Cruel monarca
El reino moría de hambre por la miseria en la que su cruel monarca los había hundido. El reino gritaba en silencio con ansias de libertad, de una mejor vida. Mientras tanto, aquel que cargaba con el poder absoluto sobre sus hombros, simplemente miraba desde lo alto de la torre más alta de su custodiado castillo sentado en su trono dorado a sus súbditos morir y el rey no movía ni un dedo para evitarlo.
Historias rondaban por las calles del reino, historias que decían que aquel que se atreviera a entrar al castillo pidiendo, rogando, implorando clemencia por parte del cruel monarca, nunca salía del castillo. Se decía que aquellos ingenuos que osaban molestar al rey terminaban como alimento para sus cien sabuesos. Rumores circulaban de que tanta maldad sólo podía ser concebida por un demonio, el reino estaba condenado por la palabra del rey que en realidad se trataba de un engendro del inframundo.
Pero nada más alejado de al cruel realidad. El cruel monarca era un simple humano de carne y hueso parido por una doncella de sangre roja, engendrado por un difunto rey. Podría ser un humano capaz de morir de hambre y de frío, pero tenía poder. Su poder era absoluto e incuestionable de proporciones monstruosas. Una palabra suya podría bastar para salvar o condenar más al reino.
Una noche llena de nubes oscuras, una chispa de rebeldía encendió el barril de inconformidad y hambre de justicia. Una noche en la que la gente se levantó y se puso en contra de su cruel monarca. Armados de valor y protegidos por la esperanza, el pueblo marchó al castillo y se abalanzó contra el ejército real.
Sangre de ambos ejércitos comenzó a pintarse en las puertas y el atrio del castillo. Fuego comenzó a correr entre los ladrillos de aquella fortaleza que protegía al causante de tanto sufrimiento.
El alboroto despertó al cruel monarca de su sueño. Molesto por el alboroto, exigió una explicación al primer guardia que se encontró. «Un levantamiento por parte de los súbditos, atacan el castillo y amenazan a la realeza», fue la respuesta que recibió Su Real Majestad. «Mátenlos a todos» fue lo que él ordenó a la vez que un trueno estalló en el cielo.
Los guardias como fieles borregos que siguen al pastor sin cuestionar por el poder que éste ejerce sobre ellas, los guardias asienten ante cualquier exigencia que el cruel monarca proclame. La sentencia ya estaba dicha.
Una lluvia torrencial cayó sobre el reino pero no cayó el objetivo del pueblo por mucho que fuera inútil pelear contra el metal de los guardias. Uno a uno de los rebeldes cayó, aunque pudieron penetrar el interior del castillo, no lograron nada más que encontrarse con su muerte. Y mientras tanto, aquel que cargaba con el poder absoluto sobre sus hombros, simplemente miraba desde lo alto de la torre más alta de su ensangrentado castillo sentado en su trono dorado a sus súbditos morir y el rey no movería ni un dedo porque solamente estaría ahí para presenciarlo.
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