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Caminaba por las frías calles de mi ciudad. Una ciudad con un escaso número de habitantes de los cuales la mitad eran personas mayores al borde del descanso eterno.

Mis padres durante su vida trataron de inculcarme un valor muy concreto y desconocido; el no temer a la muerte. Dios sabe por qué tuvieron que tomar esa elección, pero lo hicieron. Y me alegraba, aunque hubiera sido una niña rara por no llorar su muerte, o por no lamentar la perdida de mi hermano.

Me habían enseñado que después de la muerte, vendría algo innovador. Y que duda cabía de que esperaba que así fuese, porque era el único motivo por el que podía decir, con la frente en alto y una amplia sonrisa, que la muerte de mi familia me había hecho crecer y madurar. Les echaba de menos, sus caricias y sus besos, sus "descansa" y sus sobre protecciones que no fueron muchas. Les quería por todo aquello, por haber educado en la medida de lo posible a un ser capaz de superar con facilidad los grandes obstáculos sin derramar una lágrima.

Porque las lágrimas, a diferencia de lo que dicen, son demostraciones de debilidad. No significa que seas frágil, sino que estabas completamente aferrado a quien te causa ese dolor. Y ese es el mayor punto franco, el lugar donde más dolor podrán causarte.

Quizá por eso los comentarios como huérfana nunca consiguieron hundirme, aunque en varias ocasiones rocé el borde del abismo. Vivir con mis tíos no era tan malo como había creído; pero desde luego, no lo que yo quería. Ellos eran una auténtica familia, padres y sus hijos, etc. Pero yo no formaba parte de aquel universo.

Por eso aquel día caminaba sola, bajo una leve lluvia y con una única maleta en mi mano. Sabía a donde iría, tener un lugar fijo me hacía pensar que no huía, solo me iba. Pero realmente si, huía. Huía de aquel fatídico lugar de recuerdos en el cual me había visto inmersa. Y es que cada año, era lo mismo, llegaba mi cumpleaños y extrañaba a mis padres despertándome con el olor de tostadas, y a mi hermano echando cosas asquerosas en éstas para molestarme. Echaba de menos que él me protegiera cuando algún niño me molestaba; aunque normalmente, yo pasaba desapercibida y nadie se metía conmigo. Él era el que se metía continuamente en problemas y causaba dolores de cabeza a nuestros padres.

Me senté en un banco sucio de la estación de trenes, y como si fuera un acto relejo, mis manos de dijeron a mi pecho izquierdo, sabía que bajo aquella tela se encontraban doce centímetros de una espantosa cicatriz del día del fatídico accidente.

Era una cicatriz de la que a mis diecinueve años no debería avergonzarme, pero lo hacía. La odiaba porque me hacía ser el centro de atención si me descuidaba y se la camisa mostraba de más. Nunca luciría con orgullo mi cuerpo en bikini, porque este se había visto arruinado.

Suspire y me subí al tren.

Cerré levemente los ojos y las imágenes de lo ocurrido abordaron mi mente y colapsaron el resto de mis pensamientos por completo.

—¡Mamá, papá!—Grité porque Tommy estaba molestándome. Había decidido que sería divertido chuparse su dedo índice e introducirlo en mi oreja.

— ¡Tomás, basta ya!—Gritó mi madre.

Chivata.—Susurró mi hermano y me dio una patada.

Nos enzarzamos en una absurda discusión. No me molesté en recordar cada golpe y patada, pero una de las suyas se desvió y golpeó a mi padre, quien iba conducía. Meses después desperté en un hospital, donde debía estar mi madre, se encontraba una mujer desconocida que alegaba ser la novia de mi tío. Tampoco le conocía mucho a él; alguna navidad que otra había recibido algún regalo suyo.

Para tener trece años supe sobrellevar la situación con una madurez envidiable, y era capaz de decirlo yo misma, sin la necesitad de nadie que me premiara por mi buena conducta, porque por no demostrar dolor, nadie te aplaude. Nadie te felicita por ser fuerte.

El maquinista dio un último aviso y las puertas se cerraron. No había pensado en el hecho que durante unas cuantas horas, estaría allí encerrada sin poder escapar. Odiaba no tener la oportunidad de irme, sentía que era una prohibición ante mi libertad. Tal vez fuera rara. Quizá lo fuera.

Una señora mayor se sentó junto a mí. Me llamó la atención que, aunque las canas cubrían todo su pelo —aunque aún quedaba un leve atisbo de cabello castaño—, su rostro no mostraba ni una sola arruga. Intenté no analizarla, pero lo hacía.

Me miró y me sonrió. Reconocí esa sonrisa, la había visto cuando la madre de mi tía venía a verla, una sonrisa de complicidad y familiaridad. No entendía por qué me sonreía así. Pero me gustó. O tal vez solo buscara que alguien me sonriera así.

Fuera cual fuera el motivo, decidí no indagar más en el indescifrable puzzle que sin duda alguna era mi cabeza.

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