5. La tumba sin nombre [+18]
La cabeza de Inga de Irzatia continuó rodando hasta el pie de las escaleras donde, al fin, se detuvo entre los gritos horrorizados de la multitud.
Wendy enterró el rostro entre las manos y a duras penas reprimió un chillido.
—No apartes la vista —le susurró Thorsten.
Se asomó entre los dedos y lo vio con los ojos clavados en la horrible escena. Inspiró hondo y recobró la compostura, pero no pudo evitar mirar la cabeza de la canciller. A duras penas controló las náuseas cuando sintió que salivaba al oler la sangre. Era una sensación escalofriante y repugnante, ¿qué si no un monstruo podía sentir sed ante tan macabro espectáculo?
Un carraspeo acalló a los invitados y todos se volvieron hacia el trono. Junto a él, Drago limpiaba la espada con su capa negra. Cuando terminó, no la envainó, manteniéndola a la vista de todos, como una amenaza muda.
—Esta es Aurora. La tomé de las manos muertas de Mirla cuando le di muerte en la batalla de Birsk. —Hablaba tranquilo, como si no acabara de asesinar a una poderosa noble frente a toda la corte—. Su filo está hecho enteramente del ámbar de los mirlakrim por lo que ningún vampiro sobreviviría si alcanzara un punto vital. Como la cabeza, por ejemplo.
Caminó despacio hasta el trono, tomó asiento y apoyó el mentón en pomo de la espada.
—Muchos os preguntaréis qué hago aquí —dijo con una sonrisa torcida—. Sé que mi hermana os hizo creer que perecí a manos de Raymond y hay una pizca de verdad en sus palabras —suspiró—. Me hirió de gravedad y, de no ser por ella, habría muerto. Anghelika me salvó, pero no fue un acto de bondad —dijo con los dedos clavados en la empuñadura de Aurora—. Desperté días después, en un agujero en lo más profundo de Dragosta, y con mi trono usurpado. Todo su reinado fue deshonroso y por ello me veo en la obligación de dictar mi siguiente orden: apresad a los Irzatia y los Tanelis.
De inmediato, la guardia real y los soldados de sus casas vasallas, los Romanak, Donev y Valanesku, acataron su orden. Nadie se atrevió a interponerse.
—Todos sus bienes quedan incautados y sus títulos revocados —continuó—. En cuanto a los Anghel, seréis desterrados al Palacio de la Medianoche y mis guardias os vigilarán hasta el fin de los tiempos. Esta es la clemencia que os concedo por la sangre que compartimos.
Tras dictar sentencia, un nuevo tropel de soldados armados hasta los dientes irrumpió en el salón del trono. La poca resistencia que había en los ojos de los condenados, cesó al verlos. Eran nobles, no guerreros.
Wendolyn se sorprendió al ver que no hubo más derramamiento de sangre. Después de todo lo que había leído sobre Drago el Sanguinario, la desconcertaba esa muestra de compasión. No solo había respetado lo que quedaba del linaje de su hermana, sino que había eliminado de un plumazo a sus potenciales enemigos cobrándose tan solo una vida. Segundos atrás, habría esperado una auténtica masacre, no una rendición pacífica.
Tras la marcha de los Anghel, Irzatia y Tanelis, el espacio que dejaron permaneció vacío; nadie se atrevió a ocuparlo.
—Continuemos —dijo el rey volviendo a su asiento, como si no se hubiera producido interrupción alguna.
Ya solo restaba un canciller por someterse a su escrutinio: Alaric. Wendolyn sintió retortijones al verlo aproximarse y entregar a Drago su tributo en sangre. Acababa de ver cómo exiliaba a todo un linaje real sin vacilar, ¿qué podría hacerle a los Hannelor si descubría el más mínimo rastro de confabulación en su contra?
Cuando se llevó el cáliz a los labios, su corazón latía con tanta fuerza que la sorprendió que nadie se volviera hacia ella. Quizás se debiera a que el latido de todos los presentes se había acelerado ante la escena.
Drago degustó la sangre de Alaric con parsimonia, como si la diseccionara con su ghricire. Al terminar, dejó despacio la copa sobre la mesita, sin embargo, sus ojos se movieron de forma repentina. Wendy sintió un escalofrío cuando se clavaron en ella como dagas.
El peso de su mirada antigua provocó que perdiera el dominio sobre su cuerpo y se tambaleó con las piernas convertidas en mantequilla. Si no fuera por que Thorsten se apresuró a sostenerla, habría caído al suelo.
—Acércate, muchacha. Quiero probar tu sangre —le ordenó el rey.
Wendolyn logró enfocar la vista y descubrió a todos los vampiros vueltos hacia ella. Parecían curiosos, como si la vieran por primera vez y se preguntaran por qué Drago se interesaba por ella.
—¡Mantén la compostura! —siseó el duque tan bajo que solo ella pudo escucharlo.
—No queréis probar su sangre, majestad —intervino Alaric—. No es importante, ni siquiera pertenece a una familia noble.
—Si tan insignificante es, ¿por qué la has traído aquí? —inquirió perspicaz—. Quiero probar su sangre —insistió.
Y no había nada que objetar.
Thorsten la empujó y Wendy avanzó con pasos vacilantes. Agradeció que la amplia falda de su vestido dorado ocultara sus piernas temblorosas.
Los vampiros se apartaron para abrirle paso y, mucho antes de lo que hubiera deseado, se encontraba frente a los escalones que conducían al trono. Alaric descendió y le tendió una mano que ella tomó agradecida. La tranquilidad que le transmitió no le llegaba ni a los talones a la de William, pero sus ojos ambarinos eran iguales y le sirvieron de consuelo.
Tener a todos esos vampiros poderosos y centenarios mirándola, era lo más aterrador que había experimentado nunca. Pero hubo unos ojos que la asustaron especialmente: los de Dragan.
William había intentado protegerla de su mirada y, ahora que lo sabía todo de él, comprendía por qué.
Su mirada era igual que la del barón Lovelace.
Cuando alcanzaron la mesita, Alaric la soltó y tomó la daga.
—Permitidme, majestad.
Drago asintió y el canciller apretó el filo contra la muñeca de Wendolyn que reprimió una mueca de dolor. Observó cómo, gota a gota, el cristal se teñía de rojo. Cuando hubo suficiente, le hizo una seña y ella retiró la mano. Su herida se cerró incluso antes de que el rey se llevara el cáliz a los labios.
Ocurrió de la misma forma que con los otros tributos de sangre, pero ahora ella estaba en primera fila y pudo apreciar cierta tensión en las facciones del rey. Sus ojos se movían con rapidez bajo los párpados, como si estuviera intentando ver cada detalle del futuro que se desplegaba ante su ghricire.
Y entonces, cesó. Su rostro se relajó, sus cejas se arquearon y sus labios esbozaron una leve sonrisa. Cuando abrió los ojos, azules como el mar del norte, sintió que una frialdad calculadora emanando de ellos. Ya no la miraba como si fuera insignificante, sino como una pieza más en sus planes. De alguna forma, había pasado a ser importante y Wendy supo que, fuera lo que fuera que tenía en mente, no podría oponerse a su voluntad.
—Tu esencia es cristalina —observó—. Es fácil discernir tu futuro, pero eso no lo hace simple. Para ser tan joven, tienes un destino complejo y enredado —dijo Drago antes de volverse hacia Alaric—. Hay asuntos que quisiera discutir contigo, canciller Hannelor. En los próximos días, te convocaré.
—Por supuesto, majestad —respondió. Realizó una reverencia que Wendolyn se apresuró a imitar.
—Podéis retiraros.
Wendy dejó que Alaric la guiara hasta donde se encontraba Throsten. Ambos intercambiaron algunas palabras entre susurros, pero ella no pudo prestarles atención. Sentía que necesitara gritar, pero, al mismo tiempo, se había quedado muda.
Las siguiente hora fue una procesión de nobles en sus mejores galas que vertían su sangre para que Drago la saboreara. Era una escena que no se había visto en décadas, pero ella no le pudo prestar atención. Su mente era un torbellino en medio de la corte de Dragosta, el rey que había regresado de entre los muertos y la oscura mirada de Dragan.
Cerró los ojos, pero entonces visualizaba el rostro de William y era tal la necesidad de estar con él, que le oprimía el corazón. Quería volver al único lugar en el que se había sentido segura. Deseaba sentirse querida y no preocuparse por nada, pero, si no demostraba su inocencia ante Drago, lo seguirían persiguiendo allá donde fuera.
En cuanto llegó a esa conclusión, el temblor de sus manos cesó y su mente se aclaró. Al fin, pudo alzar la cabeza e ignorar la mirada penetrante de Dragan.
Bajo el trono del Palacio Dorado, se ubica la Cripta Real. Allí se entierran solo a aquellos con sangre Dragosian, Anghel o Hannelor. Ni siquiera los consortes tienen derecho a reposar allí.
Cuentan que se encuentra sellada y que solo la sangre real puede abrirla para una nueva sepultura; también se rumorea que posee la más exquisita arquitectura. Una verdadera obra de arte encargada por Drago y Anghelika donde en cada palmo de piedra está cincelada una pérdida tan grande, que ni siquiera la eternidad puede curar.
Hacía poco, la cripta fue abierta para depositar el cuerpo de la reina asesinada. A pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que se franqueó su umbral, no había ni una mota de polvo acumulándose en sus recovecos. Al ser inmortales, no había muchos a los que llorar, por eso era un lugar solitario que permanecía sumido en una oscuridad sempiterna.
Hasta que la luz de un candelabro sangró sobre su superficie prístina cuando Drago se adentró en la cripta. Estaba inclinado sobre una de las tumbas, susurrando en voz tan baja, que nadie podría oírlo incluso estando junto a él.
—No quería que esto ocurriera, Anghelika, pero tú misma orquestaste tu fin cuando me robaste el trono —suspiró y se sentó en el borde del sepulcro de su hermana—. Y pensar que llegaría el día en que me quedaría solo...
Habían cincelado el rostro de la reina como si estuviera dormida. Sus ropas, aunque esculpidas en mármol, daban la sensación de ser de seda; y sus cabellos, inmóviles, parecía que iban a mecerse con la primera brisa que entrara en la cripta. Sin duda, el artista había puesto auténtico esmero en representarla, de no haber sido así, Drago habría encargado que hicieran otra, y otra, y otra más hasta que nadie olvidara jamás su rostro traicionero.
El dolor de su pérdida menguaba cuando contemplaba la corona que rodeaba su frente, la que le había robado. Deseaba arrancársela.
—¿Por qué me traicionaste? —siseó—. Me condenaste al peor de los destinos: el olvido. Nosotros, que somos inmortales, que llevamos moldeando Skhädell con nuestras voluntades durante siglos, no merecemos tal castigo. Y tú —la acusó con rabia—, fuiste tan mezquina de provocármelo a mí. ¡A tu hermano!
Se puso en pie de un salto y colocó una mano a cada lado de su rostro pétreo.
—¿Por qué? —gritó, mas solo el eco le respondió.
El escultor había logrado grabar en la piedra hasta el más mínimo detalle del rostro de su hermana, pero, con los ojos cerrados, no era ella. Sin su mirada penetrante que parecía atravesarlo, como si leyera todo lo que pensaba, no era ella.
Y él era un loco por esperar que le respondiera.
Durante las décadas que había permanecido enterrado en esa repugnante prisión, Anghelika lo había visitado en contadas ocasiones, siempre para darle la dosis justa de sangre que lo mantuviera despierto, pero sediento.
¡Ellos habían sido uña y carne! Salvadores de un mundo en ruinas, visionarios y exterminadores de licántropos. ¿Cómo había llegado a aborrecerlo tanto?
—Creía que tú, de entre todos, serías la única en quien siempre podría confiar —se lamentó mientras el dolor y la ira se hacían eco en las paredes—. Ahora estás muerta y yo soy el único que conoce la verdad; el último que sabe qué hacer.
Le dio la espalda y se dispuso a abandonar el lugar, sin embargo, no pudo evitar volverse hacia el centro del mausoleo donde se erguía un sepulcro sin nombre, aquel por el que se construyó toda la cripta. Había tratado de eludirlo, pero algo lo atraía de forma irresistible. Dio igual la fuerza con la que clavó los talones al suelo, sus piernas lo llevaron hasta ella.
Se detuvo frente a la estatua y acarició su superficie con la mirada. Lo único que podía dar indicios de quién se encontraba enterrada a sus pies, era la imagen de una mujer alta y esbelta, toda ella esculpida en mármol del más puro blanco. Drago siempre lamentó que no hubiera color para representarla mejor. Sus mejillas deberían estar sonrosadas, con la sangre siempre corriendo por sus venas; y sus cabellos, que nunca llegaron a ser blancos, del color de la tierra bajo los rayos de sol.
—Hannel... —dijo en un susurro moribundo. Acarició sus mejillas frías y volvió a murmurar su nombre. Lo aterraba que el peso de los siglos la sepultara cada vez más en los confines de su memoria hasta que un día no la recordara.
De Anghelika decían que era etérea, como mirar al mismo cielo sin que jamás te respondiera. Pero su hermana Hannel poseía una voz que te anclaba al suelo donde la tierra era sus mismísimas entrañas. Su risa, era un riachuelo en el que podías bañarte, sin embargo, sus ojos eran de un azul oscuro, como las profundidades del océano. Una vez te sumergías en su mirada, jamás escapabas.
La historia había olvidado a Hannel porque ni Drago ni Anghelika habían tenido la fortaleza de hablar de ella o de levantar estatuas con su rostro y llenar el palacio de sus retratos. Tan solo existía una imagen suya, la de su tumba, y ni siquiera habían tallado su nombre.
Tal era el dolor de su pérdida, sin importar los siglos transcurridos.
Con la muerte de Anghelika, el número de personas que conocieron a Hannel se había reducido tanto, que Drago temía condenarla a una segunda muerte si dejaba que su nombre se olvidara para siempre.
Ella que lo había empezado todo, no podía terminar en la nada.
Se encontraba tan sumergido en el pozo de sus memorias, que ni siquiera se percató del eco de los pasos. Cuando Dragan llegó a su altura, aún estaba arrodillado frente a la estatua de Hannel.
—Abuelo, Ivanel os espera.
Drago se alzó y lo miró desde arriba, como siempre hacía. Debía admitir que su nieto, aquel nombrado en su honor, había hecho lo imposible por liberarlo. Era lo único que lo mantenía vivo a pesar de haber sido el artífice en la sombra del asesinato de Anghelika. Si hubiera dependido de él, su hermana no habría muerto, mucho menos apuñalada por la espalda.
Aunque durante su encarcelamiento había fantaseado con matarla, en el fondo, no habría podido hacerlo. Del mismo modo que ella no había sido capaz de asesinarlo.
Eran mellizos, después de todo.
Ascendió a los niveles superiores del palacio. Las contraventanas estaban cerradas, pues a esas horas, el sol invernal ya brillaba en lo alto de Dragosta. No era algo que a Drago le preocupara pues había tomado una de las niktés reales. Escogió la que estaba engarzada en el ostentoso anillo que siempre fue suyo y que Anghelika había guardado en la Sala del Tesoro Real.
Se dirigieron a sus aposentos. Los guardias se apartaron para cederles el paso y realizaron una reverencia. Al otro lado de la puerta había un gran salón de oro y plata, con una biblioteca y cómodos sillones y divanes para disfrutar de la lectura. Todo estaba tal y como lo recordaba.
Drago nunca pensó que echaría tanto de menos algo tan banal como unos cojines mullidos.
El ruido de un libro al cerrarse, llamó su atención. Se volvieron y encontraron a Ivanel Hannelor observándolos con sus ojos ambarinos. Su atuendo era mucho más sencillo que el que había llevado en la sala del trono: un ligero e intrincado camisón azul y un chal de seda blanco cubriendo sus brazos desnudos.
—Retírate, Dragan —le dijo Drago a su nieto sin apartar la mirada de la mujer.
El aludido asintió y realizó una reverencia antes de marcharse. Sin embargo, no pudo evitar lanzarle una mirada desdeñosa a su tía segunda. No le agradaba la cercanía entre su abuelo y los Hannelor, no estaba en los intereses de su estirpe.
En cuanto se fue, Ivanel sonrió.
—Supuse que querrías verme.
Drago le devolvió la sonrisa.
—Me conoces bien... Es agradable que puedas anticiparte a mis deseos incluso después de todo este tiempo.
—Debo admitir que me sorprende que Dragan averiguara que estabas vivo, y me ofende que no te revelaras ante mí antes de tu entrada en escena en la coronación.
—Antes necesitaba averiguar en quién podía confiar. No pretendía ofenderte —dijo cauteloso.
—Te perdono —dijo sonriendo—. Pero no olvides que Dragan hará todo lo que desees, siempre que llegue el día en que pueda sucederte en el trono.
—Me extraña que no lo reclamara en mi ausencia. En lugar de eso, me buscó y restauró mi reinado.
Ivanel soltó una risita maliciosa.
—No era rival para Anghelika. Intentó tomarlo por la fuerza, pero ella lo derrotó. —Al ver el rostro sombrío de su tío, se apresuró a cambiar de tema—. Además, te idolatra. Busca tu aprobación por encima de cualquier otra. Es tierno, aunque no lo hace menos monstruo —concluyó encogiéndose de hombros.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó, evitando comentar al respecto.
—Estaría bien...
El rey tocó una campanilla que había sobre una mesa y tres esclavos entraron en la habitación unos segundos después. Se colocaron en fila y permanecieron inmóviles como estatuas, aguardando. Drago se inclinó sobre ellos, como una bestia hambrienta. Inspiró hondo y olió la esencia de cada uno.
—Tú —le dijo a un joven de pelo negro.
Cuando los otros dos se retiraron, el esclavo se abrió los primeros botones de su camisa para exponer su cuello, también se arremangó por si prefería beber de sus muñecas. No había una sola cicatriz sobre su piel nívea porque nunca antes había sido mordido.
Lo habían seleccionado especialmente para el rey de los vampiros porque, aunque el ghricire era un don codiciado, también tenía desventajas. A los Dragosian más jóvenes, les costaba interpretar las visiones; a los más antiguos, les era casi imposible bloquearlas. Por eso, los humanos que alimentaban a quienes podían ver el futuro debían cumplir una condición esencial: carecer de él. Sin importar su belleza o lo deliciosa que fuera su sangre, una vez elegidos, no se les permitiría vivir más que unos días. De esa forma, cuando Drago bebía de ellos, ninguna visión de su patética existencia le nublaría la mente.
Sus labios se pasearon por la piel erizada de su cuello, disfrutando el momento y prolongando la agonía del joven. Sus colmillos se alargaron hasta rozar su carne y con su lengua palpó la yugular latiendo con fuerza. Sonrió. ¡Cuánto había echado de menos deleitarse con sangre de calidad!
Al fin hundió sus caninos en la carne y saboreó ese líquido escarlata que tanto los fascinaba. No había nada igual en toda Skhädell, nada que ansiaran más.
Tras varios sorbos, se volvió hacia Ivanel, con un reguero de sangre resbalando por su barbilla.
—¿Te unes?
Ella sonrió y caminó hasta el esclavo para tomar su brazo. Besó la piel de su muñeca antes de profanarla con un deseo animal. Bajo sus mordeduras, el joven se estremeció con un placer inigualable y, mientras la vida se le escapaba, una sonrisa iluminó su rostro.
Son criaturas inferiores, pensó Drago observándolo. Tan sumidos en su regocijo que no son capaces de distinguir su muerte. Débiles y efímeros.
Los dos vampiros bebieron hasta hartarse y, cuando se saciaron, soltaron al esclavo que cayó al suelo. La madera se tiñó de rojo y se inundó con la vida que se le escapaba.
—Te he echado de menos —susurró Drago, acariciando el rostro de Ivanel y manchando su piel con la sangre de sus dedos.
—Por eso estoy aquí —contestó—. Mientras lo desees, estaré aquí.
—Entonces, para siempre —murmuró sobre su boca antes de besarla.
Sus labios siempre fueron deliciosos, pero lo eran más vestidos de sangre.
La devoró con ansia y la rodeó con los brazos para pegar sus cuerpos. Ella acarició su pecho, ascendió por sus hombros y tomó su cuello para profundizar el beso.
Aunque habían transcurrido décadas desde la última vez que se vieron, sus manos recordaban el tacto familiar del cuerpo del otro.
Y el anhelo que los poseía era el de dos amantes que se reencuentran tras una larga separación.
Drago nunca había amado a su esposa. Su matrimonio con Katerina Valanesku fue de conveniencia y, durante los siglos, ambos habían tenido infinidad de infidelidades. No importaba mientras cumplieran su papel.
Drago no podía recordar los nombres de todos los vampiros que habían pasado por su lecho, solo el de Ivanel. Ella era la única amante que había mantenido a su lado sin importar el tiempo transcurrido.
Su boca perniciosa descendió por el cuello níveo de Ivanel, lamiendo y mordisqueando la piel a su paso. La oyó gemir por primera vez después de décadas soñando con sus encuentros pasados.
—Oh, cuánto te he echado de menos... —murmuró sobre su escote.
Era bueno que no llevara uno de los complejos vestidos que acostumbraba, repleto de capas y nudos de los que deshacerse.
El chal de seda cayó al suelo y se manchó con la sangre del esclavo. Después, no tuvo más que deslizar los tirantes de su camisón para descubrir sus senos. Se inclinó para lamerlos y, de inmediato, sintió los dedos de ella clavarse en su espalda a través de la ropa que cedió y se rasgó bajo su fuerza. Ivanel arrancó los jirones de su camisa hasta descubrir su pecho. Lo empujó con firmeza y su boca abandonó la piel de sus senos que ya estaban erectos y enrojecidos. Al fin pudo contemplarlo y se lamió los rastros de sangre de sus labios.
Antes que monarca, Drago fue guerrero y obtuvo su trono a punta de espada. A diferencia de otros reyes, peleó en múltiples batallas y ello dejó notorias cicatrices en su cuerpo.
Ivanel las conocía todas y volver a recorrerlas con los dedos era como visitar un lugar conocido donde todo estaba tal y como recordaba.
Descendió por sus pectorales hasta sus abdominales marcados y sintió que Drago se estremecía cuando coló una mano libidinosa en sus pantalones.
Gruñó y la empujó contra la mesa, arrebatándole una exclamación de dolor.
—¿Has estado con otras después de escapar de tu prisión? —jadeó Ivanel en su oído.
—No... —siseó.
No era de extrañar que estuviera siendo tan brusco e impaciente después de cuatro décadas de celibato involuntario. Normalmente, era un amante más hábil, pero podía sentir contra sus dedos que no podía soportarlo más.
De un salto, se sentó sobre la mesa, se levantó el camisón y abrió las piernas. Dragó no dudó un instante para desabotonarse los pantalones y hundirse en ella de una sola embestida.
Gimieron en la boca del otro, frenéticos, prendados de la mirada del otro. Cada estocada, arrancaba un gemido de Ivanel que era como una melodía para Drago.
Solo en esa maldita mazmorra, lo que más había anhelado después de la sangre, era estar dentro de ella.
E Ivanel nunca lo decepcionaba.
La vio desplomarse sobre la mesa tras una estocada más profunda y rápida de lo normal. Varios libros cayeron al suelo, preciados volúmenes que había tardado siglos en reunir. Poseían un saber extinto que él había buscado con ahínco.
Y le importó una mierda.
Lo único que le interesaba era su cuerpo caliente y sudoroso; la fricción de sus muslos cada vez que la embestía; y los gemidos tan altos que parecían gritos.
El clímax estaba cerca porque no había podido controlarse para prolongarlo.
Daba igual porque no sería la última vez. Ya no tendría que pasar las noches en un rincón frío y húmedo de una celda maloliente, ahora podría hacerlo en una cama con sábanas de seda e Ivanel desnuda junto a él.
Se inclinó sobre ella y la penetración fue más profunda; tomó sus manos y entrelazó sus dedos por encima de su cabeza; se apoderó de sus labios y ella los mordió y succionó hasta hacerlos sangrar.
Drago no cerró los ojos en ningún momento, pues deseaba recordar cada detalle de su cuerpo y su rostro cuando terminó dentro de ella.
Era una relación enfermiza, muy mal vista en la corte, pero no le importaba. Cada vez que yacía con ella, algo encajaba en su interior. Ivanel poseía algo que él anhelaba y, a pesar de los siglos transcurridos, Drago siempre volvía para buscarlo. A veces lo encontraba, a veces no.
Esta vez, sobre la mesa de una habitación bañada en sangre, lo encontró. Con su cuerpo inmortal bajo sus manos y sus jadeos contra su oído, recuperó lo que le fue robado siglos atrás.
Y, al día siguiente, cuando lo perdiera de nuevo, volvería a buscarlo en Ivanel.
Después de su encierro, al fin recuperó su identidad: él era el rey de los vampiros y Skhädell pronto recordaría su nombre.
Este capítulo es de los mejores del libro. Tenía tantas, TANTAS ganas de revelar el nombre de Hannel, que tenía miedo de decirlo sin querer jajaja. Lamentablemente, no está viva. Sé que algunos pensaban que estaba por ahí y que en algún momento aparecería, pero no, ella lleva siglos bien muerta, aunque las heridas que su fallecimiento provocó siguen abiertas.
Lo que más me gusta de escribir este capítulo es que tenemos un vistazo a la mente de Drago. ¿Es como esperabais?
No sé si a alguien le habrá extrañado que Drago e Ivanel (siendo tío y sobrina) sean amantes. La verdad es que en la nobleza y realeza de Europa era algo habitual que se casaran entre primos, tíos y sobrinos... Luego venían los problemas por endogamia, pero, por suerte, mis vampiros no pueden tener hijos.
¿Qué más? Por si alguien tiene curiosidad, Drago e Ivanel se convirtieron en amantes cuando ambos eran vampiros con siglos de edad. Además no pueden casarse porque, por un lado, ya están casados y los matrimonios entre miembros de la familia real no están permitidos (recordemos lo que pasó con William, Mathilde y Brigitte).
¡Ah! Ivanel Hannelor es un personaje muy interesante, con sus propios objetivos. Además es lista y sabe cómo moverse en la corte. Ahí lo dejo...
Las personas que estuvieron en el directo de Instagram que hice en noviembre saben por qué Anghelika llegó a odiar tanto a Drago como para tenerlo encerrado. Para los que no pudieron verlo, lo he subido entero en YouTube (buscad mi perfil como Marta Cuchelo).
Aquí os dejo el árbol genealógico actualizado con todos los cambios hasta ahora. Ya podemos ver a Hannel y a su esposo Dimitri Fethorian (que, por cierto, fue hijo de Thorsten, pero murió hace mucho).
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