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La leyenda de la Hermandad

Cierto día, se dio por casualidad que un vendedor de pieles procedente del norte, se cruzó con un ladrón que venía escapando de la guardia del rey, y el vendedor se juntó a este en su trayecto con total desconocimiento de su condición.

Después de horas de charla y cabalgata, ambos recién conocidos coincidieron en que ya era hora de acampar para descansar y comer algo, puesto que la luz del sol se desvanecía rápidamente. Después de comer y beber, y tras una larga platica, el vendedor se levantó para ir a orinar. Cuando volvió de satisfacer su necesidad, vio bajo unas mantas entre el equipaje de su nuevo compañero de viaje, lo que parecía ser una espada. Cuando se acercó lo bastante, no pudiendo con su curiosidad, metió la mano por debajo de las mantas, tomó la espada por el mango, y de un tirón la desenvainó, y en ese momento quedó petrificado, sin poder hablar ni tan siquiera moverse.

Lo que el vendedor estaba empuñando era nada más y nada menos que la propia espada del rey; liviana como una pluma y bien balanceada, incrustada con rubíes, esmeraldas y zafiros, entre otras piedras preciosas, y en el final de su empuñadura el diamante más grande que hubiera visto jamás, toda embellecida con filigrana de oro hasta en su vaina, y bien en el centro de su hoja el blasón real.

El astuto ladrón al ser desenmascarado no tuvo otra opción que contarle la verdad a su circunstancial camarada, y después de explicarle detalladamente como había logrado sustraer el botín, el ladrón creyó prudente reanudar la marcha para evitar ser decapitado en caso de que lo atraparan; el vendedor con un poco de miedo, pero a la vez maravillado por la hazaña que había protagonizado el joven ladrón, y hechizado por su historia, finalmente optó por seguir el mismo camino que este.

Tras una larga cabalgata sin darse cuenta, ambos empezaron a adentrarse en lo que después les resultaría un bosque sin salida. La noche se hacía cada vez más oscura y las antorchas a duras penas lograban alumbrar lo que parecía ser un sendero. La temperatura empezaba a descender, ráfagas cortantes les lastimaban la cara; pero peor aún eran los silbidos del viento, que pasaban fugaces por sus oídos como exclamando conjuros profanos.

Decidieron entonces que sería mejor detenerse y armar sus tiendas; mientras el vendedor de pieles lo hacía, el ladrón logró encender un fuego; cocinaron algo, bebieron vino, y gradualmente empezaron a despreocuparse.

En un determinado momento el mercader, como por un golpe de suerte, decidió alejarse dejando atrás a su compañero, que quedó calentándose junto al fuego.

Cuando nuestro vendedor emprendía el regreso al campamento, cargando consigo algunos leños, de pronto escucho lo que le parecían ruidos de cascos de caballos; y estaba en lo cierto.

Presuroso logró esconderse tras unos arbustos, y tomando un poco de coraje, corrió las ramas para poder espiar lo que estaba sucediendo, y entonces vio una tropilla de corceles oscuros como la noche, que pasaron a toda marcha junto con sus jinetes en dirección al campamento. Y mientras esto sucedía, de fondo se escuchaban los aullidos de una jauría de lobos, que sonaban como una alerta de temor proveniente de tales feroces criaturas.

Fue entonces cuando al vendedor de pieles con la velocidad de un relámpago, le vino a la mente la antigua leyenda, y recordó un fragmento de esta que decía:

"Cuando escapes con tu botín al abrigo de la noche, y sientas el retumbar de cascos al galope, superpuesto al aullido temeroso de los lobos, se presentarán ante ti; y tendrás solo una oportunidad".

En ese momento la desesperación tomó cuenta de él, y olvidándose por un momento de su compañero decidió alejarse mientras permanecía oculto; pero sin nunca dejar de observar.

Pasado un corto tiempo, el fuego del campamento se apagó, la oscuridad inundó el bosque completamente y luego vino el silencio. Un silencio casi tenebroso; no había ruidos de lobos, ni de pájaros, ni de insectos, ni de nada.

El silencio era tal, que hubiera sido lo mismo haber nacido sordo.

La verdad era que acercarse al campamento en esas condiciones era demasiado arriesgado. El vendedor maldecía ahora el momento en que tomó la decisión de acompañar al joven ladrón y decidió entonces quedarse ahí mismo entre los arbustos esperando el amanecer.

Al otro día se despertó con los primeros rayos de sol y ni bien terminó de incorporarse caminó hacia donde estaba el campamento.

Todas las cosas estaban intactas, los caballos estaban atados y ambas tiendas estaban en pie; la comida y las pieles que traía consigo también estaban ahí, pero ni rastros de su compañero de camino; tampoco de la espada del rey.

Se sentó en un pedazo de tronco que anteriormente usara como banco, y después de descansar un poco se dispuso a levantar la tienda y sus pertrechos.

También lo hizo con las pertenencias del ladrón, ya que no iba a dejar todo eso ahí en el bosque; ni tampoco el caballo, porque a final de cuentas, su aparcero tampoco retornaría ni por lo uno ni por el otro.

"Que habrá sido del astuto ladrón", solo ese pensamiento retumbaba en su cabeza, asumiendo después, que a estas alturas ya estarían finalizando los preparativos para hacer rodar la del joven en frente al mismísimo rey y toda su corte.

Una vez que terminó de empacar, con todo listo para partir y ya montado en el caballo, tomó cuenta de lo que tenía ante sus ojos y sobresaltado se cayó golpeándose la cabeza contra el duro suelo pedregoso. Levanto se lo más rápido que pudo, y acercándose a uno de los árboles próximos al lugar donde anteriormente estaban las tiendas, pudo contemplar con todos los detalles lo que estaba ubicado en el centro de aquel viejo roble.

Era una marca simple y a la vez muy particular, la cual supo reconocer de inmediato; era la marca de la hermandad, una tenue mancha negra con la forma de la palma de una mano tal cual contaban las historias.

Pero lo que vio después fue lo que casi lo hizo petrificar, en la base del árbol caída entre unos arbustos, una daga ceremonial ensangrentada.

"Entonces las leyendas eran ciertas", pensó temeroso el vendedor.

Si lo que estaba sucediendo era real y no una alucinación, entonces su vida podría estar corriendo peligro; rápidamente como pudo se subió a su caballo y dejando todo atrás, galopó desandando el camino, y no paró hasta llegar al pueblo más próximo.

Unos días después, el vendedor de pieles se encontraba en una taberna, que incluía entre sus servicios alojamiento para viajeros; compartiendo mesa con algunos borrachos más; relatando detalladamente hasta donde su borrachera le permitía lo que había ocurrido; gritando a los cuatro vientos sobre la existencia de la hermandad, y asumiéndose como testigo de la veracidad de la leyenda.

Esa misma noche como el día anterior, subió hacia su rentado aposento y se acostó olvidándose de pagar la diaria al tabernero.

Este, al otro día, al ver que su huésped no bajaba, decidió ir en busca del vendedor para cobrar lo atrasado, y tras golpear durante un tiempo la puerta, no le quedó otra que entrar en la habitación, pero no encontró a nadie allí, lo que le llevó a maldecir al comerciante y finalmente balbuceó resignado, "uno más que se fue sin pagar".

Algunos creen que regresó al norte y otros dicen que fue cosa de la hermandad; la única certeza es que al vendedor jamás se lo volvió a ver...

—¿Y lo ocurrido con el ladrón? —preguntó uno.

—Bueno... eso ya es otra historia —contestó el hombre de la túnica.

—Te has ganado otra cerveza camarada, y bien merecida. Cantinero... una más por mi cuenta —dijo uno de los que allí estaban compartiendo mesa con un montón más—. Es la mejor versión de la leyenda de la hermandad de los ladrones que he escuchado en años.

—Le agradezco, pero ya es hora de que me marche mi señor. Con su permiso...

El forastero encapuchado se levantó lentamente de la mesa, tomando el recaudo necesario para que su espada no quedara a la vista, y luego, con bastante discreción, desapareció por el umbral de la puerta ante la mirada atónita de sus ex compañeros de mesa, que no comprendieron como se había negado a una segunda ronda. 

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