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14

El fuerte golpe en la cabeza me despierta. Abro los ojos alarmada pero lo único que veo es una sombra plantada frente a mí en medio de una penumbra. Me quejo adormilada mientras me remuevo para un estiramiento.

—Levántate, iremos por provisiones —informa la sombra con voz pesada.

Hoy es uno de esos días en los que no estaba para soportar ni el ruido de una mosca, aunque él siempre parecía estar así. Su buen humor solo eran unos instantes tan minúsculos que por poco se convertían en inexistentes.

Yo me caracterizaba por tener un antipático carácter, pero Elías me superaba. Me volvió a golpear la cabeza con el objeto desconocido y di un chillido de dolor y amargura.

—No es para mañana—dice molesto saliendo de la habitación, a pesar de la oscuridad que me rodea veo como su pierna sufre complicaciones en cada paso. Ahora ya no solo sería un amargado, sino un amargado cojo con resentimiento.

Pero no era mi culpa, no del todo; también era suya. O más bien culpa de ambos.

Me siento en la cama y salgo de las sábanas, no es que necesite abrigarme para dormir, pero resulta más cómodo sentir la tela cubrir mi cuerpo. Yo podría estar bien en un lugar frío y sin abrigo alguno, y podría estar bien en un lugar caluroso con muchos abrigos.

 Es mi anormalidad, estar en temperatura neutra en cualquier sitio, para eso estaba mi regularizador, aunque realmente, eso en mi espalda ya no era mío.

Me tiembla el cuerpo con el recuerdo, con el pensar que el dueño de mi sistema fue asesinado para yo estar viva, robe su vida, su oportunidad.  

Atravieso el pasillo a oscuras, no necesito encender las luces, la casa no es exactamente grande ni llena de muebles, lo cuál me permite un desplazamiento fácil.

 No deben ser más de las cuatro de la mañana, el sol aún no se asoma por el horizonte, toda la granja y senderos cercanos están bañados de una tenue oscuridad.

Me acomodo la chaqueta mientras resoplo, más allá se encuentra la camioneta negra con música de rock a alto volumen, es una obsesión que tiene él, una obsesión que me tiene con ganas de romper la radio, el equipo y cualquier cosa que reproduzca música.

Doy un último paso empujando unas cuántas piedras que chocan en las llantas del vehículo, abro la puerta y lo observo con mi neutro rostro.

Él sonríe altaneramente mientras mueve un poco la cabeza —y esa música ni siquiera le encuentro un tipo de baile— estiro la mano hacia la radio para bajar el volumen, pero antes de que logre tocarlo soy empujada por una oleada de viento que me hace dar tres pasos hacia atrás.

—Menudo imbécil —le suelto en reproche, aunque con admiración internamente, no es que lleve un listado de todas sus habilidades, pero realmente, son demasiadas.

—Insúltame lo que quieras palito chino, pero a mí radio no la tocas.

A veces se suele comportar como un chiquillo malcriado y consentido, acabando con cualquier pizca de mi paciencia; como en este momento. Me dejo caer con fuerza en el asiento para luego apartar los cabellos de la cara.

—Es demasiado temprano —me quejo entre bostezos, no solía dormir hasta tarde, pero tampoco me levantaba tan de mañana. Él chasquea la lengua.

El día a penas está comenzando, y por como pinta nuestro estado de ánimo, será un día pesado e insoportable. Como todos los días desde que estoy con él.

—Holgazana —replica tras encender el auto.

—Todo mi cuerpo duele por el entrenamiento de ayer —me defiendo indignada destapando mis brazos para que vea los moretones, ni se toma la molestia de voltear la vista—. ¡Ni siquiera he desayunado!

Se echa para el asiento de atrás y me lanza una bolsa de papas. Me gustan las papas pero eso no era un desayuno apto. Pero no había nada más, nuestros suministros se han acabado ya, y necesitamos más provisiones.  

—Me parece innecesario cargar todas esas cosas a todas partes —comento abriendo el empaque. No había señalado nada en concreto, pero Elías me entendió a la perfección echando un vistazo a los asientos de atrás por el retrovisor.

Era otra de sus obsesiones, estar empacando y resguardando cosas que podrían ser “importantes en algún momento”, todas esas cosas terminaban en los dos vehículos a nuestra disposición, por una posible “salida de emergencia”.

Esas eran sus palabras, y cuando decía algo parecía más parásito que otra cosa, ni el Santo más querido podría hacer el milagro de que cambiará de idea, era un cerebrito de mierda.

—Ya te expliqué —repone poniendo el auto en marcha.

—Estamos en medio de la nada, dudo que unas vacas planeen un ataque contra nosotros.

Salimos del sendero y comenzamos a avanzar por la calle,           —vacía— y justo en ese momento sale de la nada, una vaca, haciendo que Elías frene repentinamente. El auto brinca y me golpeo la cabeza en el vidrio.

—¿Qué decías sobre los ataques de vacas? —inquiere divertido luego de recuperar la calma.

 Mantengo la boca cerrada al no saber qué decir ni como reprochar, la estúpida vaca que se aleja entre la maleza me dejó en ridículo.

Recupere la bolsa de papas y me acomode nuevamente en el asiento. Elías metió la mano en la bolsa que sonó con su tacto.

Aceleró y nos difundimos en la distancia bajo las melodías bruscas de la música que sonaba en la radio, opacando el implemente silencio y gritando al mundo: aquí estamos.

                                                    ***

Llegamos por fin a una ciudad, había tomado más tiempo de lo que había pensado. La música me puso de malas e incluso me dio dolor de cabeza.

Había visto algunas películas, no tantas, pero si algunas; a Matías le gustaban mucho. Cuando veía las escenas después del apocalipsis, me parecían demasiado exageradas, tenía que verlo con mis propios ojos y vivirlo con mi propio cuerpo para darme cuenta de que no lo eran en absoluto.

Esto es horrible, y siento que estoy a punto de caer de rodillas y morir por un ataque epiléptico; que no sé qué sea pero suena dramático.

La peste inunda mi nariz, y no comprendo de donde viene hasta que veo un par de piernas, que en unos días atrás hubiesen sido deseables para los hombres.

Era una mujer no mayor de 25, muerta por una causa que a simple vista no lograba saber. Pero no era la única, habían más y más, esparcidos por toda la calle, la cuál estaba anegada por vehículos varados y unos otros calcinados.

—¿An estás bien? —Elías pone su mano sobre mí hombro, tiene el ceño fruncido como siempre, pero sus ojos brindan preocupación.

—No quiero estar aquí —digo dando pasos hacia atrás.

—El mapa indica que el centro comercial está cerca, pero tendremos que ir caminando.

No pensaba moverme del sitio, y tampoco pensaba quedarme.

—No caminaré entre todo eso —exclamo extendiendo los brazos hacia todo el horizonte frente a nuestros ojos.

—Y yo no cargaré comida que terminaras tragando.

Abro la boca para reprochar, él sin embargo no espera que haga comentario alguno y se comienza a escabullir por los pequeños espacios que encuentra. En poco tiempo se encuentra a más de cinco metros de distancia.

—¡Espérame! —digo mientras doy saltos de un lado a otro esperando darle alcance.

Para cuando llego al centro comercial me encuentro temblando.

—An basta, solo eran humanos muertos, no es para tanto —se queja Elías aún con ventaja en su avance.  ¿Cómo puede decirlo de esa manera? Como si fuese algo insignificante y normal. ¡Encontrar muertos en cada esquina no es normal!

—Están muertos por culpa nuestra —reprocho—. Deberías al menos mostrar un poco de respeto por ellos.

Elías se detiene y se gira hacia mí enarcando su ceja. Parece incrédulo.

—¿Desde cuándo sientes empatía por ellos? —cuestiona, y por primera vez reacciono sobre ello. Antes del ataque solo me parecían un montón de escorias, aunque realmente la escoria era yo. Ahora ellos son la escoria, y yo me siento como tal.

—Yo no… —no deja que termine y me interrumpe.

—Eso que está ahí afuera no son humanos, son cadáveres, que en el transcurso de unos días serán disecados por el sol y carcomidos por los gusanos. Son cáscaras vacías que no sienten nada en absoluto.

Es horrible verlo de esa manera, pero él tiene razón.

Camino en silencio detrás de él, tomando las bolsas necesarias para comenzar a recolectar lo necesario.

Yo no era pobre, pero tampoco era rica, aún así, no había llegado a tomar tanta comida sin pensar en la gran cifra que eso me daría. Pero eso ya no importa, todo está desolado y nadie le rinde cuentas a nadie, esta es un área acordonada donde un delito como el robo masivo de barras de maní, es realmente insignificante.

—¿Cuántos días van del ataque? —cuestiono mientras reviso la información de un yogurt. Elías mete a empujones un montón de latas antes de responder.

—Cinco días.

—¡¿Esto está caducado desde hace tres meses?! —chillo asqueada, la humanidad se corrompe tanto que dejan pasar una negligencia como alimentos no aptos para ser ingeridos.

Elías se voltea y me lanza una mirada aburrida, como si fuese una niña que lo ha torturado por horas.  Se acerca y me quita el yogurt de las manos, lo destapa y hunde el dedo para luego llevarlo a la boca.

—No sabe mal, así que lleva cuantos puedas —dice tapando el envase y guardándolo entre sus bolsas.

—Eso ha sido asqueroso —repongo.

—¿Ah sí? —inquiere irritado— ¿Lo dice la chica que come carne cruda para calmar sus nervios?

Me quedo tiesa. Frente a mí el chico sonríe por primera vez en el día, de una manera que su vaho frío envuelve mi piel.

—Ten cuidado An, sé más de lo que imaginas.

Nuevamente enfoca su atención en la fila de comida en los estantes, pero para mí es imposible recuperar la concentración. Es verdad que hago tal cosa, pero nadie ajeno a Anderson lo sabía, no que yo supiese.

—¿Me has estado espiando? 

Se detiene al escuchar mi pregunta, no parece tenso, ni sorprendido, ni nada. A diferencia mía que estoy que me da taquicardia.

—Busca alimentos An.

Sigue su trayecto, pero ya no es necesario una repuesta. Es obvio que lo ha hecho, que me ha espiado pero… ¿Con qué fin? A estas alturas tengo el derecho de duda.

—¡An ven aquí! —Me llama el chico en sospecha, camino con las bolsas colgando de ambas manos en su búsqueda.

—Eso es, buena chica —dice él haciendo un movimiento con sus dedos, un movimiento que es como si le estuviese hablando a un perro.

—Imbécil —mascullo girando con los talones dispuesta a dejarlo.

—Ya cálmate, no soportas ni una broma —se queja burlón—. Vamos a entrenar mejor tus técnicas de atrapada.

Su argumento capta mi atención y me vuelvo para verlo. Se posiciona al lado de dos montañas de frutas y verduras.

—¿De qué hablas?

—Es hora de cazar frutas —dice mirándome con picardía. Frunzo el ceño sin comprender.

—Coges más de 50, y tú conducirás —propone lanzando una manzana hacia arriba que luego vuelve a atrapar.

—¿Con la opción de escoger la música? —inquiero.

—Podría ser… —Le achino los ojos en desacuerdo por su duda, voltea los ojos—. De acuerdo, con la opción de escoger la música.

Asiento con la cabeza satisfecha, un trato justo. O ni tan justo, porque esto es parte de mi entrenamiento y no necesito recibir algo a cambio. Sin embargo, es la primera vez que Elías me propone algo beneficiario para mí, no está de mal humor como había pensado, y eso solo se podía…

Aprovechar.

 Dejo las bolsas en un sitio seguro y me pongo en posición para atrapar todos los proyectiles. Algo dentro de mí dice que será divertido, eso, solo hasta que me impacta la primer manzana en la cara.

Se ríe. Los proyectiles comienzan a acercarse rápidamente, por más que me esfuerzo por coger alguno se me terminan escurriendo de los dedos. Es hasta el tomate número 16 que logro mi objetivo y lo atrapo, con tanta dificultad que lo considero un “milagro”.  

Elías lanza más hacia mí, con soltura y elegancia. Brinco, me muevo, me agacho, me arrastro y hago todo lo posible para atrapar cuántos me sean posibles.

Elías parece divertido por verme en esta situación, sus dientes relucen bajo la luz de los bombillos y su risa hace eco entre el centro vacío.

Cada vez me esfuerzo menos para atrapar, tanto así que sin darme cuenta, tenía una montaña de ellos tan grande como para alcanzar la meta. Veo el destello rojo acercarse y en el último momento, opto por no tomar el fruto.

Con un audaz movimiento golpeo de una patada (que para mí propia sorpresa) manda el tomate hacia el pecho de Elías; se impacta, explota, y lo baña con su jugo.

 Ambos nos miramos con asombro, yo por haber logrado ejecutar el movimiento sin problemas, y él… bueno y él por lo impredecible que fue el acto.

A diferencia de lo que pensé, no se molestó.

Para ese entonces me encuentro bañada y pegajosa, y un poco adolorida por los constantes golpes. El piso… el piso asquerosamente sucio.

—Voy en busca de algo para que te limpies —dice Elías antes de alejarse en uno de los pasillos. Suspiro mientras me pongo las manos en la cintura sin saber qué hacer, podría seguir abasteciendo pero no tengo ánimo para hacerlo.

Entonces lo veo, tan reluciente. Un celular bajo un estante. Me acerco sigilosamente como si de una bomba se tratase, para mí sorpresa y satisfacción, aún tiene 5% de batería. El mío lo había dejado en la granja, y no tenia linea.

Pero ahora tenía entre mis manos un objeto que me permitiría…

Marco el número, el número que me sé de memoria. Pero el tono suena una y otra vez. Nadie contesta. Vuelvo a marcar, una, dos tres, cuatro veces más, todas sin éxito alguno.

«Están de compras»  me digo, aunque sé que los martes no van de compras.

«Fueron a pasear el perro» aunque ni perro tienen.

Pero no pueden desaparecer así nada más, ellos trabajan en casa el día martes, no pudieron cambiar la rutina de un día a otro. Esto solo significa que…

—No hay un lugar seguro —brinco del susto al escucharlo—. Las ciudades desalojaron An.

Claro que sabía eso, pero no pensé que había llegado tan lejos.

«Esto no es una epidemia» me recuerdo, y me siento estúpida por haber pensado en la idea de qué, los Anvibios solo están acá. ¡Ridículo! El mundo entero está rodeado por Bolares, y ellos nos cazan, y ellos también se dispersan.

Mi familia ya no está en casa, mi familia ni siquiera estuvo tan lejana de serlo hasta hoy. Ellos son humanos, yo no pertenezco ni pertenecí nunca ha sus vidas, yo vine para cumplir una misión, esa que mi mente se encarga de repetir cuántas veces le sea posible.

Los humanos solo son una especie que habita este planeta, al cuál ni siquiera me adapto sin la ayuda de un regularizador. Aún así… ¿Por qué me duele tanto?

—No están en casa —digo, con voz tan rota que no creí posible escuchar de mi boca—. ¿Sabes lo que eso significa?

Me giró hacia él, su rostro neutro me estudia.

—¿Dónde está el mundo?

—En refugios —Lo miro incrédula.

 Entonces él levanta un pequeño control que no había visto que tenía, señala la pantalla que se encuentra unos metros más allá y lo enciende.

Para ti que estás afuera, hay un lugar seguro que te espera.

Eso dice la pantalla en letras grandes y color negro, en medio de un fondo blanco. Más abajo hay un número de teléfono, una llamada y sabrías a dónde ir. ¿Qué era esto?

—No… no tiene sentido —digo. Elías asiente de acuerdo, la negligencia de hacer eso es demasiado absurda.

Los humanos tal vez nos veían como seres estúpidos e incapaces de hacer algo más que comer. Yo no conozco de a completo a los Anvibios, pero tontos no deben ser.

Tantos Bolares que salimos de [casa] para escapar, muestra que ellos son en sí, un gran rival.

—Como sea, los humanos no son nuestra expectativa —habla el chico a mis espaldas sin ningún atisbo de preocupación o tristeza—. Lo recuerdas ¿No? Llevaré esto al auto, date prisa o tendrás que vértelas sola en medio de la basura.

La basura de la que ha hablado, debe ser sin duda el montón de cadáveres allá afuera.

Antes de ponerme de pie, veo el montón de paquetes de toallas húmedas, y vuelvo a ser consciente de lo sucia que estoy. Me levanto del piso y comienzo a asearme, tratando de quitar cualquier rastro de los jugos.

El camino de regreso me resulta menos terrible que al principio, aún estando sola. Pero Elías tiene razón, solo son masa en descomposición, que están muy lejos de ser algo humano.

Volteo la vista hacia una tienda, con un escaparate escandaloso. Me acerco lentamente esquivando el montón de vehículos hasta llegar a la entrada, donde un olor a flores me inunda la nariz.

Dentro hay muchas cosas, entre ellos ropa. Por fin tengo delante la oportunidad de ponerme algo cómodo, y no la escasa ropa de la granja. Mi sangre no es del gusto de los mosquitos, pero intuyo que la dueña de la casa  sufrió por múltiples picaduras.

Cuando termino de llenar las bolsas necesarias con mis nuevas prendas, echo un último vistazo a la tienda, y vuelvo a ver lo que llamó mi atención de la tienda, el vestido rojo, el vestido de fiesta.

Entre mis largos años entre el mundo, no había usando uno, por una razón claramente lógica, el insecto en mi espalda. Sin embargo, hoy no hay nadie que me juzgue o me señale por eso, hoy puedo ser libre, aún sin que la circunstancia no sea del todo grata.

                                                ***

Suspiro una última vez y camino con cuidado, es normal que me sientas ridícula, y probablemente lo sea, sin embargo, algo dentro de mí se siente satisfecho por estar así.

«Ponerte un vestido no te hará humana» me digo a mí misma, pero aún así me siento como uno, como una chica de 19 con una vida ordinaria y tranquila, con un gusto por las barras de maní y las pizzas de queso.

Elías siente mi llegada desde cinco metros de distancia, o probablemente más; todo por mis escandalosos zapatos. Arruga las cejas en una mueca de desconcierto, debe imaginar que he perdido la cabeza, a estas alturas ni yo sé si eso sea así.

—He perdido la cabeza ¿Cierto? —inquiero cuando me posiciono frente a él.

Comienzo a balancearme entre la punta y el tacón, de una manera frenética y desesperada, siento que el pelo se me ha zafado de la coleta y tengo que llevarme las manos a la cabeza, solo para darme cuenta que todos los cabellos están en su sitio.

A pesar de eso siento la necesidad de hacer algo con urgencia, y meto las bolsas al vehículo.

—Deberías perder la cabeza más seguido —comenta él a mis espaldas.

Antes de que sea consiente tengo una sonrisa en el rostro. Me giro para verlo, tratando de no parecer una estúpida por mi extraña y anormal reacción, su rostro me da confianza, porque a diferencia de otras veces es dulce y sincero, y eso me pone mal en un sentido que se siente bien.

—¿Crees que alguien me invitará a bailar en esa fiesta? —digo, no pasan ni tres segundos cuando ya me estoy auto maldiciendo por lo absurdo que ha sonado ¿A bailar? ¿Y por qué carajos querría yo bailar?

«Porque es algo que hacen las chicas “humanas”».

Elías no parece tomarlo como un chiste, al menos no cambia su expresión amable por una divertida.

—Yo sí lo haría —dice, mantengo el pico cerrado al no saber que decir—. Quiera o no eres la única opción que veo por acá —añade viendo el entorno—. Además, eres la única que no le importa si soy un tipo frío.

Suelto una carcajada. Alto… ¿Una carcajada? Elías parece el doble de sorprendido de lo que yo misma estoy. ¿Qué me pasa? ¿He perdido realmente la cabeza? Elías sonríe y desvía la mirada, debe estar pensando en un plan para dejarme botada en la primera oportunidad que tenga.

Carraspea y pasa la mano por el pelo, quiere decir algo.

—Lo de bailar es una propuesta real ¿No? —dice, tratando de parecer desinteresado, aunque no lo logra del todo. Eso es algo nuevo.

—Eh… me salió sin pensarlo —suelto una risilla aguda—. Yo no…

—Como sea, ahora lo tendrás que hacer —sonríe con malicia.

Mete el brazo por la ventana y se inclina hacia la radio.

—Esa música que tienes ahí, no se puede bailar —opino cruzándome de brazos un tanto conmovida. Él no dice nada, solo maniobra el equipo hasta encontrar lo buscado, lo cual me deja callada.

La canción no es de rock, sino de un género al cual no puedo nombrar por mi falta de conocimiento sobre la música, aún así me parece algo hermoso y tranquilo, transportador.

 Elías se acerca a mí lentamente, antes ya lo había hecho, un sinfín de ocasiones en la que hemos estado así de cerca, pero hasta ahora no me había parecido algo que me quitase el aire; como lo está haciendo ahora.

Vacilante sujeto su mano, me siento atolondrada con la rara sensación, pero no puedo evitarlo, por más que me recrimine no parece dar efecto.

Pasa una mano por mi cintura y desliza un dedo por el escote de la espalda. Quiero empujarlo lo más lejos posible, pero tenerlo así de cerca es demasiado acogedor. La punta de sus dedos toca el regularizador.

Suspira en mi oído, y no puedo evitar temblar y enviar corrientes a su cuerpo.

El sistema en mi espalda brilla con libertad, expuesto a cualquier vista. Solo que, no hay ojos que lo puedan ver.

Apenas nos movemos del sitio, aunque en mi interior todo parece moverse descontroladamente. Los zapatos que anteriormente me parecían incómodos por el tacón, se han desvanecido y a penas los siento durante este momento.

Lo extraño  que resulta la canción con él, me perturba un poco, y me deja claro que hay muchas cosas que no conozco del chico que tengo a mi lado. Siento todo, menos temor por él.

Y aquí estábamos el Bolar 303 y el Bolar 6, dos jóvenes en medio de las afueras de un centro comercial, de una ciudad deshabitada; bailando. En un planeta que no es suyo.

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