Capítulo 3- Satisfacción
—¡Maldición! ¡Cuenta las rajaduras de la calle! ¡Salta a la vereda! —Con la sensación de que iba a darle un ataque cardíaco, Luis por fin había logrado soltarse del marco de la puerta y corrió, con el cuerpo inclinado hacia adelante y la vista fija en el suelo, buscando distracciones que le permitieran seguir avanzando. Contó catorce losetas en la vereda y ocho rajaduras en la calle. Cuando llegó a la vereda opuesta, estaba seguro de que iba a caer muerto allí mismo. Apoyó la espalda contra uno de los autos que estaban estacionados, y se le ocurrió una idea: tironeó de la puerta que, para su fortuna, se abrió.
Se lanzó de cabeza adentro del auto y cerró la puerta tras de él. Recién ahí pudo sentirse seguro, y su respiración comenzó a normalizarse.
—¡Cálmate, Luis! ¡Ya te falta poco para llegar al restaurante de la esquina! —Era insano que gritara de esa manera, considerando que se estaba dando ánimos a sí mismo. Pero no importaba: igual no había nadie que lo escuchara ni pensara que probablemente se estaba volviendo loco.
Miró a través de los vidrios del auto, buscando el restaurante, y lo vio a media cuadra. Debía tomar coraje y volver a salir.
Dos horas después, luego de haber revisado todo el auto buscando algo de comer, que no encontró, y orinar en el asiento de atrás porque ya no aguantaba las ganas, no soportó el olor que él mismo había producido, y se obligó a salir.
Corrió con toda la velocidad que le permitieron su cuerpo acostumbrado al sedentarismo y el terror que amenazaba con paralizar sus piernas, y cuando llegó al restaurante se dio contra la puerta. Cayó de bruces en el suelo, entre las sillas, pero ya bajo techo.
El refrigerador estaba lleno de comida, y eso le produjo un gran alivio, y también lo consoló por sus rodillas raspadas por la caída. Un rato después, sentado en una de las mesas, con una cerveza fría, y delante de un plato de comida caliente, ya era el mismo de siempre: pensó que era una pena que no hubiera gente, porque quería que alguien lo atendiera en vez de tener que calentarse la comida e ir a buscar la cerveza él mismo. Pero después pensó que era mejor así: iba a poder comer todo lo que se le antojara sin tener que pagar la cuenta.
«¿Será posible que mis deseos se hayan cumplido, y toda esta gente molesta se haya ido a la lista de los muertos?», pensó. «¡Qué locura! ¿Y si tengo la ciudad para mí solo? ¡Eso estaría genial!».
Se sintió feliz: iba a llenar su estómago y después haría planes. Si lograba dominar su fobia a los espacios abiertos, iba a divertirse en grande.
***
Luego de seis días encerrado en el restaurante, en los que había intentado juntar coraje para irse, sin lograrlo, porque, aunque tenía toda la comida que quería, vivía tan incómodo que hasta había tenido que dormir en el suelo, se fue la luz.
Pronto el lugar empezó a oler raro: la comida que quedaba comenzaba a descomponerse, y él no tenía más remedio que buscar otro lugar donde vivir.
«¿Y si me subo a un auto e intento manejarlo?», pensó. Aún recordaba la única vez que su hermano lo había puesto tras el volante de su auto, y había intentado enseñarle. Entre gritos de que era un torpe y un bueno para nada, y que no lograba diferenciar el acelerador del freno, lo obligó a bajarse cuando rayó su precioso coche contra una señal de tráfico.
—¡¡Idiota…!! ¡¡Ojalá estés revolcándote en el infierno!! —gritó a todo pulmón, y después lanzó una carcajada: era bueno descargarse a los gritos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro