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                                                                                                                    Marzo, 1806

El calor que desprendía su hogar le resultaba incomparable. Percibía seguridad. A su misma vez, juzgaba la señal de que más allá de los espesos árboles y las montañas puntiagudas que rodeaban el pueblo natal y el frondoso bosque del este, la humanidad se abstenía de peligrosas incertidumbres ocultadas por una verdad que deseaba encontrar a toda costa.

La luz del amanecer le despertó con perplejidad. El chico se levantó con torpeza y se frotó los ojos. Parpadeó y se asomó a la ventana; la primavera había empezado su curso. Apenas divisó la nieve restante de las colinas, mas los campos volvían a estar repletos de trigo y hermosas flores.

Echó un vistazo a su habitación y dio tres pasos cortos. La madera crujía levemente por el roce. Recorrió el espacio restante y bajó las escaleras apresuradamente. Vivía en una granja descomunal cerca del río Glomma junto con sus padres y sus hermanos mayores. Su cabaña se encontraba apartada del pueblo, ya que emigraron desde Francia y se establecieron en la propia naturaleza, sin saber cuánto tiempo permanecerían en Noruega.

El muchacho recogió un cuenco grande de la encimera de la cocina y se encaminó hacia el corral, atestado por gallinas, cerdos, cabras, ovejas y un par de caballos. En breve cogió un pequeño taburete que estaba apoyado en el rincón izquierdo y lo colocó delante de la cabra más cercana. Después tomó asiento y se alegró de que el animal no estuviera alterado.

Entonces comenzó a ordeñar cautelosamente, relajando las manos para que la leche saliera con ligereza.

Oyó pisadas tras su espalda y debido a la sacudida de aire recién húmeda, se percató de que se trataba de su madre. Había terminado de lavar la ropa en el río frente a las pequeñas rocas que le servían de apoyo para el jabón casero. Las mujeres del pueblo solían lavar allí también al amanecer, mas ellos no se relacionaban con nadie.

Solo necesitaban a la naturaleza como fuente de protección.

-Asegúrate de recoger los huevos. Hoy no tenemos mucho trabajo por hacer, de modo que estarás libre –anunció ésta mientras tendía las vestimentas a un lado del corral.

El muchacho depositó el cuenco de leche en el taburete, se acercó y observó a su madre con inseguridad.

-Buenos días, madre ¿seguro que no me necesitas? –preguntó con expresión de preocupación, rascándose la nuca.

-Ya te lo he dicho, Reidar. ¡¡Vas a hacer que se me caiga la ropa!! –respondió la mujer que tendía con cuidado, atenta a los gestos de su hijo . Ojeó rápidamente su figura y agitó un pañuelo mojado- Termina de ensuciar los pantalones, anda.

El carácter de la señora Skagen luchaba con cualquiera, y para enfrentarse a ella se debía estar seguro de cómo actuar. Sin embargo, su larga estatura impedía contradecir sus palabras, y sus ojos negros azabache parecían dar comienzo o el final de la conversación.

Reidar sonrió y fijó la mirada en sus pantalones marrones; estaban un poco más oscuros. Agitó su flequillo pelirrojo, cogió el cuenco y salió del corral sin perder entusiasmo.

Se encaminó hacia el gallinero y recogió cuatro huevos, haciendo caso omiso del ruido de las aves, que se encontraban un tanto revoltosas por el hambre que tenían. Lentamente se adentró de nuevo en la cocina y depositó los huevos sobre una pequeña bandeja. En breve se bebió la leche y dejó el cuenco a la izquierda.

Le inquietaba estar aislado del pueblo. No obstante, confiaba en sus padres y supo que debía haber una buena razón para no traspasar las montañas lejanas y no acercarse a la muchedumbre.

Frunció el ceño.

Sentía que dentro de su corazón, palpitaba además una fuerza prepotente; un impulso que le tentaba a desobedecer, a descubrir nuevas tierras. No solía prestar atención a los presagios, mas ése en concreto le transmitía calma y valor.

Entonces supo que ya no podía soportar más extrañas incertidumbres.

De pronto, se manifestó un muchacha un tanto mayor que él. Era alta y morena de piel y tenía los ojos de color negro azabache, como su madre, al igual que su cabello liso. Le dirigió a su hermano pequeño una breve mirada y media sonrisa.

-Madrugaste –comentó la chica, asintiendo con la cabeza.

Reidar entornó los ojos detenidamente.

-Pues como siempre –respondió el protagonista, frunciendo el ceño.

-No sé a dónde vas, pero no te acerques al pueblo –añadió su hermana, mirándose en el espejo pequeño de la entrada.

-Ya estamos, ¿por qué iba a...? -comentó Reidar, molesto.

-Tú no lo hagas, ¿entendido? –insistió la muchacha, con cierto temor en su voz.

-¿Esconderse te parece una buena solución? –preguntó el muchacho, ladeando la cabeza.

-Pues es conveniente por ahora. No es un juego, Reidar–finalizó la hermana, estirándose el cabello con ambas manos.

Una peculariedad de Ellinor Skagen determinaba la sobreprotección. Llevaba la melena recogida en una coleta baja, y sus pecas resaltaban día y noche. A la edad de dieciocho años se distinguía por ser más madura y trabajadora en su hogar. Idealizaba con tener un futuro espléndido para la familia. En el pueblo, solían murmurar en las callejuelas sobre los nuevos visitantes. Lo sabía por haber comprado, alguna vez, el pan y los huevos. Sospechaba que no era de buen grado recurrir a ese lugar, ya que la granja les venía grande para todos.

-¿A dónde irás, pues? –preguntó Ellinor con calma, mientras ponía el café a hervir-

-Vagaré por los campos de alrededor; puede que mi amigo esté por allí –contestó Reidar, rascándose la nuca con la mano derecha.

-De acuerdo. Pero... -empezó a advertir su hermana, y él levantó el brazo con la palma abierta, cortando su palabra.

-Eli, que esté alerta. Lo sé  –susurró Reidar y arqueó la ceja izquierda.

La muchacha bajó la mirada con lentitud, cogió la tetera y la dejó en el pollete de la cocina para que se enfriase en unos pocos minutos. Después, echó el café en un vaso, mezclándolo con más leche y se sentó tranquilamente en una silla de madera, dispuesta a gozar de su desayuno mañanero.

El protagonista salió de la cabaña, orgulloso de sí mismo.

El aire fresco le espabilaba en cierto modo. Subió la ladera y alzó la vista al cielo. Contempló las montañas que se divisaban a lo lejos, tras el pueblo.

De alguna manera, sabía que el destino le preparaba lo menos esperado. Tomó asiento en una piedra grande y se dispuso a esperar el sonido que a menudo reconocía desde la granja, pese al desconcierto de los demás ruidos que procedían de ambos lugares.

Al rato pudo escuchar el suave tintineo de un rebaño de ovejas, que a paso lento iban recorriendo la pradera.

Divisó a lo lejos un perro de raza pastor alemán y husky siberiano. El animal daba trompicones en el césped, como un espíritu libre. Sus fuertes ladridos viajaban en cada rincón de las montañas, produciendo estruendosos ecos alrededor. Éste tras percatarse de la presencia de Reidar, corrió a la velocidad del viento, dejando diminutas huellas en la hierba. Cuando estaban a poca distancia, el perro se abalanzó sobre el chico y dejó a su misma vez un lametón en el rostro.

-¡¡Luna!! ¡¡Cuánto tiempo!! ¿Me has echado de menos? -preguntó retóricamente mientras le acariciaba la cabeza. El animal dio círculos a su derecha, moviendo la cola. A los pocos segundos, se sentó al lado de roca, con la lengua fuera, como si estuviera esperando un buen plato de comida por haberse portado como es debido.

Una figura se distinguía al principio de la colina.

Reidar entornó los ojos y reconoció aquella melena rubia que se dirigía a él.

El muchacho se apresuró a cortar los pocos metros que a ambos le quedaban. Su amigo llevaba puesto una chaqueta de cuero, y unos pantalones a juego. La suela de las sandalias aplastaban algunos matojos, pero no le importó. Había regresado de Francia, debido a un período de crisis familiar. Hace dos semanas, Reidar había recibido una carta suya, contándole la nueva noticia; la renta de sus tierras francesas había mejorado la situación económica, y en aquel preciso momento, un Hovland volvía a sonreír a largo plazo.

-¡¡Arick!! -exclamó Reidar, con una radiante sonrisa. El chico rubio se aproximó hacia él y se fundieron en un abrazo sincero.

Tras despegarse, el pelirrojo le indicó que subiera con él, y su amigo asintió sin pesar. Exclamó un largo silbido, y Luna ladró para llamar al rebaño, que seguía comiendo hierba, con su habitual balido.

-No lo perderemos de vista por tres pasos -bromeó Reidar; su compañero soltó una carcajada.

Caminaron esquivando los hoyos y las piedras grandes. Arick le llevaba ventaja; había crecido en su ausencia y daba grandes zancadas en comparación con Reidar, que le hacía falta andar más ligero para no perder el ritmo.

Finalmente los dos se sentaron en una explanada del mismo color de los árboles, la hierba, todo el valle. Al principio no sabían muy bien qué decirse, hasta que Arick apoyó su mano en el hombro de Reidar.

-No sabes cómo son los franceses -comentó el muchacho rubio y Reidar se empezó a reir.

-¿No te agrada el acento, mon ami ? -preguntó conteniendo la respiración.

-¡¡Cállate!! -exclamó Arick- Son estúpidos; parece que solo existen ellos.

-¿Qué quieres decir? -volvió a cuestionar Reidar, cuya mirada advertía que había algo más.

-Agradezco la buena cosecha que ha salvado a mi familia -susuró Arick con lentitud, mientras arrancaba algunos hierbajos como entretenimiento- Mis padres tuvieron que vender la mula para que no les cobrasen más dinero, por ser extranjeros.

-Bueno... Ahora os encontráis mejor que antes, ¿verdad? -esperó Reidar, con la intención de hacerle sentir bien.

-Si te lo dijera, te mentiría. ¿Hace cuánto no bajas al pueblo? -preguntó, frunciendo el ceño.

Reidar parpadeó torpemente y se agitó el flequillo.

Recordó que fue una vez, cuando tenía ocho años, acompañado por su hermana Ellinor, porque esta necesitaba hablar con una anciana que vivía cerca de la plaza.
Además, pensó que algo importante y extraño tuvo que ocurrir aquella noche, ya que después de la visita de la anciana, Ellinor cogió a Reidar del brazo y lo condujo hacia su casa sin dar motivos. Pudo observar, pese a la oscuridad, que ella no paraba de llorar y de lamentarse, gimiendo, y a ratos conteniendo la respiración.

Desde entonces, cumplió la orden de no bajar al pueblo sin el consentimiento de su familia, y no le importó, debido a que se encontraba bien solo, o con su amigo.

Reidar no sentía la necesidad de socializar con los demás niños; tenía en mente la maravillosa idea de saber qué había más allá del río Glomma, descubrir por qué había una especie de voz que le llamaba constantemente, con dolor en el tono, que hacía que sintiera cierta empatía sin descartar la inseguridad.

Volvió a la realidad y se aclaró la garganta.

-Solo bajé en una ocasión, ¿por? -preguntó Reidar, incómodo.

Arick suspiró, y se dejó caer sobre el césped. Luna, que llevaba un palo entre los colmillos se acercó a su lado izquierdo. El chico aprovechó para robarle el palo, que la perra ladrara, y lanzó el palo a una larga distancia. Se concentró en su figura perdiéndose lentamente entre las rocas.

-Muchos están desesperados por la falta de recursos, y ha subido el precio del pan, no sé cuánto. El caso es que... -entornó los ojos y observó a Reidar, con su mirada azul cristalina- Es posible que no trabaje más.

-No lo entiendo, ¿no decías que estábais mejor que antes? -volvió a cuestionar el chico pelirrojo, que cada vez estaba más confundido-

-Se trata de la alimentación. Últimamente las cabras no dan leche... Y ya sabes lo que pasa -Arick mordió el labio inferior.

-Las sacrifican -completó Reidar- . Pero algo se podrá hacer, ¿o no?

-¿Tú tienes la solución? Porque no todos somos expertos en alimentar a los animales -confesó Arick, bajando la mirada.

-Será una mala etapa; espero que no dure mucho tiempo -intentó relajarle, negándose con la cabeza.

-Esperemos -asintió el muchacho rubio- Es más; he escuchado que la familia real bajará a hablar con el alcalde -sonrió al ver regresar a Luna, corriendo, con el mismo palo-.

Reidar ladeó la cabeza. Había oído hablar de Los Reyes en casa, pero sus padres evitaban hablar de ellos delante de sus hijos. A pesar de que el chico se había acostumbrado a tantísimo secretismo, también seguía interesado en aquella familia que parecía vivir muy lejos de la capital.

-¿Y cómo son? -preguntó Reidar, mientras se tumbaba boca abajo y apollaba los codos en el suelo.

-¡¿Los Tanberg?! -exclamó Arick, incrédulo, al mismo tiempo que acariciaba a Luna- Mis padres dicen que son muy extraños, que no muestran interés por nosotros. La verdad es que son muy serios, sobretodo la chica -añadió sin importancia-

-La hija, imagino -supuso Reidar, un poco aburrido.

-Es la única que tienen -afirmó Arick, reprimiendo una carcajada-. Pero la verdad es que no los he visto nunca; es por lo que oigo entre las paredes.

-Los rumores no suelen ser fiables -opinó Reidar- ¿Cómo se llama?

-¿La chica? Eh... Jorunn. Jorunn Tanberg. ¡Madre mía! ¡Qué nombre más feo! -exclamó Arick, sin ocultar su gracia.

El muchacho pelirrojo se centró en la línea que dividía el río y el cielo despejado, salvo por unas pocas nubes. Entornó los ojos, pensativo, y la risa de su amigo le contagió a él también.

-Tienes razón; es horrible -confesó Reidar, riéndose más fuerte.

Ambos se tumbaron al lado del otro, poniéndose al día acerca de sus pensamientos, sus sueños.

Los dos disfrutaron del ambiente natural. Se embriagan con la nostalgia, el tiempo, con la suave brisa del este que peinada las puntas de los abetos, y la pura felicidad que se reinaba en aquella mañana de primavera, lejos, muy lejos de la verdad indeseada.













Me parece increíble que haya vuelto. Inspiración, ¡Ya era hora!
Este es el comienzo de una historia preciosa, la precuela del Misterio de las Almas Perdidas. Aquí comienza todo 🥺
Mil gracias 💘

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