04;; La Lenta Danza de la Oiran.
Con el amanecer, la actividad en el burdel comenzaba a tomar vida y con la muerte de su madre, Inuchūsei pensaba que debía reajustar el concepto de un día normal para ella. Cuando no limpiaba ni cocinaba para su progenitora, pasaba horas estudiando bajo la tutela de la mujer. Como era evidente, ahora que su tiempo no era casi por completo monopolizado por ella, debía de ocuparlo en los quehaceres del burdel en general —limpiar, lavar, cocinar y posiblemente más—, en el cuidado de Sonzai y en los tiempos libres podía seguir nutriendo su mente, mientras aprendía otras actividades.
Inuchūsei pensaba que si su madre dedicó tanto tiempo en educarla, ahora que se marchó no podía dejar de lado los estudios si no quería decepcionarla. Era otro deber que le fue dejado por ella.
La pelo negro creyó que sería un nuevo día, cotidiano al final, sin nada relevante que destacar. Cuidó de Sonzai el tiempo que pudo, llevándole comida a la habitación y prestándole un cuaderno libre y tinta para que se entretuviera dibujando mientras ella limpiaba las habitaciones de las prostitutas con tranquilidad.
Por esa misma razón, ver su cuarto vacío cuando quería llevarle el almuerzo a la niña y no encontrar ningún rastro de la rubia, la tomó con la guardia baja. Su respiración se paralizó por un momento, mientras entraba en cuenta de qué hacer y presa del pánico corrió donde la señora Inoue para darle las noticias, más temerosa del estado y paradero de Sonzai que del castigo que podría recibir —ni pensó en eso—.
Inoue se enojó demasiado con la revelación, llenando de regaños y gritos a Inuchūsei por haber perdido a una niña tan cara que estaba bajo su custodia. Sermón tras sermón, la niña se sintió bombardeada por la gran cantidad de palabras que salían de esa boca sin intenciones de parar; así siguió por un buen rato.
Cuando la mujer pareció terminar, se encontraba respirando agitada en busca de aire y con su cabeza punzando del estrés.
—¡Ve a buscar a esa niña, cuando vuelvas me las terminaré de ver con ustedes!
Fue la orden de ella e Inuchūsei sin esperar repeticiones, le brindó una rápida reverencia, marchándose a su cuarto a guardar algo de comida. Buscando algo que le fuera de utilidad, encontró en la estantería donde reposaban sus decenas de libros, una pequeña y vacía caja de madera clara, un poco más grande que su mano. Metió allí lo poco que cabía, procediendo a envolverla y amarrarla con un pañuelo; la pelo negro sospechaba que la mujer privaría de comer a la rubia apenas regresaran y para empeorar su angustia, la pequeña Sonzai no había almorzado.
Sosteniendo aquella caja como si guardara su corazón, la niña salió corriendo del burdel, recorriendo las calles del Distrito Rojo, cuya actividad era considerablemente menor cuando el Sol seguía presente.
Eso ocurrió poco después del almuerzo, ahora era de noche.
Y ese había sido el día de Inuchūsei, nada rutinario y con un suceso muy relevante que contar; sin embargo, no le servía de nada si Sonzai seguía perdida.
Con todas sus fuerzas rezaba para que la niña apareciera, corriendo de un lado a otro, buscando en cada esquina. El cansancio luchaba por superarla, el aire en los pulmones le fallaba. El polvo de la arena embargó por completo los pies de esa terca niña, llenándolos de suciedad; ellos lloraban con cada paso dado, sintiendo que cruzaban por un sendero interminable de afiladas púas. Su cuerpo pedía a gritos un descanso que ella no estaba dispuesta a dar hasta tener una razón válida; encontrar a Sonzai o sufrir un colapso, prefería que siguiera ese orden.
Que sea de noche no ayudaba nada a facilitar las cosas; pese a que las calles estaban iluminadas, también estaban repleta de personas que querían disfrutar de los servicios que ofrecía el barrio del placer. La niña se abría espacio entre la multitud, pidiendo disculpas a cada segundo.
La tensión aumentaba en su cabeza, provocando que el malestar se acumulara en la garganta de la pelo negro; a este paso vomitaría. No podría soportar perder a Sonzai, había prometido hacerla feliz y si ella estaba perdida por allí, de seguro estaría hambrienta y asustada ¡Eso era lo contrario a la alegría!
Sosteniendo la bolsa de comida contra su pecho, Inuchūsei logró salir de entre las masas. La niña miró hacia atrás por sobre el hombro e inhalando a profundidad, avanzó hacia adelante, a las zonas que le faltaba explorar.
La pelo negro caminaba despacio, dirigiendo su mirada a todas las direcciones en el afán de que no se le escapara ningún detalle, pendiente de escuchar hasta el más débil de los sonidos.
En una zona menos transitada, donde las luces se negaban a llegar, el cuerpo de Inuchūsei reaccionó a el llanto de alguien; sin pararse a pensar si podría ser Sonzai o alguien más, corrió hacia el callejón de donde provenían. Ahí vio a una figura pequeña, encogida boca abajo en el suelo mientras se abrazaba a sí misma, temblando espasmódicamente, quizás del frío o el llanto, la pelo negro apostaba por ambos.
Preocupada, se arrodilló frente a la niña cuyo cabello estaba cubierto por un trapo y tocó su hombro, sobresaltando a la desconocida que alzó la mirada para conectarla con la de Inuchūsei.
Ahí descubrió que no era otra que Sonzai.
La rubia aumentó la fuerza de su llanto al ver a la mayor y se abalanzó para abrazarla por la cintura, ocultando el rostro en el regazo de la pelo negro, frotando su mejilla reiteradas veces contra este, aliviada de ya no estar sola y sentir algo de calor.
El frío y la soledad eran una combinación asquerosa.
Inuchūsei suspiró, sintiendo como el alivio venía a reemplazar todo el estrés y angustia que vivió en las últimas horas. Con la diestra acarició la tela sobre el cabello de la menor hasta sentir como el cuerpo de la rubia se relajaba luego de un rato y el llanto cesaba.
—¿Por qué huiste? —inquirió Inuchūsei.
Sonzai se relamió los labios mientras inhalaba y exhalaba el aire a profundidad, era tan estúpido y estresante que le costara tanto recuperar el habla después de un maratón de lágrimas.
—Odio este lugar —giró la cabeza, descansando la mejilla en el regazo de la mayor. Apretó los ojos, resistiendo el ardor provocado por la hinchazón del llanto; sentía que en cualquier momento volvería a hacerlo—. ¡Quiero a mi papá! ¡Quiero volver a mi casa!
Las cejas de Inuchūsei se fruncieron y suspiró por los vestigios del dolor de cabeza que amenazaban con aparecer. Entendía el dolor de la rubia; sin embargo, sus acciones eran ridículas para el juicio de la mayor.
—¿Y cómo piensas irte?
Sonzai paró en seco sus lamentos al escuchar el cuestionamiento de la pelo negro, la mente de ella quedó en blanco al ser incapaz de dar una respuesta concreta y balbuceó por unos cuantos segundos, antes de decir lo primero que su infantil mente logró formular.
—¡Yo puedo caminar de vuelta a mi casa! ¡No me importa la distancia!
Abriendo tanto boca como ojos, estupefacta, la mayor no pudo evitar alzar la voz.
—¡Eso es...! ¿¡Dónde vives!?
—Hiroshima.
¡Hiroshima! Repitió la mente de Inuchūsei cual bombardeo, uno espantoso y capaz de destruirlo todo. Tenía leves conocimientos de la geografía de Japón gracias a las horas de estudio; no obstante, aunque careciera de ellos, igual sabría que Hiroshima estaba prácticamente al otro lado de la nación.
—Eso es imposible, estamos en Edo, si fueras a pie no aguantarías ni un día.
La respuesta le cayó como un balde de agua fría a la rubia ¿En serio estaba tan lejos? Pasó todo el viaje ida en su mundo; deprimida, llorando o durmiendo, que en los pocos momentos de lucidez, una travesía de tres semanas quedaba reducida a un día. Cabizbaja, apretó entre sus manos la ropa de Inuchūsei y súbitamente, alzó la cabeza, conectando miradas con la mayor, los ojos de la menor irradiaban una determinación recién adquirida —forzada e inútil—.
—¡No se pierde nada con intentarlo!
—¿Y cómo lo harás? —el tono de la pelo negro era serio, rozando la dureza por centímetros. Se inclinó hacia la rubia, reduciendo la distancia entre sus rostros—. Eres una niña, viajando sola, sin alimento, ni guía, hacia un lugar a cientos de kilómetros de aquí —relajando el rostro, Inuchūsei suavizó su voz, dándose cuenta de que estaba perdiendo la calma, algo imperdonable y que debía corregir—. Por favor, te pido que lo pienses por tu bien, no quiero que salgas lastimada.
La realidad era dura y dolorosa, algo que el frágil estado mental de Sonzai nunca sería capaz de soportar. Careciendo por completo de la común habilidad de aprender a sobrellevar las cosas para no ser consumida por ellas, la niña se lanzó directo al miserable agujero que algún día llamaría hogar.
—¿Me estás diciendo que abandone mis sueños? —sollozó, su mente llena de odio y maldiciones.
Ante la elección de palabras, las cejas de Inuchūsei se fruncieron, incómoda de seguir la conversación por la forma en que reaccionaba Sonzai; no obstante, debía hacerle entender que no había nada allá afuera para una niña sin hogar.
—Te estoy pidiendo que seas realista.
El realismo era una mierda, esa era la nueva ideología de Sonzai. Un mundo que no se defina por sus deseos estaba condenado a ser horrible y descorazonador.
Sin embargo, aunque lo maldijera infinitamente, las palabras de Inuchūsei sí lograron llegar a la mente de la rubia, que rindiéndose con su fantasía de escapar, se dejó caer cual peso muerto en el regazo de la pelo negro.
El silencio dominó el ambiente, Sonzai no tenía el humor para romperlo e Inuchūsei sólo dejaba que la marea siguiera su curso naturalmente; de nada le servía forzar una conversación. Por mientras, acariciaba la espalda de la menor con la intención de brindarle algo de consuelo.
—Este lugar es asqueroso, ni siquiera tiene mar —lamentó con amargura la rubia, reincorporándose para sentarse frente a frente con la mayor. Suspiró tristemente, deseando poder sumergirse en el agua, pese a la noche gélida; así escucharía la voz de su padre, aunque sean regaños, no le importaría, sólo quería tenerlos a ambos de vuelta—. Maldito bastardo —gruñó entre dientes, la balanza entre el odio y la añoranza estaba en constante movimiento.
La pelo negro no supo qué contestar a los pesares de Sonzai; en cambio, tomó la cajita que reposaba a su costado y la colocó entre ellas, desatando el nudo del pañuelo y extendiendo con cuidado las esquinas para revelar lo que aguardaba su interior: cuatro bolas de arroz —onigiri—. Entre la sopa y la bebida, eso era lo único que podía llevarle a la rubia.
Sonzai no esperó palabras ni explicaciones, apenas vio la comida sintió a su estómago rugir y ella, incapaz de negarse a los caprichos propios, agarró dos bolas de arroz, una en cada mano y comenzó a comer dando grandes mordiscos intercalados. Gracias a el hambre, la menor no soltó ninguna queja porque la forma de la comida se había deshecho un poco.
Inuchūsei posó una mano en el estómago, sintiéndolo rugir; al igual que Sonzai, no había comido desde el desayuno. Sin embargo, optó por no tomar nada y dejárselo todo a la rubia, ella lo necesitaría más. En ningún momento pasó por la cabeza de la menor compartir un poco, demasiado ocupada en el éxtasis de sentir el estómago llenándose.
—Tenemos que irnos, Sonzai —acomodando el pañuelo del cabello de la mencionada, asegurándose de que no se le escapara ningún mechón de pelo, la mayor procedió a levantarse, ofreciéndole una mano a la niña.
Sonzai dudosa miró esa mano, luego al oscuro paisaje del callejón detrás de Inuchūsei; una parte de ella quería seguir con la fantasía de correr hacia su hogar sin pensar en nada, realmente añoraba con irse a los brazos de su padre, bajo la protectora manta del océano. Pero por el otro lado, tenía miedo de lo que podría ocurrirle si tomaba ese riesgo; la reacción del hombre al verla regresar, por ejemplo —si es que milagrosamente lo conseguía—.
Todas esas cosas significaban inseguridad e incertidumbre, por eso, cuando miraba la mano de la pelo negro —y a ella—, agujas simbólicas se clavaban en su percepción, arruinándolo todo y provocando que sólo quiera aferrarse a ese ser que también le ofrecía algo que deseaba con fervor: adoración absoluta.
Inuchūsei significaba para ella muchas cosas, todas buenas, alguien que le ofrecía un cariño mayor al que recibía de ese hombre y una felicidad y calma parecida a la que le brindaba el océano.
Ella estaba cerca, justo en frente, ¿de qué le servía correr a una muerte sin amor, cuando podía tener todo el que quisiera justo ahora? Ya tendría tiempo de regresar en el futuro a su antiguo hogar, más exitosa y feliz que nadie, lista para mofarse de la miserable existencia de aquel que la desechó.
Esos pensamientos fueron la convicción que necesitaba para agarrar esa mano que pacientemente esperó a ser tomada.
Con la fuerza que una niña de ocho años que por nada del mundo quería volver a experimentar la soledad podía ofrecer, apretó la mano de la mayor, al mismo tiempo que sus labios, algo cabizbaja. Las dos féminas comenzaron la caminata hacia el burdel; mientras que los pensamientos distorsionados e incoherentes de la menor nunca se detuvieron.
No importaba lo mucho que se intentara convencer de lo contrario, ella quería a su padre de vuelta y ese pesar sería algo que la acompañaría por el resto de la vida.
Las calles oscuras y poco habitadas fueron dejadas atrás al poco tiempo, reemplazadas por el habitual brillo y multitud al que Sonzai no estaba acostumbrada.
En seco, la rubia se detuvo al oír el sonido de una campanilla, Inuchūsei la miró, expectante; mientras que Sonzai con la mirada buscaba el origen de ese sonido que tanto destacó entre toda esa gente. Las personas se abrieron de derecha a izquierda, como si le dieran espacio para pasar a algo o alguien. Carcomida por la curiosidad, la niña avanzó al frente de la fila, arrastrando a la pelo negro consigo, la mayor no opuso resistencia.
La campana resonó de nuevo y giró la cabeza hacia la izquierda, finalmente localizando al poseedor del objeto, un hombre que encabezaba a un grupo, sosteniendo un bastón que cada vez que tocaba el suelo, sonaba la campanilla que adornaba la punta y él, junto a los que estaban detrás de su persona daban un paso adelante.
Al dejar de lado la atención en el varón, Sonzai se concentró en quien estaba detrás de él, como resultado obteniendo que su corazón se agitara con intensidad.
Parecía imposible, pero daba la impresión que las luces de las calles fueron creadas con el único fin de resaltar la presencia de esa mujer. Vestida con incontables kilos de las ropas más finas y bellas que haya tenido la dicha de observar, la fémina terminaba de dar vida a los vibrantes colores y patrones del kimono. Su cabello adornado de múltiples y distintos adornos, no hacían más que resaltar por todos lados. Incluso llevaba un calzado de veinte centímetros y a su lado, había un hombre al cual sujetaba del hombro, mediante un pañuelo.
A esa mujer no le bastaba ser simplemente una gran belleza vestida con telas caras y de primera calidad; sino que hasta en su andar irradiaba elegancia. Con una particular forma de caminar que era un deleite a la vista, Sonzai creía estar viendo a una bailarina de movimientos etéreos.
Detrás de la mujer había una niña vestida de rojo y otras dos mujeres atrás, pero a la menor no le interesaba ellas.
Fijó su mirada en los hombres que observaban a la preciosa fémina; todos y cada uno, en esos ojos podía ver el deseo de estar con una mujer de ese nivel, la dicha de poder ser bendecidos con la presencia de ella; la envidia por los hombres que podrían poseerla e incluso, los celos de otras mujeres que la observaban, recta e intocable.
Los ojos de Sonzai obtuvieron un brillo especial. Eso es lo que más deseaba, que su sola existencia sea capaz de causar ese tipo de reacciones en los demás. Ser anhelada y envidiada por todos, simples existencias que palidecían a comparación de su gran yo.
No pudo aguantarlo más y se dirigió a Inuchūsei en busca de respuestas.
—¡Inuchūsei! ¿Quién es esa chica? —con una mano jalaba ligeramente la ropa de la mayor y con la otra señalaba a la tan famosa mujer.
La mencionada dio un rápido vistazo, siguiendo la dirección del dedo de la rubia para ubicarse y entonces respondió:
—Es una Oiran, una prostituta de alto rango. Ahora mismo está haciendo una procesión porque va a reunirse con un cliente.
—¿Y siempre se ven así? ¿Bellas y finas?
Inuchūsei asintió.
—Sólo las mujeres más bellas, inteligentes y talentosas de los burdeles pueden ser una; como sus cuidados necesitan de mucho dinero, sólo hombres ricos pueden pagarlas.
¿Inteligente, bella y talentosa? ¡Todas esas palabras tienen Sonzai escrito!
Pensando algo así, la rubia sonrió radiante, de oreja a oreja.
—¡Eso significa que yo puedo ser una!
Las risas bobas de la menor fueron interrumpidas por la mirada que le brindó la pelo negro, una tan cálida y llena de cariño que Sonzai sintió su interior arder mientras se quedaba hecha piedra. Inuchūsei no sonreía, pero sus ojos decían más que mil palabras; pese a tener ese detestable color océano cuya existencia prefería ignorar para no arder de la envidia, los sentimientos que la mayor quiso transmitir lograron calar sin ningún problema.
—Yo también creo que serías una gran Oiran —diciendo eso, brindó una corta caricia a la mejilla de la menor—. Aunque primero debemos de hablarlo con la señora Inoue. Vámonos.
Sonzai asintió, llena de energía, mientras tarareaba alegres melodías; tomada de la mano de Inuchūsei, ella apresuraba el paso en el afán de llegar más rápido. La fémina no podía estar más contenta, nunca creyó que una oportunidad tan maravillosa se le presentaría así de fácil en la vida después de que esta se enfocara en hacerla llorar ¡Y no le importaba! Su mente fue iluminada y junto a ello, el camino que ella pensaba que debía de seguir.
Si sólo hombres ricos e importantes podían costearse a una prostituta de alto rango, eso significaba que ella podría fácilmente volverse en la mujer más adinerada de todas e incluso casarse con un noble para conseguir una posición alta. El pensamiento de su padre besando sus pies en forma de clemencia, la hizo sonreír todavía más.
No importaba lo que tuviera que hacer, de ser necesario suplicaría de rodillas para que los jefes le dieran ese rango; no obstante, si era sincera consigo misma, sabía que no haría falta; ella era la niña más linda de todas, más que cualquier otra y por ser tan bella, Sonzai era consciente de que no tendría que esforzarse nada a la hora de conseguir marido, ellos solos besarían el suelo por el que pasara apenas la miraran.
Su ilusión estaba por las nubes, por eso, al llegar al burdel y lo primero que recibiera en la entrada del lugar fueran los gritos y regaños de Inoue, hizo que la caída a tierra se sintiera más dolorosa de lo normal, dejándola aturdida; ni siquiera pudo quitarse el calzado.
¡Sonzai lo había entendido, ya no volvería a escaparse nunca! ¡Ya podía parar! Deseaba decirle eso a la mujer; no obstante, sus súplicas posiblemente serían ahogadas por el volumen empleado en la voz de Inoue.
—Señora Inoue, no regañe sólo a Sonzai, yo también tuve la culpa de que se escapara —Inuchūsei interfirió y por un momento, sólo uno, la fémina paró el sermón para fijar su mirada en ella.
Entonces, volvió a gritar, sin importarle espantar a los clientes.
—¡Claro que tú también tienes la culpa, no te creas! —la señaló con la pipa carente de tabaco, puesto que seguían sin traerle y eso no hacía más que aumentar su estrés—. ¡Váyanse a su habitación sin cenar y no salgan hasta que yo les diga!
Inuchūsei asintió con una reverencia y dio un rápido vistazo a la rubia, estaba pegada a su costado derecho, aferrada a las ropas de la pelo negro como se estaba haciendo usual cada vez que se sentía intimidada; así que posó una mano por su hombro y comenzó a caminar hasta la habitación de ellas, escuchando las risas de algunas prostitutas de fondo, divertidas por ser espectadoras y no protagonistas.
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