17
Tratando de no intimidarse con las evidentes miradas interrogadoras de su papá y abuelos, Venu mostró una sonrisa nerviosa y se preparó para intentar explicar lo que había decidido sobre el chico que le gustaba, pero, quizás al notar su nerviosismo, Hermi se acercó para hablarle en voz baja de algo diferente pero importante: —Ese señor, el vigilante del museo. No es él, acabo de ver que recibió un mensaje, y se notaba su cara de fastidio.
—¿Ok? Entonces, él también está implicado, pero no es el asesino, ¿es lo que dedujiste?
—Sé que suena difícil de creer, pero me parece que eso es lo que pasa.
La abuelita interrumpió: —A ver, diablitos, dejen de secretearse y vengan a ayudar, o en todo caso vayan a ver lo que hayan descubierto.
Los hermanos entonces se miraron uno al otro, y después de echar un segundo vistazo hacia el sitio donde estaba el señor, notaron que se alejaba hacia la entrada del cementerio. Venu buscó con la vista a Guadalupe, recordando que él también había ido hacia allí, pero, o y se había ido, o tal vez se hizo invisible para no llamar la atención.
De cualquier forma, los gemelos siguieron al hombre hasta la calle. Les fue un poco difícil no perderlo de vista entre la gente que, al ir bajando el sol, llegaba en mayor cantidad. Lograron esquivar a los visitantes recién llegados, y vieron al señor doblar la esquina, por lo que se apresuraron, aunque corrieran el riesgo de que los notara.
Así, siguiéndolo, llegaron hasta el parque central. Debido a la hora, no había mucha gente allí, ya que el frío estaba aumentando con la llegada del anochecer, así que sólo alguna pareja furtiva y unos niños rebeldes permanecían jugando por el lugar. Sin mucho problema gracias a esto, los hermanos encontraron rápidamente al señor, quien se había detenido bajo un árbol, cerca del palacio de gobierno. La sorpresa no fue que Guadalupe apareciera a poca distancia, apareciendo literalmente, ya que había estado invisible hasta que el vigilante llegó. Sino que, por el lado del edificio, apareció la señora que habían reconocido hacía un par de semanas como la secretaria de cultura. Era extraño , ya que a esa hora ya no había nadie trabajando allí, tal vez ella fuera la única excepción. Iba acomodándose el recién puesto abrigo, y al ver a Guadalupe y al señor, los llamó: —Cruz, Guadalupe ¿cuánto más me querían hacer esperar?
Ellos no se atrevieron a responder, y simplemente se acercaron, mientras ella se dio media vuelta y regresó al interior del palacio de gobierno, seguida por ambos.
Los hermanos, sin perderlos de vista, se movieron con cuidado intentando seguirlos, aunque fue un poco difícil hacerlo desde afuera del edificio. Afortunadamente, los tres se detuvieron frente a una ventana que estaba medio abierta, pero al parecer, a la señora no le importó cerrarla para comenzar a hablar: —Escúchenme, puedo tolerar que no vean mis mensajes, pero cuando los llamo, es porque es un asunto que se debe atender de inmediato.
—Sí doña Débora. Es sólo que... —respondió don Cruz, pero volteó a ver hacia la ventana, (por lo que los hermanos se agacharon para ocultarse,) antes de continuar: —Creí que había que ser más cuidadosos.
—Yo soy la jefa, no tiene que recordármelo. Además, estoy segura esta vez. Es el único lugar que me falta por ver, y por fuerza tengo que encontrarla aquí. Afortunadamente, no tengo que solicitar ningún permiso, ya he trabajado suficiente tiempo aquí para que la alcaldesa no sospeche qué estoy buscando —dijo ella.
Don Cruz se sorprendió al oír lo que la señora le había dicho, y preguntó: —¿Está segura?
—Claro que sí. No me subestime, tengo mi intuición bien desarrollada —contestó ella.
El gesto de incredulidad apareció nuevamente en el rostro del señor: —No sé, hace tres años que me dijo lo mismo y nomás no aparece la bendita caja fuerte.
Guadalupe respiró hondo y contestó por primera vez: —Ya le dije que no pienso seguir con el plan, así que no trate de convencerme.
La señora habló con voz áspera: —¿Luego de casi cuatro años? Escucha, no cuento con nadie más para completar este plan, y tampoco pienso buscarlo. Sabes que don Cruz no me servirá de mucho, ya que no tiene ningún poder. Pero si crees que es razón suficiente para que renuncie, pues te equivocas.
—No me convencerá. Ya dije no, y punto final —respondió el joven, con tal entereza, que no parecía ser el mismo chico que los gemelos conocían.
Sin embargo, aunque la dama sin duda estaba molesta, no perdió la compostura, y contestó: —Sabes que puedo conseguir que parezcas el único responsable de lo que ocurrió, ¿verdad?, así que será mejor que cambies ese punto final por puntos suspensivos.
—Lo sé, pero si así la detengo, no me da miedo terminar en prisión.
—Entonces, correrás la misma suerte que esa pobre señora que estuvo a punto de atraparte.
—Tampoco me asusta morir. Ahora ya no.
Ella lo quedó mirando: —¿Desde cuándo te volviste valiente? —. Agarró el rostro del muchacho para que no pudiera ver hacia otro lado, y tras observarlo unos segundos, lo soltó y dijo con malicia: —Ah, ya. ¿Me dirás quién es, o lo investigo por mi cuenta?
—¿Quién es quién? —preguntó él.
—¿Quién es la chica de la que estás enamorado?
—¿Yo? ¡No estoy enamorado, y de todas formas, no le diría de quién!
—Pues entonces lo descubriré. Y si no es por ti, estoy segura que continuarás el plan por ella.
—Pero como no la encontrará, no continuaré.
—Eso lo veremos. Y aparte de a ella, también encontraré la caja fuerte.
—A decir verdad, pienso que Guadalupe tiene razón; a estas alturas, no hay caso de seguir con la búsqueda —alegó don Cruz.
—Opinaría diferente si se hubiera tratado de su familia y no de la mía. Necesito las cartas. Voy a encontrar ese lugar y demostrar que existe, por la vida de mis hijos —susurró Débora.
—Con todo el respeto, pero, los tres sabemos que la culpa fue de usted —dijo don Cruz.
Ella volteó enojada: —Quizás yo fui quien disparó, pero si ellos no se hubieran enterado de nada, no los habría confundido, y aún estarían vivos. Pero si llego a encontrar Mictlahuilli, podría recuperarlos, Guadalupe podría encontrar un buen lugar para vivir, y usted recibiría una fortuna.
Don Cruz suspiró. —Estamos cansados. Yo no he obtenido ninguna fortuna y el niño —señalando a Guadalupe —no ha conseguido nada más que unos buenos traumas. Ya lo había dicho mi madre, no confíes en la gente de cargos altos.
La señora miró con fijeza hacia Guadalupe antes de continuar: —Necesito que continúes. Eres el único de nosotros que puede ser aceptado por Mictlahuilli, y por tanto, el que tiene que seguir conmigo.
Don Cruz estaba a punto de responder, cuando analizó las palabras que su jefa acababa de decir: —Momento, ¿a qué se refiere con "el que tiene que seguir conmigo"? ¿Acepta mi renuncia a este asunto?
—Sí y no. Ya que usted no piensa seguir con el plan... respeto su decisión —habló ella con severidad.
El señor no supo qué decir, pero antes de que pudiera mover nada, doña Débora hizo un movimiento muy rápido, que apenas fue notorio, y don Cruz se desplomó. El brillo de una cuchilla fue notorio en la mano de la señora. Guadalupe cubrió su boca con las manos, conteniendo un grito.
Ella lo miró y dijo con indiferencia: —Corre, si no quieres que crean que tú lo mataste. Y no intentes nada raro, ¿entiendes?
El muchacho asintió, y con la poca fuerza que le quedaba, salió de la habitación.
Venu y Hermi vieron y oyeron desde la ventana todo lo que pasó, y a decir verdad, la tal Débora les causó mucho temor. Aún con la inseguridad de haber oído bien toda la conversación, y con el shock de estar frente a una persona tan despiadada, en cuanto vieron que se acercaron transeúntes, se dieron prisa en marcharse.
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