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3

Mantengo mi concentración en la cuchara que está sobre la mesa. El sonido me confirma que comienza a temblar. Primero se levanta la pala y poco a poco se despega de la mesa, inestable, pero elevada.  Comienzo a buscar la manera de atraer la cuchara y que venga a mí, camina tres centímetros y luego cae.

Maldigo entre dientes por mi impotencia.

«Solo es una cuchara. Puedes levantarla y tenerla en tu mano sin siquiera moverte»

La cuchara luce gloriosa sobre la mesa.

«Enséñale a esa estúpida cuchara quien es la que debe ser sumisa entre ustedes»

La cuchara brilla con la luz de la tarde.

Sacudo los brazos y saco el aire de mis pulmones, el aliento me sale frío, como la neblina en la mañana de un día de invierno. Mis ojos negros se posan en el objeto, con tanta determinación que la cuchara comienza a temblar fuerte y descontroladamente.

Por un mísero momento, pienso en lo extraño que resulta ver su movimiento y, solo esa distracción es suficiente para que de tumbos y caiga al suelo con un fuerte golpe, como diciendo: así es 303, la sumisa entre las dos eres tú.

Me llevo las manos a la cabeza mientras bufo, luego dejo caer el resto del cuerpo en el sofá. Esta es la quinta vez que lo intento y no funciona. Se supone que esto debe de ser tan normal como un niño de un mes haciéndose popo en los pantalones, tan normal como chicas insoportables en el colegio, tan normal como sentir sed.
Pero, aunque se supone que es normal, yo no puedo hacerlo.
Cierro los ojos tratando de encontrar la manera de mover los objetos, sé que puedo hacerlo, esa es mi naturaleza, soy un bolar, ¡soy un bolar!

«O solo soy, una chica patéticamente ridícula».

—¡Ah! —chillo mientras me levanto del sofá al sentir el agua fría caer en mi cara.

Aparto la humedad de mis ojos con los dedos, aún con pestañas pesadas levanto los párpados y veo al chico frente a mí, el cual está sonriendo divertido.

El vaso de cristal está a unos escasos diez centímetros de mí, flotando como globo. Lo sujeto y se lo lanzo, él lo esquiva sin ningún problema riéndose a carcajadas.

—¡308! —chillo— ¡No abuses de lo que haces! ¡Mira cómo he quedado! —me quejo, estilando de agua. Me abalanzo sobre él mandándonos a ambos hacia el sofá. Aprovechando mi posición exprimo el agua del cabello sobre su cara.

Anderson cierra de inmediato sus ojos, sin embargo, las gotas no llegan a tocar su piel.

Me quedo inmóvil de golpe al ver las pequeñas esferas flotando a centímetros de su rostro, es tan hermoso como sorprendente. Mi núcleo vibra y envía sondas de emoción, las cuales recorren todo mi sistema a la velocidad de la luz.

Anderson abre los ojos al sentir que no hay movimiento sobre él, y su gesto pasa de divertido a anonadado.

—¿Lo haces tú?  —pregunta en apenas un murmullo, manteniendo la vista fija en las gotas flotantes.

Niego con la cabeza, todavía con ojos desorbitados. La causa no soy yo, es su cuerpo en respuesta de defensa. Una gota me recorre la mejilla y llega al mentón, no la veo pero la siento. Los ojos de Anderson se mantienen fijos y expectantes. Y la gota cae, pero tampoco lo toca. Es como…. Si la gravedad se desapareciera.
Ambos sonreímos ante lo que ven nuestros ojos.

Elevar los objetos es algo que no requiere tanto control, excepto en mi caso. El agua, el fuego o cosas por lo parecido, suele volverse más fácil de descontrolar así como también, más difícil de controlar.
Ver como el agua flota justo frente a nuestros ojos, es algo que ninguno de los dos se esperaba.

Y las gotas caen, humedeciendo la pálida piel de sus mejillas.
Me quedo sobre él en silencio, bajo la oscuridad de la sala, escuchando nuestras respiraciones y sintiendo nuestras vibraciones. Anderson mueve su mano y me toca la cintura, luego, lentamente guía sus dedos a mi espalda.

Sus dedos no tardan en encontrar lo que estaban buscando, aquello sobre nuestras espalda que nos mantiene con vida en este planeta.

Nuestro regularizador. 

Nosotros somos, de sangre fría, el líquido que sale de nuestras venas es como el agua congelada. Sobre nuestra espalda tenemos un regularizador en forma de X pero sin parecer a X realmente, es más bien como un grillo de cuatro patas.

Dos de esas [patas] están bajo mis hombros encontrándose en el centro, sobre la espina dorsal baja el cuerpo y, antes de la cadera están las otras dos patas conectando las venas de mis piernas.

No tenemos corazón, tenemos un núcleo, el cual no bombea, vibra. Ese núcleo está en el centro, justo arriba del ombligo. Arriba de él se encuentra el pulmón, que es de la forma de las mollejas de pollo —lo descubrimos luego de una radiografía con los aparatos de hospital de nuestro padre adoptivo— un parecido demasiado desagradable del cual no me siento muy orgullosa.

Debajo del núcleo está el estómago, y otras cosas más de las cuales prefiero no pensar para evitar mis traumas. Las venas centrales son cuatro: una por cada brazo y pierna.

De las venas centrales se dividen cinco más por cada brazo, y ocho más por cada pierna. El trabajo del regularizador es mantener nuestra sangre fría, lo suficiente para mantenernos vivos en este cuerpo al que fuimos [implantados].

A veces trato de recordar el antes de [esto], el antes de [fuera de aquí], el antes de [casa]. Pero eso es inútil, nuestras cabezas no tienen ningún recuerdo al cual acudir, ni la más mínima idea de cómo era nuestro trasero.
Si es que teníamos.

—¿En qué piensas? —pregunta 308 aún con la punta de sus dedos sobre el regularizador.

308 no es un nombre, mi hermano no es 308, yo tampoco soy 303, ese solamente es un código, el cual recibimos antes de ser implantados, o más bien lo escuché… o tal vez si lo leí, o es un producto imaginario, o quizá no existió, probablemente sea…

—¡Anyeli! —Por un momento siento que estoy siendo testigo de un terremoto, pero solo es Anderson zarandeándome con fuerza y sacándome de mi trance.

—Estaba… —balbuceo—, estaba… —Trato de explicar lo que estaba pensando, pero en mi mente resuenan por primera vez los recuerdos, unos recuerdos a sonidos de serpientes al acecho.

—¿Anyi? —murmura Anderson mientras se sienta. Me pone sobre el sofá e inclina la cabeza y me acaricia las mejillas—. ¿Todo bien?

Mientras parpadeo lento, me imagino un mundo oscuro, frío y viscoso, horrible, muy horrible. De pronto siento arcadas,  tres segundos después estoy vomitando.

Me levanto del sofá para alejarme de la asquerosidad que ha salido de mi estómago. Anderson me toma de los hombros al alcanzarme, pero quiero que se aparte, que se quite de encima mío.

—Déjame, déjame.

Aparto sus manos e intento salir corriendo en dirección al baño.

—¿Qué tienes? —No respondo, tan solo continúo moviendo mis piernas temblorosas. A tientas llego al baño y me lavo la cara, aspiro grandes bocanadas de aire y el olor a jabón hace que me pique la nariz.

Me aferro al lavamanos con fuerza, tratando de estabilizar el equilibrio de mi cuerpo. En mi mente, se entremezclan los recuerdos de mi vida como humana y, también de aquellos susurros que parecen estar llamándome.

«Conozco tu secreto» dice el chico de mis recuerdos «y creo que es increíble» me brinda una sonrisa brillante.

«Es increíble» repito mentalmente.

—Es increíble —susurro, logrando estabilizar un poco la marea de mis pensamientos.

Al levantar el rostro me encuentro con el reflejo de una delgada figura, cubierta por una piel extremadamente pálida, un par de ojos negros y una gruesa capa de pelo lacio tan oscuro como los ojos. Eso que se encuentra frente a mí, es mi  imagen.

La imagen de 303.

A mi lado, se encuentra el reflejo del chico a mis espaldas, chico que comparte la mayoría de mis rasgos.

—Estoy bien —le digo, tratando de eliminar la preocupación reflejada en sus ojos.

La luz dentro de casa es tan poca que solo somos dos sombras espectrales. Dos seres anormales e inhumanos.
Aparto la vista del reflejo de 308 y me concentro solo en mi rostro, perdiéndome entre mi propia imagen y recordando el porqué de nuestro apagado entorno.

  —¿Qué has tratado de hacer?  —pregunto, sintiendo pinchazos de temor. Él se toma un momento para responder, hasta que finalmente dice:

—Sentí a alguien más.

Ante su respuesta, tenso cada músculo de mi cuerpo. Me giro hacia él y le miro directamente hacia sus ojos, sin poder creer lo que acaba de decirme.

  —¿Qué…? —corto mis palabras al no sentirme capaz de pensar con claridad sobre el tema.

«Sentí a alguien más».

Esto era justo lo que había esperado durante muchos años, sin embargo, ahora que realmente lo escucho, siento que es demasiado para mí. La idea de encontrar a otro de los nuestros, quizá la he perdido sin darme cuenta.

  —No estoy completamente seguro de eso —añade Anderson—, pero es lo que prefiero creer.

Lo último me hace comprender qué, entre la posibilidad de sentir a unos de los nuestros y a uno de ellos, hay un espacio tan reducido que es difícil de separar a uno del otro.

No quiero ser demasiado negativa, pero la idea de sentir a estas alturas del partido a otro de nuestra especie, me parece demasiado improbable para siquiera pensar en ella.

Aún así, no puedo negar que la idea de tener a otro Bolar cerca de nosotros es demasiado emocionante.  

—¿Qué es exactamente lo que has sentido? —inquiero.

Nuevamente, Anderson se toma un momento para responder a mi pregunta. Es como si estuviese buscando la manera adecuada para explicarlo sin que nos dé demasiadas esperanzas. 

Aunque es un poco decepcionante, lo prefiero de esa forma.

—Nuestros cuerpos contienen una gran cantidad de energía, esa energía de algún modo nos conecta, nos transmite y nos llama.

Arrugo los labios por su corta e imprecisa explicación. Suelto la mano izquierda del lavamanos y la miro atentamente. Es una mano delgada, bonita y con aspecto humano, hasta este momento, jamás me había detenido a verme tan fijamente a mí misma, tan extraña e irreal. Al ver la palma de mi mano de esta manera, soy consciente de cuanta energía hay dentro de mí cuerpo, y sobretodo, de lo mortal que podría ser.

—Has sentido una energía  —murmuro—, pero eso no significa que se deba a un Bolar específicamente. A la vez somos como imanes y esta ciudad está llena de energía. Probablemente solo te hayas descontrolado un poco perdiendo el control y…

No quiero terminar la frase, no quiero decirle que es demasiado fantasioso al creer que ha [sentido] a otro de los nuestros. Desde el inicio del tema, supe que él tampoco quería darme demasiadas esperanzas, pero ahora que veo su decepción y dolor a causa de mi duda, me doy cuenta que no esperaba una desconfianza tan explícita.

—Anderson escucha —me apresuro a decir, reduciendo un poco la distancia entre nosotros. Pero es demasiado tarde, él extiende una mano para evitar que me acerque.

—No —suelta, sin molestarse en ocultar su enojo—. No trates de cambiar de opinión, no es necesario que lo hagas. No debes de estar de acuerdo o creer todo lo que diga.

Anderson nunca ha sido demasiado dulce al hablar, pero hasta ahora no me había hablado de un modo tan frío y distante como lo acaba de hacer.

Está muy decepcionado de mí.

Y, de algún modo yo misma me he  decepcionado también.
Muerdo el labio sin saber que más hacer, o de qué manera solucionar mi acto de duda. A pesar de mis múltiples pensamientos, ninguno me resulta lo suficientemente digno para llevarlo a cabo.

—¿Por qué están las luces apagadas? —pregunta después de un largo momento en silencio. Es evidente que quiere cambiar de tema y hacer como si nada hubiese pasado. Esa, es una de las cosas que más detesto, dejar cosas sin resolver me resultan demasiado desagradables.

Sin embargo, ceder un poco a ese deseo me hace perder un poco de culpa.

—Cuando llegamos a casa era imposible utilizar las cosas magnéticas, la energía solo empeoraba las cosas. De tal modo corté la energía, o más bien la suspendí.

Tras mi desanimada explicación, cojo una pequeña cubeta a la cual le echo detergente y luego agua. Busco dos trapeadores y tomo otra cubeta vacía.

Al verme, Anderson se apresura a arrebatarme de las manos  la cubeta con agua. Puede que esté molesto conmigo, pero permitir que haga las cosas solas es algo que no está dispuesto a permitir.

—¿Sabes lo que eso significa? —pregunta mientras salimos del baño.

—¿Qué el esfuerzo que hiciste descontroló el área cercana a ti? —inquiero, completamente segura de que se trata de ello. Para mí sorpresa, él niega.

—Me parece que nuestra energía está más intensificada —opina. Comienzo a coger el hilo de la idea—. Si [ellos] con su llegada han causado eso…

—Será más fácil encontrarnos entre nosotros —musito.

Planteándome la idea de poder sentir nuestra energía.
Anderson me mira con gesto neutro, algo que intensifica mis vibraciones a tal grado que siento que voy a echar chispas.

—O más fácil para ellos cazarnos —comenta—. Es una posibilidad. —Luego de eso se encoge de hombros como si me estuviera hablando de un problema tan minúsculo como el hecho de que se escapara una cucaracha a la que le temía.

—Están manipulando nuestros cuerpos —balbuceo—. ¡¿Y tú  solo te encojes de hombros?! —espeto, tan dramáticamente que 308 voltea sus oscuros ojos.

—No te pongas paranoica Anyi, no he dicho que controlen nuestros cuerpos, quizá la energía.

—Eso no me hace sentir mejor.

—Si así como te preocupas te esforzarás por mejorar tus habilidades, estarías al mando de nuestro ejército —se burla entre risas.

Me cruzo de brazos y me miro con ojos entrecerrados.  Siento tan pocas ganas de que me hagan bromas, que hasta viniendo del ser más importante para mí sobre este y otro planeta, me molesta.

—No es momento para bromas —me quejo con tono antipático.

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué imprimamos papeles informando que seremos atacados por alienígenas en cualquier momento? ¿Qué llamen a nuestros números telefónicos por cualquier indicio?

—Eso no es gracioso —reprocho más molesta.

—Es que no es una broma. O lloramos y nos escondemos. O hacemos frente y morimos.

—No quiero morir, y menos que mueras —reprocho—. Su llegada no es el problema, sino el hecho de que no tengo idea de lo que soy… ¿La esperanza de la Tierra? ¿De Bolar? ¿De nuestra especie? ¿De los humanos? Alguien que me explique eso, él porqué no puedo ni mover una cuchara cuando se supone que salvaré el planeta. Para empezar ¿Por qué nosotros? ¿Es que no había otro ser en ese inútil planeta?

—Anyeli —me espeta Anderson con tono tenso, pero estoy demasiado alterada para que eso baste para callarme.

—¡Anyeli nada! Sabes que tengo razón. Y tú, al igual que yo, no recuerdas más que tú código, ¿entonces por qué deberíamos de ser nosotros los que se vean en la tarea de eliminarlos? ¿Por qué no lo hacen todas las personas que lo habitan?

Anderson me mira fijamente, mi cabeza está zumbando incontrolablemente, de tal manera que estoy a punto de tener otra vez arcadas. De improvisto me sujeta del brazo con tanta fuerza que dejo caer el trapeador. Me arrastra hasta la ventana y la abre al completo.

—¡¿Ves eso?! —grita,  esta vez sujetando mis hombros para que vea el exterior.

El lugar en dónde vivimos es pequeño y recatado. Las calles están vacías y la luz de los focos les dan un aspecto amarillento.

»Eso que ves, les pertenece —dice, y no tiene que especificarme de quiénes está hablando—. Si ellos han venido a este sitio es por nosotros. Es nuestra responsabilidad disminuir los daños y las muertes que puedan causar.

Al escucharlo veo más que calles y casas, veo vidas y futuro. Un mañana incierto, un mañana vacío. Recuerdo las grandes mareas de estudiantes, esas a las que me uno cada mañana para llegar a mi salón. Entonces recuerdo lo que soy: un Bolar, el Bolar 303. Y no tengo que salvar la humanidad, quiero vivir en la humanidad.
Anderson pega sus labios a mi oreja y susurra:

—Piensa que es lo que realmente quieres, y cuando lo sepas, solo hazlo.

Suelta su agarre y tengo que sostenerme del marco de la ventana para mantener el equilibrio.

Al no saber que decir ante tales palabras, me limito a guardar silencio. Podríamos acabar con sus indeseadas vidas, como se supone que debemos de hacer. O ellos podrían aniquilarlos antes de siquiera darles el primer golpe.  Quizá inclusive sean más que nosotros, además, ellos a diferencia de nosotros, tienen la ventaja de estar juntos.

Pierdo la mirada —y las esperanzas— en la calle vacía frente a mis ojos.

    —Iré a la tienda, ¿Quieres algo? —pregunta 308 a mis espaldas.
Arrugo los labios al escucharlo, no tengo alientos de llevarme golosinas a la boca, aunque estas me fascinen.

   Niego con la cabeza mientras volteo para verle.

—Solo dale saludos a tu novia —digo, aunque sé que Paola no es su novia, y que él no le dirigiría la palabra. A pesar de eso él sonríe ampliamente, dibujando constelaciones con el brillo de su mirada.

  —Solo puedo verla, más ahora —dice—. Quiero disfrutar el tiempo que me queda.

—Eso suena a velorio —reprocho dulcemente—. ¿Por qué tan negativo? Con suerte, aplastamos sus horrendas caras y, entonces podré ser tía de unos… —Dejo mi comentario al aire mientras pienso en la conjugación perfecta. Anderson enarca la ceja—. “Humalar” —finalizo.

Se carcajea mientras camina de retroceso hacia la puerta.

—No leas tanto, te está dañando la cabeza —me dice, esta vez soy yo la que ríe.

—Es a ti a quien ha dañado la radiación. ¡Ten cuidado de no dañar el vecindario!

—Lo tomaré en cuenta —responde antes de salir.

Y la puerta se cierra.
Suspiro. Me agacho para tomar el trapeador y dirigirme a la asquerosidad que sacó mi estómago momento atrás.

—Apestas Anyi —me reprocho mientras friego el piso.

Tengo que enjuagar una y otra vez hasta que queda lo suficientemente limpio. Soy demasiado asquerosa para atreverme a lavar los trapos. El hecho de que estos contengan algo que estaba dentro de mi, lo hace parecer mucho más asqueroso.
Los meto en bolsas de plástico y las saco directamente al bote de basura que está afuera, no soportaría tener semejantes cosas dentro de casa. Al volver me enjuago hasta los codos, con tanto jabón que paso cómo cinco minutos quitándomelo.

Cuando por fin me siento limpia, me siento en un taburete de madera y apoyo los codos en la encimera.  Anderson ha salido como si nada le hubiese pasado, cuando horas atrás estaba él a punto de explotar el televisor. Y aquí estoy yo, sentada en medio de la penumbra en la cocina, sin saber cómo asimilar lo que ha pasado el día de hoy.

Cuando desperté, no sabía que sería la última mañana tranquila que tendría. Ahora me lamento por no haber valorado lo suficiente esas mañanas en las que mi única preocupación,

Meneo la cabeza para despejar la mente. Voy al refrigerador y busco algo para la cena, tomo la bandeja con carne de pollo y la pongo sobre la mesa, justo al lado del cuchillo y la tabla de picar. Retiro el nailon transparente que envuelve la bandeja y saco un pedazo de pechuga, la cual está tan fría como mis propias manos.
Con cuidado, comienzo a partir la carne en pequeñas rebanadas, verla de esa manera me hace recordar todas esas veces en las que la comí cruda. Se me hace agua la boca.

Agarro un pedazo de la carne entre mis dedos, sintiendo la tentación de probarla.

“No comas carnes crudas”   me dijo Anderson tiempo atrás.
“La carne se cocina ¿Vale? Se cocina, así es más rica.”  No estaba de acuerdo con lo último.

Mis manos comienzan a vacilar, pero mi ansia me está ganando, así que me llevo un pedazo a la boca. Su tacto con mi lengua me eriza la piel.

“La sangre es enferma.”  Había reprochado otra vez, aunque yo sabía que no lo decía enserio, había visto suficientes veces la manera en la qué él la saboreaba.

Cuando se lo dije solo respondió: “Pero eso era antes, cuando solo era 308 vagando, un 308 hambriento. Ya no lo somos Anyi”.
En el fondo él sabe, que cuando me preocupo demasiado la como, sin cocinar, y con sangre.

Y Matías, mi hermano mayor —humano— también lo sabe. Pero ninguno de los dos, ha podido intervenir en ello.

Un sonido extraño llega a mis oídos, tardo unos segundos en reconocer que proviene del techo. Levanto la vista y veo el bombillo, frunzo el ceño al ver los enrojecidos alambres del centro, como si acabase de estar encendido. Me aproximo un poco más para tratar de ver mejor, es entonces cuando éste se enciende y doy un respingo bajo la luminosa e inesperada claridad.

Hay dos motivos por los cuales es anormal.
1) Los bombillos no se encienden solos.
2) No hay corriente.

  Aparto la cara al ver que explota, los pedazos de cristal se estrellan en mi espalda y al caer al suelo sus tintineos hacen eco en toda la cocina.

Perpleja veo los pedazos de cristal botados en el piso.
Pero no se detiene ahí, un nuevo ruido anula el silencio. Me llevo la mano a la boca y me muerdo el dorso, tratando de mantener la calma o al menos, disminuir el miedo.

Sea cual sea el motivo de mi acto, me veo obligada a volver la vista y ver lo que provoca semejante ruido, al hacerlo veo sobre la mesa girar el cuchillo, y pienso que soy testigo del inicio del apocalipsis. Comienzo a retroceder hacia la puerta lentamente, con el mismo pensamiento inundado mi cerebro.

«Ellos han venido por nosotros»

Entonces choco con la puerta, la cual no debería estar cerrada. Esta puerta ni siquiera la cerramos en nuestra ausencia. Pero aquí está ella: cerrada, evitando que pueda salir de la cocina. Me hago a la idea de que el viento la ha cerrado, aunque realmente no hay viento.
Sujeto la manija e intento girarla, pero la puerta no abre.

—Maldición —mascullo entre dientes.

Me provoca temor darle la espalda al objeto sobre la mesa, aún así se la doy. Intento otra vez girar el pomo, luego otra vez y otra vez, pero por más jaloneos que de, este no parece tener intenciones de abrirse. Para entonces mi cuerpo es una gelatina inestable y temblorosa.
Me detengo de golpe al escuchar el sepulcral silencio, y lentamente vuelvo la cabeza. No alcanzo a girar la vista, es más rápido el cuchillo enterrándose en la puerta a escasos centímetros de mí nariz.

A través del metal, yace el reflejo de mi mirada.

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