6
Durante las Navidades, nuestros padres viajaban a una pequeña casa de campo fuera de la ciudad. Allí, nuestro hermano Matías tenía una casita de árbol.
Durante los primeros años, 308 me impidió subir a ese sitio, él era demasiado desconfiado, pero fingía todo lo contrario. Cuando las personas nos miraban a los dos juntos, siempre decían que entre los dos, él era el más sociable y perspicaz.
De mí, solo se decía que era arisca. Así, como si fuese algo que necesitaba ser domesticado. Nunca me importó, de hecho, me hacía sentir fuera de su alcance.
Sin embargo, estaba ese sentimiento que me invadía cuando estaba en casa, ese que me decía que estaba bien, a salvo, y que no volvería a vagar por aquel bosque oscuro y lleno de astillas.
«Creceremos y marcharemos de aquí. Este no es nuestro hogar» me repetía 308 muchas veces. Y, a pesar de repetírmelo tanto, no le lo llegué a creer del todo.
Él sabía que mientras nadie supiera nuestro secreto, estábamos a salvo. Y más importante todavía, yo estaría a salvo.
A pesar de tomarle real cariño a nuestra familia, besos, abrazos y caricias eran cosas que no podíamos ofrecer ni recibir, por la seguridad de nuestro secreto.
Sin embargo, de alguna u otra manera, dicho método tuvo un fallo, que por suerte, no dañó nuestra existencia.
Matías, es enormemente curioso, y Anderson siempre me advertía de él.
«No lo escuches, no caigas en su juego».
Pero era imposible no hacerlo, Matías siempre tenía cosas interesantes por decir. Aunque a veces sospechaba que se inventaba todo aquello que decía, aún así, seguía siendo interesante.
Una víspera de Noche Buena, cuando los tres rozábamos los catorce años, Matías me sacó de casa a media noche. Fui tras él, porque no creí que fuera a pasar algo malo. Era Matías, mí Matías.
Juntos subimos hasta la casa del árbol, y allí, nos sentamos sobre la alfombra que cubría el piso de madera.
Era la primera vez que estaba en aquel lugar, y estar dentro resultó demasiado excitante para mí. No porque fuese demasiado lindo lo que me rodeaba, sino porque esa era posiblemente, mi mayor desobediencia a las palabras de 308.
Matías sujetó un pequeño automóvil de juguete. Bastó un vistazo para saber que era de plástico. Y de pronto, hizo lo que menos esperaba que hiciera con él: lo desarmó. Parte por parte fue removida de aquel común objeto, hasta que quedó reducido a piezas dispersadas y sin forma.
Luego de eso, fue por otro juguete de plástico, en esa ocasión tenía entre sus manos un helicóptero. Hizo exactamente lo mismo que con el automóvil: lo desarmó.
Entre tantas partes en medio de nosotros, solo pensé en lo detallados que eran esos juguetes.
Matías comenzó a colocar las partes del helicóptero en el sitio donde antes estaban las partes del automóvil, cabe resaltar que algunas partes quedaron mal colocadas, pero ese fue un detalle que no le importó a Matías. Al terminar hizo lo mismo con el helicóptero para finalmente tener entre sus manos dos juguetes: un automóvil y un helicóptero, con la diferencia que dentro de ellos, no estaban las piezas correctas.
—¿Lo ves? —preguntó—. Una cosa no afecta a la otra, no exteriormente.
Yo guardé silencio, porque no había entendido el significado de sus palabras. El muchacho sonrió apenado, se relamió los labios y se toqueteó la tela de su pantalón de pijama.
—Tú eres como esto —dijo mientras alzaba el automóvil—. Y también como esto —añadió alzando el otro juguete.
Yo seguía sin entender lo que estaba diciendo, pero como no quería parecer una tonta, hablé:
—Yo no soy un automóvil ni tampoco un helicóptero. Mucho menos un juguete.
Matías soltó una risita que catalogué como efecto de sus nervios.
—No me refiero a eso, lo que quiero decir es que… tú sigues siendo una persona, no importa lo que tengas dentro.
«No importa lo que tengas dentro».
Fue ahí cuando lo entendí. Él lo sabía, y me lo estaba confesando.
A pesar de mi estupefacción, dirigí mi mirada hacia los juguetes en sus manos. Rememoré la manera en que había sustituido las piezas de uno, por las piezas del otro. En pocas palabras: el implante que había hecho entre los dos juguetes de distinto tipo.
Tal y como lo habían hecho conmigo.
«¿He sido implantada en el cuerpo de una humana?» Me pregunté. Hasta ese momento, no había pensado en esa posibilidad. Sin embargo, tal pensamiento quedó descartado después de la auto radiografía que mi hermano —mi verdadero hermano— y yo nos realizamos.
En conclusión, lo único similar a los humanos era nuestro aspecto exterior.
Observé detenidamente el pequeño juguete en forma de automóvil. Se lo quité de las manos y lo estudié. Tal y como él había dicho, el juguete seguía siendo un automóvil, a pesar que dentro de él, habían piezas de otro vehículo. De la misma manera en que yo seguía siendo una persona, a pesar que dentro de mí cuerpo, hubiera un sistema distinto al de los humanos.
—No importa qué tengas, o qué seas… para mí sigues siendo una chica, una chica que es mi hermana.
La mano que sostenía el auto tembló. Sentí pánico y alegría, y por un momento, pensé que ese era solo un sueño.
—¿Cómo… cómo es que lo sabes? —pregunté sin apartar la mirada del juguete. Temí que si le miraba, todo se desvaneciera.
—Tanto empeño por no dejarse tocar, era demasiado sospechoso. Más cuando entre ustedes no hay límite en ello.
Esperé que dijera más, alguna explicación de cómo llegó a saber que mi cuerpo no era habitado por una humana. Sin embargo, Matías no hizo comentario alguno.
—Eso no responde mi pregunta —reproché a la defensiva. Estaba demasiado expuesta, y por un minúsculo momento me lamenté de haberle seguido. Y también por no haber replicado por su señalización.
«¡Hubieras negado todo! ¡Hubieras negado todo!» me regañé, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas y mentir al respecto. Si antes él tenía sospechas, seguro que yo me había encargado de convertirlas en un hecho.
—Te toqué sin tu permiso… entré cuando estabas dormida, y sentí la frialdad de tu cuerpo. Al principio pensé que eras un vampiro pero… —Dejó de hablar al escuchar mi risa.
—¿Un vampiro? —pregunté todavía con la diversión saliéndome por la boca.
Matías enrojeció, pero asintió con la cabeza.
—Es que siempre los describen como cuerpos fríos y…
No terminó su argumento, pero sus palabras habían detenido mis risas.
«Un vampiro» repetí.
Y, por muy estúpido que fuese. Recordé lo mucho que me gustaba la sangre.
«¿Desde cuándo se habla de vampiros?» me cuestioné, imaginando si en algún momento alguien hubiese conocido a alguien de mi especie y, al no encontrar una manera de llamarle le hubiera bautizado como: vampiro.
Era ilógico sí, pero mi sola existencia lo era.
Meneé la cabeza para alejar aquellos pensamientos. Proseguí entonces a concentrarme a la conversación.
—No soy un vampiro —declaré—. Pero dime tú, ¿quién o qué, crees que soy?
No tenía el valor de decir con mi propia boca lo que era, además, no sabía si Matías era de fiar. Iba a conservar nuestro secreto —o al menos lo que quedaba de él— a salvo el mayor tiempo posible.
Sin embargo, mi desconfianza se desvaneció tan pronto como había llegado, porque Matías dijo las palabras que menos esperaba obtener como respuesta:
—Mi hermana.
***
A la distancia escucho el murmullo de una voz. Conforme comienzo a adquirir conciencia de mis sentidos, logro identificar la voz de Anderson, pero no me habla a mí.
—Ya he dicho que estamos bien, no hay nada de qué preocuparse.
Abro los ojos, y me encuentro con el bombillo mirándome desde el techo.
—De acuerdo, de acuerdo, si los presuntos alienígenas dan señales de ponerse violentos, viajaremos hasta allí, lo aseguro. Pero mamá, por favor, solo escúchate: Estamos siendo invadidos por alienígenas hijo. ¡Suena delirante! Todo eso es una chorrada.
Parpadeo y enfoco todo el interior de mi habitación.
—¿Hablar con Anyi? No podrás, está haciendo no sé que cosa en una biblioteca, seguro por eso tiene el móvil apagado… no, no mamá, ningún alienígena se la ha llevado, por favor, deja de estar tan paranoica.
Mientras mi hermano hace una pausa para escuchar lo que su interlocutora le dice por el móvil, yo intento acomodarme en la cama. Lo único que logro es hacer que mi espina dorsal de pinchazos, lo cual provoca que suelte un chillido.
Al escucharme, Anderson se vuelve a mí alerta. Cinco se segundos después está sentado a mi lado tocando mis mejillas y cuello.
—Sigo aquí mamá —habla él, más concentrado en mí que en la conversación con Andrea.
Tardo en ser consciente en la cosa que hace mi cabeza más pesada, cuando me llevo las manos a la frente, me encuentro con una toalla empapada de agua.
—Sí madre, estaré pendiente de las noticias, pero repito, eso no es más que una chorrada de los medios —responde 308, luego baja la voz y se dirige a mí—. No te quites la toalla.
Se levanta de la cama y se aleja lo suficiente para que yo no pueda escuchar el resto de la conversación. A pesar de eso, puedo leer en sus gestos que le resulta complicado darla por finalizada.
Aspiro grandes bocanadas de aire, en un intento de apaciguar el calor que carcome mi cuerpo pero, a diferencia de lo que esperaba, solo soy consciente de lo difícil que me resulta respirar.
Cuando Anderson vuelve a mi lado, su gesto luce sombrío. No es necesario que lo diga, sé perfectamente que conoce mi estado.
—¿Cuándo pensabas decírmelo?
Al escucharlo, cierro los ojos. Ahora no soy capaz de mirarle a la cara mientras confieso que no pensaba decírselo. De hecho, no puedo ni siquiera abrir la boca para pronunciar tales palabras.
»¡¿Cuándo pensabas decírmelo?! —exige nuevamente, esta vez en un molesto y preocupado grito.
Pienso por un momento en cómo explicar el porqué de mi silencio y, por mucho que doy vueltas al asunto, no logro encontrar ningún argumento lo suficientemente válido para decirlo.
—No pensaba decirte nada —confieso luego de un largo momento en silencio. Después de que lo digo, me doy cuenta de lo estúpido que es eso.
A mi lado, Anderson ríe amargamente, haciéndome sentir como lo más patético de la existencia.
—Que tonta eres —masculla amargamente. A pesar de lo fuertes que me resultan sus palabras, me esfuerzo por no tomármelo como algo personal.
—No quería preocuparte —aclaro, intentando apaciguar cual sea su sentimiento actual.
Vuelve a reír. Dicha actitud me resulta tan anormal que hace que frunza el ceño. Reír es normal para los humanos, algo que ninguno de los dos es, aunque eso solo sea un efecto de los años en este planeta, algo en mi interior me susurra que no es lo correcto. Que detrás de cada cosa que hacemos o dejamos de hacer, hay miles de hilos conectando un solo motivo.
—No pues, gracias por su consideración —espeta Anderson sacándome de mis cavilaciones. Alzo la vista hacia sus ojos, sin ocultar mi reproche silencioso.
—No hay nada por hacer, decirlo solo era sumar un problema más a nuestras vidas. Tienes que… aceptar lo que va a sucederme, de la misma manera en que yo lo he hecho.
—¡NO! —Doy un respingo al escuchar su atronador grito—. ¡NO! —repite, negando sin parar con la cabeza.
—Pero tú sabes…
—¡CÁLLATE! —me corta, mirándome con sus ojos chispeantes de desesperación. Al mover mis dedos, me doy cuenta que he llevado mis manos hacia mi boca, en un gesto de perplejidad. Parpadeo, y estoy a un pelo de soltar un lloriqueo.
Durante todo este tiempo, 308 no ha sufrido un estado semejante, y ahora que le tengo enfrente, con su interior siendo un caos, me siento terriblemente responsable de ello.
—Pero tú sabes que no hay nada que me salve —digo bajito. Anderson, un poco más tranquilo; se aproxima a la cama hasta sentarse a mi lado. Segundos después soy rodeada por sus brazos, algo que provoca un atroz dolor en mi espina dorsal, pero no me quejo, tan solo me limito a hacer una mueca que Anderson no logra ver.
—No voy a permitir que te vayas Anyi, jamás. Si puedo hacer algo…
—Solo quiero un después de esto —hablo—, quiero que tengas un después, que ganes, que… —Trago grueso para evitar que mi voz se rompa—. Que no mueras.
308 guarda silencio. Muevo una de mis manos hasta su pierna, y le doy un leve apretón. Y es entonces cuando pienso en mi familia, en como su vida depende de nosotros. Y, viéndolo desde ese ángulo, la idea de ir con ellos no resulta para nada mal. Cuando estoy a punto de decirle mi pensamiento a Anderson, él dice:
—Hay una manera de estabilizarte.
De inmediato, pongo distancia entre los dos, intuyendo que sea cual sea esa manera, no debe de tratarse de algo bueno.
—¿A qué te refieres? —pregunto, aunque realmente quisiera preguntar: ¿Qué carajos estás planeando? Sin embargo, eso solo conllevaría a tensar las cosas.
—Si tu regularizador ya no puede mantener estable tu temperatura, debemos buscar algo que sí lo haga.
—Pero dudo que podamos encontrar algo que enfríe mi cuerpo —repongo, sin estar demasiado segura en que eso sea así—. Y si lo hubiera, ¿qué tan accesible podría ser?
Por el gesto de 308, entiendo que él sabe exactamente en cómo desarrollar esa manera de estabilizar mi temperatura.
«¿Pero qué tan fiable puede ser?» me pregunto, sintiendo un poco de pánico por los muchos límites que podríamos cruzar ante la desesperación.
Ahora, es cuando entiendo lo que puedes ser capaz por los que amas. Aunque yo no temo por mi propia vida, haría muchas cosas por 308, aun cuando eso significara correr el riesgo de morir. Algo que 308 también haría por mí.
—¿De qué se trata?
Ante mi pregunta, se relame uno de sus labios.
—Si el problema es tu temperatura, podría intentar buscar la manera de conectar un sistema de enfriamiento con tu cuerpo. Como un refrigerador.
Ante lo último alzo las cejas y le miró incrédula.
—Debes de estar bromeando —mascullo, a pesar de saber que no está de broma.
El hecho de que los refrigeradores tienen un sistema de congelación, no significa que sea suficiente para conectarlo con mi cuerpo. Podría incluso dar muchas razones por las cuales es improbable que pueda realizarse tal acto. Pero principalmente, solo puedo pensar en que, para poder realizar algún tipo de conexión con mi sistema, tendría que tener hilos.
A diferencia de lo que piensan algunos humanos, nosotros los alienígenas no somos máquinas súper avanzadas con tecnología jamás vista por el ojo humano. A diferencia de lo que todos pueden creer, nosotros solo somos seres que existen, que de alguna manera —que desconozco— terminamos varados en el planeta Tierra buscando de alguna forma, nuestra supervivencia.
A diferencia de lo que muchos creen, yo no tengo ningún interés más allá de mi propia vida. El mundo humano no tiene algo lo suficientemente bueno por el cual yo quisiera revelarme contra ellos.
Aunque pudiera permanecer muchos años más en este lugar, no puedo imaginarme en el papel de: ¡Eh terrícolas! Les voy a quitar todo lo que tienen, me apoderaré de todo aquello sobre este planeta y los usaré como esclavos.
—Anyeli —me llama Anderson—. Por favor, permíteme intentarlo. ¿Acaso no harías lo mismo por mí?
«Ah» de mis labios se escapa un suspiro de resignación.
Si de alguna manera conectar a 308 a un sistema de congelación le diera una esperanza de vida, lo haría. Sin importar si le gustara o no.
«Así que debes de comprenderle» me digo.
—Por supuesto que lo haría —repongo. Luego, decidida a correr uno de mis mayores riesgos añado—: si no funciona, si muero, lucharas por los dos y saldrás victorioso ¿De acuerdo?
Anderson asiente con una emocionada y agradecida sonrisa. Seguro de que su grandioso plan tendrá éxito. Sin embargo, por un minúsculo momento me pregunto si él tendrá el valor de aceptar su fracaso.
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