¿alguna vez has escuchado el cuento de la niña hambrienta?
La niña miró intrigada a su madre y posteriormente negó con la cabeza. Entonces, Martina comenzó a narrar aquel cuento:
Había una vez, una familia muy, muy rica que vivía en una casa muy, muy grande. La familia era tan rica que podía permitirse tener un gran banquete todos los días cuando ni siquiera ellos podían comer tanto.
Pero un día, la familia estaba recuperando el aire tras haber comido como cada día cuando escucharon un sonido estruendoso. No tardaron en encontrar la fuente de aquel peculiar pero desagradable sonido: se trataba del estomago de Clarita, la pequeña hija de la familia.
—¡Clarita, Clarita, ¿qué acaso la comida te ha hecho daño? —preguntó la madre, preocupada.
—No, mamá, nada de eso —negó Clarita con malestar—, es que todavía tengo hambre.
—¡Pues, come más, hija! —invitó el padre.
Clarita comenzó a comer más, más de lo que alguna vez había comido hasta que en la larga mesa no quedara rastro alguno de algo comestible, Clarita había arrasado con el banquete de la familia que hubiera dado a parar en la basura. Y sólo cuando no hubo nada de nada en la mesa, Clarita pudo saciar su hambre.
Al día siguiente, pasó exactamente lo mismo, mas cuando el banquete se terminó, Clarita expresó que todavía estaba hambrienta. Sus padres consentidores no querían que alguno de sus hijos pasara hambre, así que de inmediato ordenaron a la servidumbre que prepara un poco más de comida. La servidumbre así lo hizo y le sirvieron a Clarita un poco más de comida que ella con placer desapareció de los platos. Entonces, su hambre se sació.
El tercer día fue más extraordinario, pues aun con la ración extra que la servidumbre le sirvió a la niña, esta siguió con hambre. Sus padre preocupados por su hija hambrienta, no dudaron en darle una segunda tanda de comida extra. Clarita volvió a comer y así fue como su hambre fue saciada.
Pasaban los días y el hambre de la niña crecía cada vez más, así como las porciones de comida que consumía. Su talla inevitablemente fue aumentando, incluso llegó a vestir ropa de tamaño que ya no era humanamente posible. Clarita engordó tanto que ya no era capaz de moverse por su propia cuenta y el comedor de la casa terminó por convertirse en la alcoba de la niña.
Una ocasión en que su cabeza ya tocaba el techo y su cuerpo era casi tan grande como la casa, Clarita comió tanto que la servidumbre ya no pudo preparar nada, los suministros se habían agotado. Los padres de la niña lamentaron la noticia y se disculparon con su hija diciendo que ya no podía comer más por el momento. Clarita lloró por el hambre que sentía dentro de ella y fue tanta su desesperación que decidió comerse lo que sea que se le atravesara en su camino.
Los pocos muebles que ya tenía la casa, las paredes, los pilares, las estatuas, todo lo que pudiera masticar. Su familia le rogaba que se detuviera, pero Clarita tenía tanta hambre que no podía detenerse. Era tan pesado lo que comía que su cuerpo comenzaba a crecer de manera brusca. Su cuerpo amorfo por más increíble que fuera seguía creciendo y creciendo conforme Clarita comía madera, cemento y concreto.
Cuando casi todo el primer piso de la casa ya estaba dentro de Clarita y la estructura de la casa estaba demasiado frágil, la niña se dio cuenta que no encontraba a su familia ni a la servidumbre por ninguna parte. Ellos había quedado atrapada entre los pliegues de piel de Clarita y se asfixió, pero ella no se percató de ello, ni tampoco sentía los cuerpos inertes en su cuerpo pues todo lo que sentía era hambre y nada más que hambre.
La niña hambrienta supo que debía seguir comiendo hasta que su hambre voraz fuera saciada. Entonces, le dio un buen mordisco a lo poco que le quedaba al primer piso y ese mordisco terminó de la poca estabilidad que ya tenía el segundo piso. Inmediatamente todo el segundo piso de la casa cayó y se derrumbó sobre la niña hambrienta terminando repentinamente con su vida, mas no con su hambre.
—Y ese es el cuento de la niña hambrienta —concluyó Martina satisfecha con la historia al ver la expresión en el rostro de su hija—. Bueno, te dejo comer en paz, voy a hacer la colada.
—En realidad, he perdido el apetito.
Y Martina sonrió sin saber lo que sucedería en un futuro no muy lejano. La niña dejó de comer en exceso, incluso en cantidades normales, hasta en porciones pequeñas, la niña dejó de comer definitivamente, pues el cuento de la niña hambrienta resonaba en su cabeza que le recordaba el perturbador y trágico desenlace cada vez que veía, olía o escuchaba comida.
Pasó de estar gorda a estar esbelta y de estar esbelta a estar escuálida. Su cuerpo eran huesos y piel, sin músculos que pudieran crecer. Sus fuerzas fueron disminuyendo y su apariencia era tan deplorable que parecía estar muerta, pero Martina cubría eso con rubor y maquillaje que ocultaban el estado anémico de su hija.
Pero un día el cuerpo de la niña perdió las ganas de continuar de aquel modo tan miserable y dejó de funcionar terminando repentinamente con su vida, mas no con su hambre.
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