XIII
Han pasado ya dos días desde que la caravana militar había partido desde Kudra. Se encontraba ya a mitad del bosque, su peregrinación estaba por terminar ese día, pues debían de descansar; a parte, la mayor parte de los soldados estaban exhaustos por hacer la peregrinación a pie. La noche se avecinaba, y algunos de los militares empezaron a alzar casas de campaña, preparar algunos alimentos y encender hogueras para calentarse durante la fría noche.
Los soldados nunca se acercaron a la carroza que estaba en medio de dos carros que transportaban a los militares. La razón, dentro de esta se encontraba Luna, quien, con grilletes en las manos y en las piernas, estaba aterrorizada por la situación en la que estaba. No era para menos, pues sabía que su destino, al momento de llegar al castillo en la Ciudad Imperial, seria de lo más horrido, tal cual como lo fue en su niñez.
La puerta de aquel lugar se abrió lentamente; la capitana Serena entró tranquilamente, con la seguridad que le ofrecía tener a la prisionera inmovilizada. En su mano sostenía un plato con comida recién cocinada; no era para ella, pues había comido previamente, sino para Luna. Se sentó frente a ella y, ligeramente, puso el plato al lado de la cautiva.
–Sera mejor que coma, Princesa Adita. Debe de consumir algo para obtener energías –en la cara de Serena se notaba preocupación, no por ella exactamente, sino por qué le pasara algo.
–No tengo hambre. –Ni siquiera volteo a ver a la militar o al plato con alimento.
–No diga eso, princesa, usted debe de comer algo. Me preocupo por su salud. Debería de entender lo importante que es para el Emperador usted. Por eso nos mandó a buscarla y regresarla a salvo.
No creía en esas palabras. En aquel lugar nunca miraron por su bien, solo la utilizaban para un motivo oscuro. Levantó la cabeza y, con los ojos entreabierto, se dignó a mirar a su custodia; en su cara miraba como unos ojos oscuros se le quedaban mirando fijamente, una sonrisa a medias que le hacía prender todas sus alarmas de alerta. Para evitar seguir observándola, se dignó a comer lo que le había traído. No era mucho, una simple sopa de verduras con algo de carne, lo saboreo y noto el exquisito sabor que tenía, aun siendo un simple platillo preparado por algunos militares, estaba bastante bueno.
En las afueras de la carroza, algunos soldados se mantenían despiertos y atentos a su alrededor para proteger a todo el convoy; otros estaban durmiendo, ya que la noche anterior se mantuvieron despiertos en la custodia del conjunto; unos pocos se mantuvieron despiertos, hablando sentados ante la fogata, platicando, con la intención de apoyar a los guardias en caso de que se requiera su ayuda por si sucediera un imprevisto. Dentro del carruaje, la princesa había terminado de comer, Serena estaba al pendiente de lo que hiciera Luna, pues, aun cuando estuviera esposada, sabía sobre sus habilidades mágicas, así que debía de ser cautelosa con ella.
–No deberías de estar tan nerviosa –le señalo la capitana a la prisionera, pues Luna se notaba extremadamente nerviosa–, recuerda que estamos entre amigas, ¿no? –el sarcasmo era evidente entre la sonrisa que sostenía.
–Es por esta situación que me encuentro así de asustada –le enseñaba los grilletes de las manos.
–Debes de entender que es necesario para...
–¿Para qué? –interrumpió a Serena– Parezco un perro que está castigado.
–Es para tu seguridad –se dignó a responder.
–¿Seguridad? Desde cuando alguien del imperio se preocupó por mi seguridad. Ellos solo me usaron para su propio beneficio. Ellos solo me quieren utilizar. Como lo hicieron antes –su voz se pagaba con cada palabra que decía.
–No estés así. Debes de entender que todo eso cambio. Ellos realmente están preocupados por ti. A parte, si alguien se atreve a hacerte almo malo, de nuevo, yo misma te defenderé –recargó sus manos en la parte donde se sentaba, rodeándola con sus brazos; acercó su cara junto a la de ella–, pues para eso estoy aquí, ¿no?
Con su mano derecha toma el delicado rostro de la princesa y, delicadamente, le roba un suave beso en sus delicados labios. Aquella sensación lo le era desagradable, pero a Luna se le hacía extraño que Serena hiciera eso, por lo cual decidió apartarla con sus brazos a como pudiera. La militar se resistió y continuo con un beso más apasionado. Cuando los ánimos se elevaron más, la tumbó sobre el piso del vehículo, recostándola. Se colocó sobre ella aun con sus labios sobre los de Luna; separando su boca, colocó su mano en Luna para evitar que hiciera algún ruido, así fue como empezó a recorrer su cuerpo con pequeños mordiscos, con los cuales la doncella se estremecía con cada toque de Serena. Cuando bajo lo suficiente, con su mano libre, removió sus prendas inferiores y, ante la piel expuesta de su intimidad, no dudo en calvar su cara en aquel prohibido lugar.
Jadeando, se resistía ante los embates de la capitana, intentaba desesperadamente separarla de su feminidad con ambas manos, fue inútil, pues su fuerza no era comparada con la de Serena, quien siempre había entrenado su cuerpo. La sensación era cada momento más desagradable; pataleaba, se retorcía y empujaba cada vez con más ímpetu, pero era inútil, no podía pararla. Con la cara toda roja, se resignó y dejó de resistirse.
Cuando aquella barbaridad termino, Luna, al momento en que le quitaron la mano de su boca, respiro con fuerza, sus mejillas seguían tan rojas por el éxtasis provocado en el momento, puso el dorso de sus manos sobre sus ojos para que su agresora no la viera llora; avergonzada, pues aquella rara sensación era algo que nunca había sentido; destrozada; ya que no quería ni quiere volver a sentir esa asquerosa experiencia nunca más.
Serena se limpió la boca cuando estuvo de pie, sudorosa, pero extasiada por haber logrado tan vil hazaña. Miro sus manos al sentir como una extraña fuerza recorría su cuerpo. Su vitalidad se mejoró, pensó que, con aquella fuerza dentro de su cuerpo podría derrotar a cuantos enemigos se le presentaran.
–Así que es cierto. Realmente eres especial, por eso el emperador tiene un especial interés en ti. Espero y, así como ahorita, puedas ser igual se sumisa con los demás.
Luna no pudo escucharla, su mente daba vueltas. Sus lágrimas rodaban por su cara. Quería que todo esto terminara.
Nada de aquello se escuchó afuera.
La noche terminó de una forma muy amarga para Luna.
Los cinco días de caminata llegaron a su fin. Ante los soldados se aparecieron las puertas de la Ciudad Imperial. Al pasar por el umbral, vislumbraron varios edificios construidos con mármol blanco; los techos de las casas eran de un color rojo opaco; por doquier se encontraban situados una gran variedad de soldados, tanto regulares como miembros de los Danes. Las personas asomaban sus cabezas por las ventanas para mirar el paso de la caravana que transportaba a la princesa de regreso al castillo.
Llegaron a un segundo muro, que bordea por la parte frontal al castillo, el cual está construido a las orillas de una montaña que sirve como delimitación del Reino Central y del castillo Imperial. Fue construido de esa forma para que la única forma en la cual puede ser atacado el corazón del imperio fuera por la entrada principal, sin darle oportunidad de ingresar por otros flancos; el barranco que se encuentra a espaldas de la fortaleza siempre está vigilado por arqueros, los mejores tiradores del grupo selecto del ejército; con afiladas rocas, se les imposibilita a los intrusos escapar por este lugar, solo teniendo dos opciones: morir por una caída sobre la trampa natural del barranco o en un feroz enfrentamiento contra los mejores soldados que el imperio puede ofrecer.
La llegada del conjunto de soldados al interior de aquellas enormes murallas blancas fue un espectáculo por completo, como si se hubiera ganado una importante guerra contra un abismal enemigo. El carruaje, junto a una decena de soldados fue lo único que entro al interior del castillo. Varias torres con centinelas mirando cada movimiento dentro del complejo en busca de algo fuera de lo ordinario; muros con varias ventanas, sobre los cuales se encuentra tendidas las banderas con los logos y colores del imperio.
En una sala donde se encontraban otras carrozas, una más ostentosa que la otra, el vehículo se detuvo. Dos guardias de los que pudieron ingresar, abrieron las puertas traseras de la carroza; primero salió Luna, con la cabeza agachada, aun con las manos y los pies esposados; la Capitana Serena la sujetaba de un hombro con su mano izquierda mientras que con su otra mano sostenía su espada para usarla en caso de ser necesario. El corazón de la princesa latía frenéticamente, era posible, solo para ella, escuchar los latidos que este generaba; era como si en algún momento su corazón fuera a salirse de su pecho.
Entraron a la sala principal del castillo, un área circular, a la mitad de esta se encontraba grabado en el suelo el escudo que portan los Danes en sus uniformes; dos grandes escaleras en forma de semicírculo que llevaban hacía la parte superior del mismo; en medio de ellas, a la altura de la planta baja, dos puertas enormes de color oro empezaron a abrirse mientras la prisionera y su celadora caminaban hacía su dirección siendo rodeadas por solo tres soldados.
Entrando al cuarto contiguo, una enorme alfombra roja los recibía a su llegada. Varios soldados firmes montando guardia, parados a ambos costados del pasillo forrado de aquel color carmesí. Del otro lado de la enorme sala con varios ventanales que permitían el paso de los rayos del sol de forma continua, estaban postrados dos tronos; el primero, que mira directamente a las enormes puertas, el más grande, construido con oro y forrado de morado, propio del emperador de Mantra, con la insignia del imperio grabada en el respaldo; a sus lados, otros dos tronos, con las mismas características, pero de menor tamaño.
Sentado en el lugar principal, se encontraba el Emperador. No se miraba joven por las barbas que portaba, pero tenía poca diferencia de edad que Luna. Capa morada con un cuello de lana blanca con incrustaciones de hermosa piedra negra; portando una armadura dorada con el símbolo de los Danes incrustado en el pecho. Con el codo derecho apoyado en el descansabrazo correspondiente, el mentón recargado en su puño; una sonrisa muy sutil, que cada vez se hacía más notoria conforme la cuadrilla de soldados que custodiaban a la princesa se acercaban hacía él.
Estando solo a unos pasos del hombre más poderoso del continente, la capitana obligo con su fuerza a Luna para que esta se arrodillara en presencia del Emperador. Postró sus dos rodillas en el suelo mientras los castrenses solo ponían una mientras inclinaban ligeramente la cabeza adelante en señal de respeto. Dejando la pose con la cual había recibido a los soldados, puso ambos codos sobre sus piernas, entrelazando los dedos y recargando su cabeza en el dorso de sus manos. Era muy parecido a Luna, casi las mismas facciones, el color de su cabello, el tono de sus ojos. La razón era tan simple como intrigante, pues él...
–Es un placer tenerte de vuelta con nosotros –se atrevió a hablar primero, antes de algún otro en la sala.
Aun cuando la prisionera no hubiera alzado la vista para mirar lo que ocurría a su alrededor, aquella voz era tan particular y nostálgica, a la vez que su cuerpo se estremeció con solo escuchar las palabras provenientes de aquella persona, como si presintiera de quien se tratara.
–No puede ser... –dijo casi como un susurro. Levanto lentamente la cabeza y, cuando sus ojos se toparon con aquel hombre, esto se abrieron estrepitosamente. No logro impedir que unas cuantas lágrimas se formaran en su rosto– ¿hermano?
El Emperador solo se soltó a reír con aquella pregunta.
–Es un gusto verte de nuevo. Adita –sus miradas no se separaron por varios minutos–. Me agrada tu visita –su sarcasmo se hizo notar.
–¿Qué haces ahí? ¿Dónde está papá?
–Bueno, él esta indispuesto en este momento –se rasco su cabellera mientras desvió la mirada por unos instantes–. Digamos que está durmiendo eternamente –su sonrisa estaba plasmada de maldad.
No es que Luna tuviera un buen recuerdo de su padre, pero le aterraba que el actual Emperador, su hermano, le haya quitado la vida a su padre, aun cuando no estaba totalmente segura de eso. Pero lo sospechaba.
–Estas bromeando, ¿verdad? ¿Dime que no está muerto?
Él no dijo ni una sola palabra al respecto. Ese silencio solo aseguraba lo que Luna temía.
–Y ahora... ¿qué piensas hacer conmigo? Arman –es lo único que se atrevió a preguntar.
–Hace mucho tiempo escuche por ahí que le fuiste muy importante al idiota de nuestro padre, eso hasta que decidiste escaparte. Pero eso ya no será así. Pues ahora lo que necesito es que tú me ayudes a mí. Y eso será haciendo lo mismo que mi padre hacía contigo. Claro que con los cuidados necesarios para evitar que huyas de nuevo.
Las lágrimas brotaban de los tristes ojos de Luna, pues con aquellas palabras, su hermano había dictado que el sufrimiento y martirio que vivió en su niñez y juventud se repetiría de nuevo. <<Llévenla a su habitación>> fue lo último que dijo su hermano, los pretorianos que escoltaban a Luna se pusieron de pie y la jalaron bruscamente para que se parase de inmediato. Aun atónita por el remolino de pensamiento y recuerdos en su cabeza, solo se dejó guiar. Saliendo de aquella sala, subieron una de las escaleras semicirculares y tomaron el camino de la derecha. Pasando varios pasillos, llegaron hasta unas puertas de madera, las cuales daban paso a la habitación de la princesa Adita.
Solo la capitana entro con ella, la tiro en la cama y, recostándose sobre ella, solo le dio un suave beso antes de quitarle los grilletes que portaba. Estando ya liberada, Serena salió de aquellos aposentos. Cuando se cerraron las puertas, un enorme golpe se escuchó sobre ellas, era obvio pensar que habían colocado algo que impidiera que se abrieran las puertas desde adentro.
Luna solo llevo sus rodillas hasta su pecho, las abrazo fuertemente.
Lloró descontroladamente.
Lloró hasta no poder más.
Lloró hasta quedar dormida.
Cuando despertó de su profundo y amargo sueño, notó que la noche había llegado. Se levantó y, por el pequeño ventanal que dejaba ver el cielo, miro a las estrellas; el tenue brillo de la luna llenó su rostro, el cual aún contaba con las señales de haber llorado por mucho tiempo. Recorrió aquella habitación, como si no hubiera estado ahí, pues en un momento ese lugar le pertenecía cuando era apenas una niña. Un tocador con un espejo circular roto; la cama grande, con un colchón suave y fundas con tenues colores. Una alfombra morada en el centro de la habitación; y lo que más le conmovía en aquel lúgubre momento, su estante con diversos libros, varios de ellos novelas de fantasía y romance. Cuentos con finales felices, como ella hubiera querido que fuera su vida.
Tomo uno de aquellos libros. Estaba todo cubierto de polvo. Lo sacudió y empezó a leerlo; espero que con eso su mente se calmara un poco, pero mientras más intentaba concentrarse en su lectura, más pensaba en lo que le iba a pasar en un futuro. Cuando ya no pudo más, soltó el libro y se recostó en la cama.
El tiempo paso lentamente mientras sus ojos se rendían ante el sueño. Lo último que miro fue la luna. <<Solo espero que Dimitri y Argos estén bien>> pensó antes de caer rendida ante el sueño. Ella no creía que fueran a rescatarla. Era mejor si no lo intentaban, pues no quería cargar con el sentimiento de que algo les pudiera pasar si se atrevían a sacarla de aquel lugar.
Durmió por segunda vez en el día.
Dimitri.
Argos.
Amigos.
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