Capítulo final- Reencuentro
—Necesito antibióticos…, y analgésicos… Mi pie está rojo e hinchado, pero los medicamentos de las farmacias están casi todos vencidos…
Luis ya había perdido las esperanzas de encontrar a Carla: no había energía eléctrica para encender una computadora, y probablemente no quedaran ni rastros de internet. No salía agua de los grifos, y la única comida que quedaba eran las pocas latas que aún no habían reventado.
Manejando como podía, cambiando de auto cada vez que se le terminaba el combustible, y arrastrando su pierna inútil, Luis llegó a una esquina que le resultó familiar. La basura acumulada y la maleza sin control casi no dejó que distinguiera la que había sido su calle. En la esquina estaba lo que quedaba del restaurante, con sus vidrios rotos y sus mesas y sillas cubiertas por la basura que había entrado desde la calle.
La entrada de su edificio estaba igual: un gran árbol se había caído y obstruía la calle, y a Luis le costó esquivarlo para atravesar la puerta, que estaba rota y caída en el suelo.
Un pensamiento tonto cruzó por su mente, y lo hizo reír:
—¿Me habré olvidado de cerrar la puerta cuando me fui? Qué idiota soy… ¿Quién iba a entrar a robar, de todos modos?
El hall aún conservaba el piso con losetas, que casi no se veían por la capa de tierra que las cubría. Pero Luis se alegró: había entrado al lugar sin miedo, y no había tenido necesidad de contar las losetas para moverse.
—Eso es bueno; estoy mejor de mi ansiedad…
Tuvo que usar las escaleras para subir hasta su apartamento. El pie ya no le dolía; ni siquiera sentía su pierna de la rodilla para abajo, y eso también era bueno. Después de tantos días de sufrimiento, le parecía mentira poder arrastrar aquella masa inerte, sin sufrir.
La puerta de su apartamento se abrió con apenas un empujón leve: la madera, vieja y podrida, cayó al suelo, y la cerradura quedó completa en su sitio. Todo estaba ahí: la computadora con la que conversaba con sus compañeros y su jefe, el teléfono con el que llamaba al dueño del restaurante de la esquina, la aspiradora que usaba la limpiadora para asear su apartamento mientras le decía: ¡Ay, señor Luis…!, y luego le hacía una de sus recomendaciones de siempre.
—¡Cómo necesito a esa mujer!; a este lugar le vendría bien una buena limpieza… —Luis arrastró su cuerpo extenuado hasta el dormitorio—. Estoy cansado… Quiero ir a la cama. Trata de no arrastrar la pierna… Ya casi llegamos. Espero que no le haya pasado nada a Carla…
El dormitorio estaba como el resto del apartamento: cubierto por una gruesa capa de polvo. El póster a los pies de la cama ya casi no tenía color, y una de sus esquinas se había desprendido, pero aún se podía ver en parte. Luis sonrió con una expresión de ternura:
—Estás aquí, mi amor… ¡Te extrañé tanto…! ¿Tú me extrañaste? ¡Claro que sí! Si solo quedamos tú y yo en el mundo… —le dijo al póster—. Tienes unas piernas tan bellas, colocadas así, en esa perfecta pose de baile. Eres fantástica, Carla. Podría quedarme aquí, mirándote, para siempre…
Un escalofrío recorrió su cuerpo, y se decidió a meterse en la cama. Cuando levantó el edredón, sacudió la capa de polvo que lo hizo toser, pero igual se acostó. Sentía que transpiraba a pesar del frío, y deseó tomar una sopa caliente, o por lo menos tener una estufa cerca. Volvió a perderse, mirando el póster:
—Estás tan linda con ese traje blanco… —Por debajo del edredón salía un olor parecido al de los supermercados o aquella morgue que había visitado tiempo atrás, pero él ya no lo sentía—. Solo me importas tú, Carla... Si los demás quieren quedarse en la lista de los muertos, que se queden, pero tú eres la única que deseo a mi lado…
Con el cuerpo cada vez más caliente, pero temblando de frío, alcanzó a musitar, antes de cerrar los ojos:
—Quiero oírte decir que me amas. Ven, amor… Dímelo al oído…
FIN
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