
Capítulo 6- Malas decisiones
Ya se había terminado el último blíster de pastillas para dormir que Luis había encontrado. Debía decidirse: estaba posponiendo lo inevitable: tenía que entrar a un hospital a buscar sus ansiolíticos.
Desde su internación por la apendicitis había quedado con terror a las agujas, al dolor, a morir en la mesa de operaciones o por un error médico. El simple olor a desinfectante le quitaba el aliento. Pero tenía que conseguir sus medicamentos.
***
—¡Cuenta las losetas del piso! ¡¡No mires hacia arriba, demonios!! No hay aroma a lejía o alcohol, por suerte…
Todo estaba oscuro adentro del hospital: la electricidad del edificio también se había ido. Luis había estado varias horas frente a la entrada, en el Lamborghini, presa de los nervios, pero por fin se había atrevido a entrar.
El lugar lucía vacío y bastante limpio, a pesar del desorden que imperaba en la calle. Luis abrió y cerró puertas, buscando en los consultorios médicos. Pero allí no había nada. En la farmacia del hospital tampoco encontró el medicamento que quería. Había algunas pastillas para dormir, y algunos antidepresivos, que puso en una bolsa para llevarse, pero necesitaba sus ansiolíticos, que no encontró:
«Tendré que bajar al depósito», pensó. Los ascensores no funcionaban por la falta de electricidad, y las escaleras eran oscuras y un poco tétricas, pero Luis se sentía extrañamente tranquilo: seguro de que en el depósito iba a encontrar cajas y cajas de sus ansiolíticos, que lo abastecerían durante meses, se había calmado hasta el punto de sentirse casi feliz.
Recorriendo el pasillo del subsuelo, en busca del depósito, pasó por delante de la puerta de la morgue:
—¿Y si los muertos no desaparecieron? —La contradicción le pareció graciosa: tal vez los muertos no se habían ido a la lista de los muertos, después de todo.
Pero de pronto sintió algo raro: hacía mucho que no veía gente, y la posibilidad de que hubiera alguien allí adentro, aunque no estuviera vivo, lo hizo abrir la puerta.
Extrañamente, en ese lugar no había olores desagradables. Todo lucía limpio e impecable: había varias camillas de acero inoxidable, vacías, y en una de las paredes una docena de puertas pequeñas del mismo material, que tenían rótulos con nombres:
—Julia C. 32 años. Causa de muerte: falla cardíaca. —Luis sonrió, y en su boca se dibujó un gesto lascivo—. Hace tanto que no veo una chica de cerca… Lástima que no esté viva, pero algo es algo. Tal vez era bonita. Debo verla...
Nunca recordó que en ese lugar no había electricidad, y que esos cubículos refrigerados, que estaban cerrados herméticamente, ya no enfriaban. Cuando abrió la pequeña puerta de acero inoxidable, la placa que contenía el cadáver se salió sola para afuera, y el indescriptible olor a carne putrefacta y fluidos corporales en descomposición, saturó su nariz. Pero la imagen de una cabeza hinchada, en la que casi no se veían rasgos, una piel gris que parecía a punto de romperse, y una boca abierta como pidiendo auxilio, de la cual salía un líquido verde oscuro, casi negro, se quedó fijada en su retina.
Se cayó varias veces, a punto de desmayarse por la impresión, antes de lograr llegar al Lamborghini. Por el camino había perdido la bolsa con las pastillas de dormir y los antidepresivos. Pero, por más que los necesitara, jamás iba a atreverse a volver para buscarlos.
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