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Me levanto tan deprisa que todos dentro del salón se vuelven para mirarme extrañados por lo repentino de mi acto. Yo no hago eso. Mis movimientos no son específicamente precipitados, todo lo contrario. Sin embargo, viendo como todos me ven de manera expectante, me doy cuenta que mi calma ante todo, está a punto de desaparecer.

Salgo del salón y atravieso los pasillos  con paso ligero, bueno, realmente corriendo. Los bombillos de todo mi alrededor están en el mismo estado: parpadeando una y otra vez sin control, y siento que me están gritando ¡monstruo!

Dicho detalle hace que me ponga paranoica, y comienzo a crear escenarios ficticios en el interior de mi cabeza. Escenarios en los cuales se abalanzan hacia mí para inmovilizarme.

«¿Qué has tratado de hacer?»

Pregunto en mis adentros mientras me acerco al pasillo que da a su salón, sin disminuir la velocidad de mis pasos termino de llegar al lugar, sobresaltando a más de uno. El profesor se gira hacia mí no muy contento por mi repentina llegada, pero no me importa en absoluto y lo ignoro.

De la misma forma que un águila busca a su presa, busco el rostro de mi hermano. Hay más de treinta alumnos dentro, pero ninguno es Anderson.

«¿Qué  has tratado de hacer?»

La misma pregunta da vueltas en mi cabeza. Debí de portarme más valiente y no haberlo presionado, es mi culpa que se esté exigiendo más de lo que debe.

—¿Dónde está mi hermano?

Mi pregunta hace que el profesor se cruce de brazos sin
intención de responder. Se limita a observarme detenidamente
tratando de descifrar quien soy. Debí de hacer una presentación primero, no soy tan reconocida por los profesores, de hecho, creo que no soy conocida por nadie.

—¿Quién eres? —pregunta después de un extenso silencio. Su voz rasposa confirma mi anterior pensamiento, debí presentarme y luego preguntar, es lo correcto en estos casos, pero siempre en estos casos: “eso no se hace”.

—Es hermana de Anderson. —La voz de un chico en la parte trasera responde a la pregunta planteada por el señor.

Lo busco con la mirada y lo reconozco como un supuesto amigo de Anderson, lo he visto varias veces con él. Incluso lo he visto en nuestra casa, sin embargo, no puedo recordar su nombre.

«¿Alguna vez lo he preguntado?»

Lo más probable es que no lo haya hecho, la familiarización es algo que no se me da. Y de hecho, ni siquiera deberíamos tener la intención de familiarizar.

—Si no me equivoco está en el baño. —La rasposa voz del profesor me  recuerda el porqué estoy aquí. Me giro hacia él y me encuentro con su mirada inquisitiva, pidiendo explicaciones que claramente no estoy dispuesta a dar. 

—¿Dónde están sus cosas?  —Vuelvo a preguntar buscando lo mencionado en todos los pupitres, al ser tantos alumnos me es difícil ese simple acto.

—Aquí.  —El mismo chico vuelve a hablar mientras alza  la mochila de mi hermano en una de sus manos para que la vea. Camino hasta él para sujetar la mochila, luego me doy la vuelta sin siquiera dar algún tipo de agradecimiento.

El hecho de estar rodeada no es algo que me resulte demasiado grato. Al contrario, es asfixiante y preocupante. Tanto por actuar con naturalidad, como evitar que se mantengan lo suficientemente lejos de mí para que no noten mi principal característica: mi frialdad corporal.

A pesar de ello, siempre existen las posibilidades de que ni el más minucioso cuidado sea suficiente. Justo como en el momento que siento mi brazo ser rodeado por unos finos dedos. 

—¿Pasa algo? —pregunta una voz femenina. Me vuelvo hacia ella con la respiración entrecortada. Primero observo la mano rodeando mi antebrazo, el cual por suerte está resguardado en la manga de mi abrigo. Luego observo su rostro, y veo que se trata de una de las chicas que me cerró el paso cuando llegábamos.

Sacudo el brazo para liberarme de su agarre.

—Surgió un imprevisto —respondo, quizá con demasiada brusquedad.

—¿Es grave? 

Le miro fijamente, intentando comprender el porqué de sus acciones y preguntas. ¿Acaso todo el mundo se comporta así? Me resulta, irritante.

—Por el momento no —digo con el tono más tranquilo que me es posible usar—. Pero si sigo respondiendo a tu cuestionario quizá y se convierta en un asunto de muerte —reprocho, perdiendo cualquier atisbo de amabilidad.

Su rostro se contorsiona y, por un mínimo momento, me siento culpable por ser tan grosera. No tengo experiencia tratando al resto, nunca ha sido de mi interés socializar a profundidad con los humanos.

Siempre he sabido cuál es mi lugar en este sitio, el cual claramente es lejos de la especie humana.
«Esas son excusas para hacerte menos responsable»  me recrimino, pero ya es demasiado tarde para intentar ser amable.
Aunque en el mejor de los casos, lo único que terminaría siendo sería una hipócrita.

Me doy la vuelta para seguir con mi escape y búsqueda, ignorando la inapropiada sensibilidad hacia los demás. Me cuelgo la mochila al hombro, para luego acariciar los tirantes e ignorar mis pensamientos, mis pensamientos y los bombillos al borde de una explosión. Por un momento me pregunto si alguien ya está buscando el efecto de tal cosa, el pensamiento me da pánico y aumento la velocidad de mis pasos.

Llego al fin a los baños, en donde los chicos que se encuentran dentro me observan curiosos. En otro momento habría sentido pena, un sentimiento adquirido de la naturaleza humana, un sentimiento que preferiría no tener. Pero esta vez me encuentro demasiado preocupada para sentir vergüenza.

Sin importarme las miradas fijas en mí, comienzo a echar vistazos por la parte de abajo de cada cubículo y, en esa inapropiada búsqueda me encuentro con baños ocupados, para mí desgracia no precisamente por mi hermano.

Al llegar a la última puerta me doy cuenta que estoy temblando, ignoro eso y esta vez jalo la puerta dejando a Anderson al descubierto. Me dejo caer de rodillas, tiritando de angustia.

—¿Anderson? —llamo con la voz temblorosa. Él en respuesta gimotea.

Verle tan débil hace que mis ojos comiencen a escocer debido a las lágrimas. Me muerdo el labio con tanta fuerza que suelto un jadeo. Morderme el labio es algo que hago cada que me invaden estos sentimientos que me resultan tan humanos, los cuales trato de evitar de cualquier manera que me sea posible.

Incluso ahora que me encuentro dentro del baño para chicos de la Universidad en la que estudio. Incluso ahora que estoy en el piso junto a mi hermano en mal estado. Sí, incluso ahora que temo perder lo único importante sobre este mundo, reprimo lo que siento mordiendo mi labio, cerrando los ojos y tomando profundos respiros para controlarme.

Porque yo no soy humana, y no puedo comportarme como tal por mucho que los sentimientos me invadan.

Recuperando la estabilidad de mi mente, coloco uno de sus brazos sobre mis delgados hombros e intento ponerme de pie, algo que resulta imposible. No solo por mi escasez de fuerza y por su elevado peso, sino también por su poco colaborador estado.

—Tenemos que irnos —le digo, pero él no abre la boca ni los ojos. A pesar de eso hace el intento de pararse. Con toda mi fuerza y la poca disponible de su parte, logramos levantarnos medio metro, los cuales perdemos tres segundo después cayendo sobre el piso nuevamente.

Suelto un gemido frustrado.

—¿Qué sucede? —Me sobresalto al escucharlo. El chico que me entregó la mochila yace parado en la puerta del baño, observando la imagen sorprendido y aterrado.

Responder su pregunta con la verdad, me llevaría al manicomio. O a un laboratorio de algún científico loco.

—No te preocupes, siempre sucede, está enfermo. —Miento, esperando que eso baste para que se marche.

—Hay que llevarlo a un hospital —sugiere el chico.

Abro la boca para negarme, pero luego reacciono en las pocas posibilidades que tengo para llevar a mi hermano a casa, las cuales si debo de ser sincera, son prácticamente nulas. Él en cambio puede ser de utilidad para mí, y más importante todavía, puede poner a Anderson a salvo de los suyos y de él mismo.

Cualquier minúsculo descuido podría ponernos a ambos en la mira de los humanos, con nuestras muchas anormalidades —además de descuidos— podríamos terminar muertos incluso antes de que la cacería empiece.

Tomo al fin una decisión, que no es muy agradable para mí, pero sí necesaria. Detesto las cosas necesarias que me hacen depender del resto, es… patéticamente ridículo.

Aparto la mirada antes de pronunciar las palabras que en el pasado, me prometí que no diría.

—Ayúdame a sacarlo.

El chico parece haber estado esperando justo aquella petición, porque al segundo después que pronuncié tan terribles palabras, se acerca a nosotros para ayudar a levantar a 308 del piso.

—Mantén la piel fuera de contacto de su cuerpo —susurro en el oído de mi hermano.

—No  creo que esa se una buena idea Anyi—murmura Anderson de inmediato.

Yo estoy completamente de acuerdo con él, esto sin duda alguna no es una buena idea, pero quedarnos aquí para que diez minutos después estemos rodeados por curiosos es mucho más arriesgado.

—Sé lo que hago —balbuceo en respuesta.

Arrastrando —literalmente— a mí hermano llegamos hasta el estacionamiento, sitio en el cual tenemos que apañárnosla para pasar entre los pequeños espacios entre los vehículos.  

Doy un traspié cuando el chico se detiene sin previo aviso, estando a punto de hacer que los tres caigamos al piso. Algo que hubiera pasado si tan solo el chico no hubiera detenido mi caída sujetando firmemente mi mano.

Siento un ardor recorrer todo mi brazo, como si la calidez corporal del chico fuera un golpe letal para mí cuerpo. Aunque realmente eso está lejos de ser así, pero el desconcierto es tan inmenso que me quedo sin aliento.

—¡Uf! —suelta sorprendido soltando mi mano—. Estás demasiado fría.

Aprieto los puños y evito mirarle.

—Son los nervios, estoy a punto de ponerme a titiritar.

Lo último no es exactamente una mentira. 

El chico masajea la mano que tuvo contacto con mi piel, y, por muy raro que parezca, me siento dolida por su reacción. Pensé que estaba segura de ser un bicho raro, pero hasta ahora no había visto con mis propios ojos como podría llegar a resultar para los humanos el tener contacto con mis anormalidades.

Cuando abre una de las puertas, meto a Anderson a rempujones. Dejándole caer de espaldas sin delicadeza alguna. El chico al cual tengo de hermano, cae sobre el sillón como un auténtico saco de papas.

Espero que al volver a casa no recuerde ni la mitad de todo lo que ha pasado, de lo contrario tendré que prepararme para un entrenamiento de noche entera.
Después de varios minutos en marcha, me percato de la dirección en la que nos dirigimos, que es completamente la opuesta a la dirección de casa.

—¿A dónde vas?  —pregunto desconcertada.

El chico se vuelve hacia mí y sus ojos me comienzan a examinar, tan profundamente que me hace sentir traspasada por un rayo láser. Y eso que no conozco la sensación de ser  traspasada por un rayo láser.

—Al hospital ¿No? —inquiere dudativo. Es entonces cuando recuerdo que no le he dado instrucciones, ni siquiera he abierto la boca desde el aparcamiento.

Debí de haber dicho ese dato antes de alejarme tanto de mi verdadero destino. Sí Anderson va a parar a un hospital en ese estado, sería el fin para nosotros, incluso antes de que [ellos] nos encuentren.

Cuando Anderson se siente mal o tiene pesadillas, eleva las cosas a su alrededor, incendia y rompe.
En resumen: crea un caos.

—¡No! —grito, haciendo que el chico se sobresalte. Utilizando un tono más calmado añado—.  No iremos al hospital, iremos a casa.

El chico disminuye la velocidad y vuelve a mirarme, con una expresión que pareciera que quiere entrar en mi cerebro y analizar a fondo todo lo que hay dentro de él.

Nuevamente intento comprender las reacciones humanas, tan expresivas como si todo en este mundo —o en las personas— fuera importante. Y, como en las veces anteriores, mi intento de compresión termina en un completo fracaso. Aunque debo de aceptar que no me estaba esforzando demasiado en la causa.

—Es broma ¿Verdad?  —pregunta todavía con su gesto de: ¡No me lo puedo creer!
Aparto la mirada de su tonto rostro y me concentro en las estructuras que pasan a mí lado.

«No pierdas la calma» me digo, tomando bocanadas de aire para no alterarme.

—No me gustan las bromas —digo, sonriendo amargamente—. Así que no vuelvas a insinuar que mis palabras son parte de una broma. Quiero que en este mismo instante des la vuelta y nos lleves a casa.

Cuando vuelvo la vista hacia su rostro para ver su reacción, me encuentro con un gesto de incredulidad.

—Debes de estar bromeando —dice negando con la cabeza mientras se le escapa una sonrisita estúpida.

Me llevo la mano a la boca y muerdo la punta de mi frío dedo, tratando de contener mis ganas de saltar del auto y huir de él. Por un momento me imagino en toda la basura acumulada dentro de su cerebro, que debe de impedirle comprender lo que estoy diciendo.

—No entiendo porqué piensas eso —mascullo, y antes de que pueda decir algo añado—: y tampoco me interesa. Pero está pareciéndome demasiado irritante tu falta de confianza sobre lo que digo.

—¿Siquiera estás escuchándote? —pregunta, y como me resulta una interrogante demasiado estúpida, me limito a guardar silencio. Justo ahora, mientras le miro directamente hacia los ojos me doy cuenta de lo lejos que estoy de su naturaleza.

El tiempo pasa  y el chico parece seguir esperando una respuesta de mi parte, lo cual debo de aceptar que me sorprende.

—Es obvio que lo hago. Tal parece que tú eres el que no escucha lo que digo —suelto con frialdad, esperando que al fin entienda el poco interés que tengo por su confusión.

—¡Lo hago! —exclama ofendido. A estás alturas llego a la conclusión de que estamos en medio de una discusión, a pesar  que no llevábamos ni una hora juntos.
»Pero tu hermano no se ve nada bien —comenta nuevamente el chico, conservando su voz de estupefacción—. Considero que lo correcto es llevarlo a un hospital para que revisen su estado y nos digan lo que le sucede.

Todo iba cobrando sentido, hasta que ese: nos, apareció en su argumento, dándome a entender que tiene la intención de saber qué es lo que pasa con Anderson. Y no solo eso, que quiere acompañarme a mí en todo momento hasta que ambos tengamos la respuesta.
Estoy a punto de formar una sonrisa burlona, pero logro evitar que se forme en mis labios. Nadie más a parte de Anderson ha sido equipo mío, y nadie más que él podrá hacerlo.
Jamás.

Intentando conservar la poca tolerancia que me queda entrelazo mis dedos entre mi lacia y oscura cabellera, para luego apartar las hembras de un lado de mi rostro. Simple acto que parece dislocar un poco su actitud.

—No es algo que no haya sucedido antes. Créeme que llevarlo a un hospital solo empeoraría las cosas, lo digo yo que soy su hermana, y no necesito que nadie “me diga” qué es lo que le pasa. Porque lo sé, a la perfección.

Hace una mueca nervioso por la extraña pronunciación que he empleado para las palabras. Y yo solo ansío que esas palabras basten para que de una vez por todas dé la vuelta y nos lleve a casa.
Pero para mí desgracia, no lo hace.

—¿Qué es lo que le sucede?  —Chasqueo la lengua y aparto la mirada de su rostro y la fijó en la calle, en la búsqueda de recuperar de alguna manera la paciencia.

«¿Cuál es la necesidad humana de preguntar todo, por todo y a todos?» me pregunto asqueada.  

Su insaciable hambre del saber es justo el motivo que termina sucumbiéndolos en la perdición. Lo acepten o no, son un asco. Un asco en el que me veo obligada a estar.

«Causaran su extinción de todas formas» me digo, tratando de no sentir culpabilidad por mis repulsivos pensamientos hacia ellos. Y sobretodo, por no responsabilizarme de su pronta extinción.

»¿Y bien? —insiste.

Por un —minúsculo— momento, me planteo fingir que se trata de un Anvibio —nuestros invasores— para así, poder estrellarle la cabeza contra el volante. Es un terrible pensamiento, pero por más que intento sacarlo de mi cabeza continúa resultándome demasiado tentador.

No es culpa mía, es culpa de su irritable personalidad.
Tras una larga pausa en la cual lucho con mis mas poderosos instintos termino replicando:

—¿Vas a llevarme a casa? Porque no tengo ningún problema con buscarme un taxi.

A mí réplica abre la boca atónito. Como si lo que ha salido de mi boca fuera lo más horrible o inesperado que pudo haber escuchado en su vida.

La cual no debe ser nada interesante.

Se relame los labios y fuerza una sonrisa amarga, dejando en claro que está controlando su mal humor ante mi conducta.

—Sabes que llevarte a casa es un acto muy amable de mi parte  ¿Verdad? —inquiere, aunque realmente suena más a reproche. Alzo la ceja ante lo que escucho y me esfuerzo por contener la carcajada que amenaza con salírseme de la garganta.

Al final termino perdiendo la batalla, dejando salir de mis labios una risita burlona.

—Si es lo que piensas, no seré yo quien te contradiga  
—comento luego de recuperar la compostura—. Pero aquí entre dos, tu amabilidad pierde todo el encanto cuando abres la boca.

El chico a mi lado aprieta los dientes, para luego mirarme, de una manera, demasiado perturbadora para poder describirla. Por un diminuto momento, veo en sus ojos el reflejo de un sentimiento… desconocido.

Uno, que no he visto en otros seres de su especie.

—Deberías de estar agradecida, en este momento tendría que estar en clase —reprocha él, para luego concentrarse en la calle. Internamente agradezco que su mirada se aparte, porque, por primera vez en años, me comenzaba a sentir diminuta ante su presencia.

—Yo no te he pedido nada —repongo, tratando de recuperar el control de la conversación para sentirme menos patética—, fuiste tú el que se ha ofrecido, así que creo que tus reclamos están demás.

Mi molestia ha vuelto y, estoy a punto de perder los estribos. Claramente, no soy la única.

—¡No estoy reclamando! —grita. Luego, se percata de su propia contradicción y bufa irritado.

—No esperes que otros se responsabilicen de lo que haces —suelto, sin entender muy bien el porqué de mis palabras—. Si tus actos son para ayuda del otro, no esperes que eso sea suficiente para que te rindan gratitud. Puedes escoger tus propios sentimientos, pero no el del resto.

—Solo esperaba que fueras más agradecida. Algo que ha resultado inexistente —Se vuelve hacia mí y añade—: a pesar de que la vida de tu hermano, podría depender de mi ayuda.

Contengo el aliento, aprieto las manos y trato la manera de pensar en algo más que no sea la existencia del chico. De lo contrario, podría acabar con su vida en un ataque de exasperación.

«Anyeli» cierro los ojos y me concentro en la voz de mis recuerdos «Anyeli».

—No soy de las que agradecen por algo que otros deciden —digo todavía con los ojos cerrados—. Cuando pida algo, entonces lo haré. Pero ahora, llévame a casa.

«Anyeli, tú no eres un monstruo. Jamás temería de ti»
El auto, cambia de dirección.

—¿Están solos?  —preguntó el niño observándonos a ambos. Sus ojos, se veían tan hambrientos como los nuestros, sin embargo, no era el mismo tipo de apetito el que reflejaban.
El suyo, era mucho más peligroso.
—Lo estamos —respondió 308 con el mismo tono aniñado. Por un momento, me sentí indefensa, a merced de aquellos seres a los que, se suponía, debía de salvar.
El niño observó hacia atrás, en busca de alguien, segundos después apareció una mujer con su rostro iluminado por una sonrisa. Acarició la cabeza del niño, luego se percató de nuestra presencia y se quedó perpleja ante nuestro estado. 
Mientras la mujer le susurraba algo al oído, los ojos del pequeño se mantuvieron fijos en nosotros, como si el hecho de apartar la mirada, podría haber hecho que desapareciéramos.  
Sujeté la mano de 308, a la espera de comenzar a correr y poner distancia entre aquellas [personas] pero, pasaron los segundos, y 308 no se movió.
—Mamá dice que no tengan miedo —dijo el niño mientras se aproximaba hacia nosotros.
Instintivamente, retrocedí. 
Como 308 no se movió, la mujer prefirió dirigirse directamente a él.
—¿Cuál es tu nombre pequeño?
«Nombre» repetí, intentando saber de si tenía uno, recordando solo mi código y… mi misión.
«Sobrevivir y pelear».
—Anderson —respondió él, sacando aquel nombre de algún sitio de su cerebro.
Ese no era su nombre, pero ya no estábamos en casa.
«Anderson. Me llamo Anderson».
Al principio, me sentí cohibida ante los humanos. Sin poder socializar más de un minuto. Tardé meses en tener la confianza de hablar frente a ellos y, el hecho de que quisieran tocarme, no ayudaba mucho a sentirme a salvo.

Por suerte, ahí estaba él: mi hermano. Siempre llegando en el momento justo para apartar las manos que amenazaban con tocarme. Una caricia, y nuestra naturaleza quedaría al descubierto.

Físicamente, somos completamente iguales a los humanos, al menos, externamente. Sin embargo, hay cosas que no pueden alterarse, y una de esas, es nuestra temperatura.
«Anyeli». Por un momento, veo el rostro de la persona que me llama en mis recuerdos. Aquel chico de rulos castaños y ojos hambrientos.
«Anyeli».

—Julián.

Y la voz del chico al volante, hace que el rostro se desvanezca tan rápido como apareció. Por un momento había olvidado en dónde me encontraba, pero el chico parece no soportar el silencio. Viendo como única solución: interrumpir el hilo de mis pensamientos.

«Julián» repito mentalmente, tratando de comprender de que va. Es un nombre claramente, pero siento que he perdido el inicio de la conversación. No sé quien es Julián. Tampoco lo que hizo y, si debo de ser sincera, no me interesa para nada.

Como no quiero entablar conversación con él, me limito a volver la vista hacia el asiento de atrás, en el cual Anderson se mueve en busca de alivio. Sus cejas se fruncen, como si en el interior de su cabeza cabeza fuera una licuadora de recuerdos. O como si fuese a explotar en cualquier momento.

—Julián —vuelve a decir el chico.

—Lindo nombre —comento completamente desinteresada—. Pero no sé quién es.

—Es mi nombre —aclara él.

—¡Ah! —murmuro suavemente, divirtiéndome un poco por la situación.

Chasquea la lengua inconforme, haciendo que entienda que esperaba una mejor respuesta de mi parte. 

—Deberías al menos fingir simpatía —reprocha, otra vez. Sonrío con sorna.

—¿Eso de qué serviría? —le pregunto.

Es algo que siempre me he preguntado. ¿Por qué las personas hacen lo que todos quieren que hagan? ¿Tanto miedo tienen a ser rechazados?

O quizá no se trate de eso, sino de la necesidad de mantener el control y creer que con sus actos pueden moldear las acciones del resto. 

—Al menos no harías sentir a las personas estúpidas
—espeta Julián.

—Si dejo o no a las personas como estúpidas, no es de mi interés. Si las personas se ofenden por lo que otros hacen o dicen, no es mi problema.

—Que horrible eres —sisea y, para mí propia sorpresa, su comentario me duele.

«Ya sé que soy horrible, pero no eres la persona indicada para juzgarme».

—Sería mejor si te callas ¿No crees? —inquiero, cansada de lidiar con él—. Es demasiado obvio que no te tolero, ni a ti ni a tu insoportable boca que no deja de hablar.

Esta vez se queda callado, como debió de quedarse desde un inicio. Podré resultar bastante grosera al hablarle así a la persona que me lleva en su auto, otro en su lugar probablemente ya me hubiera botado a la calle; lo cual no me hubiera importado en absoluto.
Para empeorar la situación, llegamos a un semáforo en rojo. Me cruzo de brazos y observo el entorno, guardando en mi memoria el recuerdo de un día cualquiera en la ciudad.                  
                                   
Una ciudad que será invadida —y probablemente destruida— dentro de pocos días. Me resulta extraño conocer la información cuando ellos: los seres humanos, no saben lo que está por acecharles y acabar con su tranquilidad.

Me sobresalto al escuchar un ensordecedor ruido. Tapo mis oídos y me vuelvo hacia Julián para ver qué rayos está pasando.
Anderson se adelanta a mi reclamo soltando un quejido de protesta. Entonces comprendo lo que está sucediendo. El sonido proviene de la radio, y la distorsión es a causa del descontrol de  Anderson.
No pasan ni cinco segundos cuando la distorsión se expande, haciendo que varias radios alrededor comiencen a soltar pitidos agudos y desagradables. Pero no se queda ahí, las luces y alarmas se activan y, como si eso no fuera ya suficiente, el semáforo comienza a alternarse de colores cada milisegundo.

—¡Apaga la radio! —grito hacia Julián.

—¡Es lo que intento! —reprocha él soltando otro grito, porque es de la única manera en que podemos hablar entre tanto ruido.

Tal y como lo ha dicho, intenta apagar la radio pero el botón no responde.

Comienzo a entrar en pánico, sintiéndome expuesta en este lugar rodeado de seres humanos. Me llevo las manos al cabello para tirar de él y encontrar una solución.

Todos a nuestro alrededor comienzan a extrañarse por lo que está sucediendo, lo cual claramente, no es nada normal.

«Tienes que practicar y prepararte» me ha dicho Anderson incontables veces, y es justo ahora que me doy cuenta de lo necesario que es aprender a manejar los poderes.

«Prepararme» repito, tratando de encontrar alguna manera de salir de aquí. Cierro los ojos y me concentro en el ruido, intentando de alguna forma desaparecerlo.

Pero me es imposible, es demasiado fuerte para mis débiles capacidades.

Cuando abro los ojos encuentro la solución justo enfrente. Parpadeando entre el rojo, naranja y verde.

Me concentro en los colores del semáforo, alargando el tiempo entre cada cambio.

—El semáforo, está en verde —informo sin apartar la mirada del objeto en cuestión—. ¡Apresura!

El auto da un fuerte e inestable movimiento hacia delante, pero por suerte, sigue avanzando. Conforme con ello, extiendo mi mano hasta el asiento de atrás y sujeto la pierna de Anderson, para luego enviarle pequeñas corrientes en un intento de hacer que su cerebro se concentre en algo en concreto.

Sorprendentemente, el ruido comienza a convertirse poco a poco en música.

—¿Pero qué ha sido eso? —pregunto hacia Julián.

Aunque no quiero hablar con él, quiero fingir que no sé nada al respecto para no crear sospechas. Como he dicho, odio las cosas necesarias.

     —No tengo idea —dice él. Por el tono de su voz, me queda claro que está completamente confundido y atemorizado. 

Yo no estoy mucho mejor que él, aunque Anderson ya había descontrolado las cosas anteriormente, este ha sido un nivel más alto y arriesgado que ningún otro. Lo cual hace que me pregunte: ¿Por qué?

Ver la entrada de mi casa es como ver la gloria, y presiento que mi acompañante siente exactamente lo mismo. Antes de que Julián estacione el auto ya tengo la puerta abierta, preparada para salir en cuanto se detenga.

Cuando bajo del vehículo me doy cuenta que no seré capaz de llevar a Anderson al interior de la casa. Y, nuevamente tengo pedir ayuda Julián.

Por suerte, no es necesario que lo pida en voz alta, basta con una mirada de cachorrito para que él se acerque a, literalmente, echarme una mano.

Después de dejar a mi hermano sobre el sofá, soy consciente que tengo que decir las palabras que tanto detesto pronunciar. Aún así, lo hago.

—Julián —llamo antes de que salga. Se vuelve hacia mí, y bajo su mirada añado—. Gracias.

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