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El diamante rojo del Ave del Paraíso

Dahlia pensó largo rato acerca de sus recién adquiridas habilidades, y lo primero que deseaba explorar más a fondo era la teletransportación. Para ello, sin duda alguna necesitaba comprobar una hipótesis que se había comenzado a gestar en su hiperactiva mente. No había tenido ni un solo minuto de sosiego en esos últimos días, debido a la sucesión de eventos inusuales que se habían venido presentando en su vida, comenzando con la noche en que encontró la rosa blanca que le dejó Galatea a manera de carta de presentación.

—Oye, Cedric, creo tener una noción con respecto a la manera en que funciona mi capacidad para teletransportarme. Para averiguar si estoy en lo correcto o no, voy a necesitar de tu colaboración. Por favor, ve y ocúltate de mí. No hagas ningún ruido ni me des pistas sobre tu paradero. Quédate bien quieto en el sitio que escojas. Yo permaneceré de pie aquí donde me ves ahora, con mis ojos cerrados. Te daré un tiempo prudencial para que halles un buen escondite, ¿de acuerdo?

—Muy bien, si eso es lo que consideras que te será de utilidad, con gusto lo llevaré a cabo.

—¡Perfecto! Entonces, ve y escóndete. Y de verdad, no se te vaya a ocurrir ayudarme a encontrarte, ¿trato hecho?

—Claro que sí. Creo que esto será muy divertido. Me recuerda a mi infancia, cuando solía jugar a las escondidas con mis hermanos menores y mis primos. Yo siempre era el ganador, así que no te será nada sencillo dar conmigo —presumía risueño el príncipe.

—Eso ya lo veremos. No seas tan engreído —farfulló la rubia, con una mirada reprensora acompañada de una mueca en sus labios que denotaba cierto grado de fastidio.

—Soy muy talentoso y, ya que me estás retando, tendrás que aprender a ser una buena perdedora. Te ahorrarás muchos disgustos —admitió con sorna el joven Taikurime.

—No te pases de listo conmigo. Te sorprenderás de ver las cosas que soy capaz de hacer —replicó la chica, muy segura de sí misma.

—No importa lo que me digas, voy a ser el ganador —espetó satisfecho Cedric, mientras se colocaba las manos sobre el pecho, como muestra visible de su superioridad.

Se miraron a los ojos durante unos segundos, desafiándose el uno al otro con la postura erguida de sus cuerpos y sus sonrisas desdeñosas. No pudieron seguir manteniendo esa ridícula actitud por mucho tiempo. Una cascada de sonoras carcajadas les sobrevino y los hizo abandonar su fingida prepotencia. Cuanto más se esforzaban por detener sus risotadas, más gracioso les resultaba todo, y el bullicio retornaba con mayor intensidad. Rieron hasta que se les acabó el aliento y las lágrimas les recorrieron sus entiesadas mejillas. Permitirse aquel momento de tonterías compartidas era justo lo que ambos necesitaban para relajarse un poco, después de tantas angustias a las que habían estado sometidos. Cuando por fin pudieron volver a un estado de relativa seriedad, Cedric hizo una pequeña reverencia y caminó en dirección opuesta al punto donde se encontraba Dahlia. Ella entendió el mensaje y de inmediato se cubrió los ojos con las palmas de sus manos. Decidió contar hasta mil en voz alta, lo cual le daría tiempo de sobra al príncipe para que se ocultase lo mejor que le fuera posible.

—Novecientos noventa y ocho, novecientos noventa y nueve, mil... ¡Espero que ya estés listo! ¡Allá voy!

Tras aquellas palabras, la rubia inhaló y exhaló despacio varias veces, permitiendo que su mente se tranquilizara y se vaciara de todo otro pensamiento que no tuviera que ver con su presente objetivo: encontrar a Cedric. Al cabo de un par de minutos, sintió que sus palmas tomaban acción por sí mismas, de la misma manera en que le había sucedido cuando logró salir del agua. Estas se acomodaron a la altura de su torso, entrelazándose, al tiempo que de su boca salían unas palabras de las que aún desconocía el significado, pero que recordaba haber pronunciado. En un santiamén, su cuerpo se cristalizó y se desvaneció de ese sitio, dejando la usual cortina de humo blanco tras de sí. Apareció de pie sobre las espaldas del príncipe, quien se había acomodado boca abajo, a orillas de la esfera, cubriéndose todo el cuerpo con una considerable capa de arena que le servía de perfecto camuflaje.

—Conque aquí estás, ¿eh? Te felicito por tu ingenio y por la excelente calidad de tu escondite, pero ya pudiste comprobar que conmigo no tienes escapatoria. ¿Admites tu derrota? —interpeló Dahlia, cruzando los brazos y mirando hacia abajo.

—De acuerdo, tú ganas... Ahora, ¿serías tan amable de bajarte de mis espaldas? Para ser una niña, creo que pesas demasiado —le contestó con un tonillo burlón el Taikurime, al tiempo que se giraba para quedar bocarriba.

—¡¿Cómo te atreves?! ¡¿Estás llamándome gorda?! Prepárate para recibir toda la furia de mi venganza... ¡Lluvia de cosquillas! —gritó la muchacha, mientras se abalanzaba sobre Cedric para estrujarle los costados y el abdomen con sus dedos crispados.

El joven príncipe reía de lo lindo, retorciéndose como un gusano inquieto e intentando detener los rápidos movimientos de las manos de la chiquilla con ambos brazos, sin éxito. Aunque aparentaba poner resistencia a las cosquillas, lo estaba pasando de maravilla. Ella también disfrutaba mucho de aquel momento y, si dependiera de sus decisiones, le hubiese encantado que la duración de ese instante se extendiera por horas. Ninguno de los dos se imaginaba que la gran paz y alegría que estaban experimentando les sería arrebatada de forma abrupta. Muy cerca de su ubicación, sumergido en el estanque, se escondía el poderoso cambiaformas, observándolos con sigilo. Su purpúreo cuerpo, de unos diez metros de altura, había adoptado el aspecto que tendría el de un escorpión terrestre. La espantosa alimaña poseía tres cabezas cilíndricas alargadas, con cinco pares de fulgurantes ojos amarillos en cada una. Dichas cabezas compartían un único orificio bucal, el cual estaba tan profusamente dentado como lo estarían las mismísimas fauces de un escualo. Todas sus numerosas patas estaban cubiertas por unas gruesas púas de tonalidad grisácea, y sus renegridos pedipalpos no terminaban en pinzas, sino en un par de huesudas garras equipadas con varias uñas muy puntiagudas. En el interior de su resistente y pegajosa cola, provista de ventosas, se hallaba su arma más poderosa: un reluciente aguijón retráctil. Aprovechándose de la breve pausa para descansar que Dahlia quiso hacer, el ataque de Sunemon no se hizo esperar.

El gelatinoso tentáculo de la bestia mutante se adhirió a las espaldas de la jovencita, y esta sintió por segunda vez en su nuca la fría punzada que la había dejado inconsciente antes. Un chillido de dolor se le escapó desde lo más hondo de su ser, pero antes de que pudiera ser arrastrada por la bestia, Cedric intervino. Ocultos dentro de sus botas de cuero, él portaba dos afilados puñales, los cuales contaban con una hoja de treinta y cinco centímetros de largo por diez centímetros de ancho. Tomó uno de ellos con gran rapidez y, de un tajo, cercenó una quinta parte del apéndice del animal. Gracias a la inmediata reacción del príncipe, el veneno no pudo esparcirse en su totalidad por el torrente sanguíneo de Dahlia, lo cual evitó que dicha sustancia nociva la paralizara. Mientras ella se arrancaba el aguijón que todavía permanecía clavado en la parte posterior de su cuello, el ensordecedor rugido de rabia proferido por Sunemon hizo estremecer la tierra con gran violencia. Valiéndose de la momentánea desconcentración de aquel gigante, el Taikurime tomó a la chica en sus brazos y corrió a buscar refugio para ambos al otro lado de la esfera, pues ella necesitaba unos momentos para recuperarse del leve mareo que le ocasionó la pequeña cantidad de toxina que había logrado colarse en sus venas. La rubia se abofeteó con fuerza, para así ayudarse a superar el aturdimiento. En unos instantes, ya estaba de pie, lista para la batalla.

—Cedric, ponte de pie detrás de mí, coloca tus manos sobre mis hombros y quédate quieto —exclamó ella, con gran autoridad en su apremiante voz.

—Muy bien, eso haré —dijo él, movilizándose con prontitud.

La muchachita cerró los ojos de nuevo y focalizó toda su atención en la cúspide de la esfera, deseando con vehemencia estar allá arriba. Sus manos respondieron tal y como esperaba. En menos tiempo del que tardan un par de latidos en un corazón enamorado, ambos estaban arriba de la gran bola metálica. Cuando la joven volteó, la expresión de sorpresa e incredulidad estampada en la cara del Taikurime le resultó muy divertida, y se quedó contemplándolo con atención durante unos instantes, como si le tomara varias fotografías mentales a aquella cómica expresión facial.

—Creo que ya entendí bastante bien cómo hacer que funcione mi poder de teletransportación. Debo enfocar mi mente por completo en la persona que deseo hallar o en el lugar al quiero llegar y listo. Mi cuerpo se hace cargo del resto. Y, según parece, puedo teletransportar a otras personas también, siempre y cuando ellas estén en contacto con alguna parte de mí —explicó Dahlia, muy sonriente.

—Eso fue... ¡increíble! La verdad es que no esperaba menos de ti —afirmó Cedric, devolviéndole la sonrisa a la chica.

Su animada conversación se vio interrumpida por la brusquedad del topetazo propinado por el iracundo Sunemon contra la base de la esfera, lo cual los hizo tambalearse. Antes de que les sobreviniesen más ataques, el príncipe se apresuró a tomar el puñal que ocultaba en su otra bota y se desplazó con gran agilidad hacia la muchacha.

—Toma esto. Creo que te resultará muy ventajoso. No puedes seguir andando por estos territorios tan hostiles sin algo que te sirva para defenderte.

—Está bien, lo aceptaré. Aunque no sé cómo manipular ningún tipo de arma, nunca es tarde para aprender, ¿cierto?

Una vez más, el coloso arremetió contra el globo metálico, utilizando una fuerza mucho mayor que la vez anterior. El Taikurime perdió su balance y cayó de espaldas al vacío, precipitándose en una caída libre de treinta metros de altura, la cual culminaría en un violento encuentro no deseado con el pétreo suelo que lo estaba esperando abajo. No obstante, la actuación de Dahlia fue más veloz que la de los efectos de la gravedad sobre el cuerpo de su amigo. Unos diez metros antes de que Cedric impactase contra el empedrado terreno, la rubia apareció junto a él. Rodeó el cuello del joven con su brazo derecho y luego juntó sus palmas. En cuestión de segundos, ambos estaban de vuelta sobre la cima de la esfera.

—¡Ufff, eso estuvo muy cerca! ¡Te debo una! —resolló el príncipe, todavía muy alterado por el gran susto que le produjo la caída.

—Ya habrá tiempo para charlar más tarde. Intenta no volver a caerte, ¿está bien? —suplicó la chica, con el ceño fruncido, muy preocupada.

No le dio tiempo a él para responderle, pues desapareció de su vista, sin previo aviso. "¿Qué haces, Dahlia? ¿Dónde te metiste?" murmuró el príncipe, hablando para sí. El rugir desesperado de Sunemon llamó su atención. La jovencita había aparecido sobre la espalda de la bestia y se puso a atacarla sin dilación, para que esta no tuviese tiempo de contraatacar. Mediante un torrente de enérgicas estocadas propinadas con gran precisión, la muchacha logró destrozar una de las cabezas del animal, causándole mucho dolor. Incontenibles chorros de un líquido espeso y azulado emanaban de sus heridas, obligando a la fiera a permanecer inmóvil. Dahlia no tardó en reaparecer al lado de Cedric, tras haber conseguido su objetivo con pasmosa facilidad.

—Opino que esa alimaña no intentará abalanzarse otra vez sobre nosotros durante un buen rato. Pero debemos pensar pronto en algo que acabe de manera definitiva con esa horrenda criatura. Ni tú ni yo saldremos de este páramo hasta que Sunemon sea derrotado.

—¿Tienes alguna idea de cómo matarlo? Es demasiado grande. No podremos matarlo con un simple par de puñales.

—Estoy segura de que hay algo que he estado omitiendo. La solución tiene que estar cerca, puede sentirlo...

—¿Y si te sientas a pensar un poco? Según he visto, esa táctica te ayuda mucho.

—Ya se me había ocurrido hacer lo que estás diciendo, así que voy a tener que pedirte que guardes silencio.

—Claro, no hay problema. Sólo interrumpiría tu meditación si sucediese algo extraño. Tómate tu tiempo.

La rubia asintió con la cabeza al tiempo que se sentaba. Cerró los ojos y permitió que sus percepciones sensoriales se amplificaran. Sus oídos captaron casi al instante un suavísimo canto de ave, muy distante y débil. Era una melodía triste, como si el pajarillo que la entonaba estuviese relatando sus desgracias a través de ella. La joven sintió que debía reunirse con ese animalito, pues algo en aquella canción le transmitía la idea de que este se encontraba prisionero y que ella debía liberarlo. Aunque ignoraba cuál era en realidad el origen del canto, deseó ir al lugar. Su cuerpo se transportó a un sitio de completa obscuridad, en donde no había suelo o cielo. Sentía que flotaba en medio de la nada. El único objeto presente en medio de semejante lobreguez era una diminuta jaula dorada, la cual albergaba al pajarito de la triste melodía en su interior. La criatura carecía casi por completo de plumaje y emitía un resplandor blancuzco tan exiguo como el de una vela a punto de extinguirse. Su mirada estaba muy concentrada en ella, con sus ojitos hechos un mar de lágrimas.

—Por favor, ya no sufras más, amiguito. No temas, me tienes a mí para ayudarte —musitó Dahlia, conmovida ante el dolor del avecilla.

La chica abrió con delicadeza la puertecita de la pequeña prisión, usando sus dedos índice y pulgar derechos a manera de tenazas para sujetar la cerradura. Luego, ofreció su palma abierta al pajarito para que este se acurrucase en ella, ya que parecía estar enfermo, por lo que era bastante probable que no pudiera volar. El agradecido animal se dejó caer sobre aquella bondadosa mano femenina sin el más mínimo vestigio de vacilación. Ella se puso a acariciarle la cabecita y a besarlo, lo cual hizo que, poco a poco, su mortecina fluorescencia creciera en intensidad hasta llegar a ser tan chispeante como un cúmulo de lava en plena erupción volcánica. El ave comenzó a incrementar su tamaño con rapidez, al tiempo que le salían varias plumas en su ahora imponente cuerpo, todas ellas muy hermosas y coloridas. La negregura iba desapareciendo conforme unas fisuras se hacían presentes en los alrededores. Cada nueva fisura serpenteante que aparecía venía acompañada de un curioso crujido. Dahlia se sentía como si estuviese adentro de un gigantesco huevo en proceso de eclosión. Tras unos minutos en suspenso, la criatura moribunda de antes se había transformado en una inmensa y saludable Ave del Paraíso. Cuando de repente Cedric cayó con suavidad a su lado, la rubia se percató de que era la enorme esfera metálica lo que se había estado resquebrajando conforme la criatura crecía.

—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó el boquiabierto príncipe.

—Creo que estamos presenciando el nacimiento de un majestuoso ser —anunció la muchacha, usando un tono triunfal.

Ya estando del todo libre, el Ave del Paraíso soltó un estridente graznido hacia el firmamento. Una gran bola de fuego se formó frente a su pico y, con un grácil movimiento de cabeza, el pájaro la impulsó hacia adelante. Rojizas llamaradas envolvieron a Sunemon de arriba a abajo. No fue torturado por el dolor de las quemaduras, ya que las llamas lo hicieron desvanecerse por completo en un santiamén. Dahlia y Cedric alternaban sus atónitas miradas entre sí y luego las posaban sobre el colosal pájaro. A continuación, la criatura se inclinó hasta quedar cara a cara con la estupefacta pareja.

—Te agradezco muchísimo el que me hayas liberado, amable señorita. Me complace informarte que has completado de manera muy satisfactoria todas las pruebas del Páramo del Terror. Procedo a hacerte entrega del diamante con el emblema de la constelación encargada, Apus —anunció con voz solemne y atronadora la monumental criatura.

—Fue un placer para mí ayudarte, oh gran señor —respondió la rubia, con mucho respeto.

El Ave del Paraíso replegó sus alas sobre sí misma, cubriéndose el resto del cuerpo con ellas. En lo que tarda un chasquido de dedos, su tamaño se redujo de forma drástica. Regresó a la estatura que tenía cuando Dahlia lo encontró en la jaula. Se quedó muy quieto unos instantes, mientras su organismo se endurecía hasta llegar a convertirse en un reluciente diamante rojo. Permaneció girando sobre su propio eje en el aire, esperando que la muchacha lo tomase, y así lo hizo. Lo resguardó con cuidado en un bolsillo especial ubicado en el interior de su traje. Después de cerciorarse de que el emblema estuviese bien cubierto, ella volteó a mirar al Taikurime, con un semblante que irradiaba una felicidad indescriptible. Dio un par de saltos mientras aplaudía con entusiasmo y después abrazó a su amigo.

—¡Cedric, lo logramos! ¿No te parece genial?

—Claro que sí, pequeña... ¡es genial! ¡Nunca dudé de ti!

Estando todavía abrazados, percibieron una luz que provenía del estanque. El Valokarin los estaba llamando. Sin dudarlo, se aproximaron a las orillas del acuoso hábitat de la amigable bestia, la cual extendió uno de sus cuatro pares de brazos hacia ellos, invitándolos a subirse. Ambos obedecieron de buena gana. Una burbuja acrisolada se formó alrededor de sus cuerpos y entonces el coloso los sumergió junto con él. A unos cien metros de profundidad, visualizaron una espiral plateada en movimiento. La bestia colocó las burbujas que los contenían frente a esta. La fuerza magnética en ese sitio los atrajo como lo haría un imán. Se vieron forzados a cerrar sus ojos por algunos segundos, mientras un agradable cosquilleo invadía sus estómagos. Cruzaron el portal que les daba la bienvenida al segundo de los Páramos de la Destrucción...

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