03;; El Mar Seco en los Ojos de una Madre.
Sonzai estaba cabizbaja y completamente desanimada, la única razón por la que caminaba era porque Inuchūsei la tenía agarrada de la mano. Apretó los labios al mismo tiempo que sus cejas se fruncían hacia abajo, maldiciendo al viejo que la insultó apenas verla ¿Por qué tenía que recibir tal trato? El cabello de Sonzai era hermoso, su padre siempre se lo dijo; que debía de sentirse orgullosa de ello y no avergonzarse por ser diferente a los demás —al mismo tiempo que le ponía un trapo en la cabeza para ocultarlo; en su defensa, que a él le gustara no significaba que a los demás igual—. Entonces, ¿por qué el mundo se empecinaba en hacerla miserable?
La única persona que ha sido buena con ella fue Inuchūsei y aunque Inoue no sea del todo mala, nunca le perdonaría el haberla traído a este lugar ni que permitiera los insultos hacia su persona siendo ella la esposa, menos con las palabras que usaba para defenderla.
¿Cómo podía ser la adoración de todos siendo un trapo? Era ridículo.
Era consciente de las cosas que tendría que hacer en este lugar, lo descubrió de la peor forma cuando su madre se lo explicaba, radiante de felicidad porque ya no estaría más con ellos. El objetivo de esa mujer era deleitarse con el sufrimiento de la niña, mientras el padre estaba llegando a un acuerdo con los proxenetas; sobraba decir que lo consiguió apenas la rubia empezó a llorar.
Ojalá la mordiera una serpiente venenosa, pensaba Sonzai con rabia; si la serpiente también moría por el veneno de la mujer, no sería más que un sacrificio necesario.
—¿Te parece bien si nos bañamos antes de dormir? —la voz de Inuchūsei, tranquila como un estanque, siempre la sacaba de sus lúgubres pensamientos.
Sonzai observó bien su rostro, concretamente los ojos y ella entrecerró los suyos con fastidio, había cierto detalle en ellos que los hacía diferentes; sin embargo, se negaba a decirlo por puro orgullo. La rubia quería ser la única especial y de rasgos únicos —incluso con el odio de ciertas personas—.
Con la amargura acumulándose en su boca, contestó desganada.
—Uh, sí... Está bien...
Inuchūsei notó la evidente tristeza en la menor, por lo que detuvo la caminata con el fin de preguntarle a la rubia sobre lo que la agobiaba y ver si podía ayudarla.
Sin embargo, fue interrumpida por la llegada de tres mujeres, todas prostitutas vestidas con ropajes más simples y ligeros comparados a los que usaban cuando trabajaban, ellas se detuvieron al ver a la pelo negro y la novedad que traía junto a ella.
—¿Inuchūsei? ¡Querida, finalmente saliste de ese cuarto! —la que estaba a la cabeza del grupo, con un kimono rojo, fue la que tomó la iniciativa en hablar. Inclinando ligeramente la cabeza hacia la derecha, pudo ver mejor a la niña que se ocultaba de ellas, intimidada. La mujer respingó, un suave "juh"—. Entonces es verdad que la señora Inoue trajo una extranjera al burdel.
Y siendo tan fácil de provocar ante lo que consideraba insultos, Sonzai le gritó.
—¡Extranjera tu abuela, perra!
Las presentes jadearon de la sorpresa y las prostitutas también de la indignación, no se esperaban que una niña pudiera ser tan grosera.
—Sonzai, ¿de dónde sacas esas palabras? —cuestionó Inuchūsei contrariada, posando las manos sobre los hombros de la niña y dando fugaces miradas hacia atrás para observar a la pasmada mujer insultada que apretaba los dientes, soltando rápidas groserías entre balbuceos.
—De los amigos de mi papá —respondió casual, pasaba mucho tiempo con el hombre y también con sus amigos, sobraba decir que esa lengua venenosa la sacó de ellos; varios decían tantas groserías como respiraban.
—Sonzai, no puedes andar insultando a cada persona que te haga enojar —no había severidad en la voz de ella, más bien era una súplica.
—¡Decirme extranjera ya es un insulto!
—¡Maldita niña estúpida! —gritó la mujer, apretando las manos—. ¿¡Quién te crees para andar insultando a los demás!? ¡Y yo que por un momento había pensado que eras linda!
Ella estaba lista para abalanzarse sobre la rubia a darle una bofetada que recordarían hasta los nietos de sus descendientes. No obstante, Inuchūsei tuvo que intervenir poniéndose en medio y rápidamente hablando con la esperanza de calmar la situación.
—Lamento mucho que Sonzai la haya ofendido, pero no se moleste con ella, por favor. Acaba de llegar y está muy asustada, sólo necesita acostumbrarse —ofreció una reverencia, quedándose en esa posición mientras esperaba una respuesta.
La prostituta relajó su expresión, soltando un suspiro.
—Sólo porque tú lo dices... —con eso dicho, Inuchūsei se reincorporó—. ¿Cómo estás ahora que tu madre murió? —antes de que pudiera responder, la mayor continuó—. ¡Ja, ja! ¿¡Pero qué digo!? ¡Obviamente debes estar aliviada de ya no tener a tremenda perra sobre ti!
Inuchūsei apretó los labios, incómoda por la forma en la que la gente hablaba de su progenitora. Era evidente para todo el mundo que no era un tema de conversación que la niña disfrutaría; sin embargo, ¿importaba? No, a nadie le importaba.
Perfectamente podría suplicar de rodillas para que dejaran de calumniar a su madre, por lo menos no frente a ella; pero los demás harían oídos sordos, continuando con tan entretenida actividad.
—Yo lo estaría, nadie la quería —la segunda prostituta, vestida de azul con rayas verticales de un tono más oscuro, fue la que se unió al tema de conversación. Hablar pestes sobre aquella mujer era una de los pasatiempos favoritos de las féminas del burdel.
—Su presencia era demasiado deprimente, respirar el mismo aire que ella era asqueroso —la tercera de ellas, vistiendo de verde, también dio su opinión.
Tres mujeres opinaron sobre la madre de Inuchūsei y ninguna fue positiva, no era una mentira que la popularidad que ella tenía en el burdel era nula.
Y al final, como la mayoría se negaba a hablarle a ella, todas las quejas se las comía la hija, aprovechándose de la naturaleza dócil de la niña que prefería evitar los conflictos de todo tipo. Aunque también sentían lástima por ella, ninguna de esas mujeres tenían madre, pero preferían estar así con tal de nunca tener una como la que Inuchūsei tuvo.
—Oh, querida, ¡no pongas esa cara! —exclamó la de rojo, viendo el descontento de Inuchūsei—. Sabes que ninguna mentira decimos ¿Quién querría a una mujer que te veía como a un perro?
Y el trío se rió del comentario como si fuera la comedia del siglo. Sonzai se sentía enferma de la presencia de ellas, aferrándose a las telas del kimono de la pelo negro, pensaba en lo genial que sería que les cayera el techo encima para que se callaran.
La prostituta de verde, la más baja de todas, que se mantenía detrás de las otras dos, observó con una sonrisa a la molesta rubia y se acercó a ella para tomarla de la mano y alejarla de Inuchūsei, aún con la resistencia que esta ejercía.
—¡Pero mírala! ¿Por qué la señora Inoue querría comprar una cosa así? ¡Ya me imagino lo molesto que estará el señor Sasaki cuando lo vea!
—Él está de acuerdo con que se quede —argumentó Inuchūsei, tomando de vuelta a Sonzai antes de que abriera la boca, resguardándola entre sus brazos para impedir que se la volvieran a quitar. La menor escondió su rostro entre las ropas de la salvadora.
Ojalá también fuera rápida y la sacara de allí.
Las cejas de esa misma mujer se alzaron, parpadeando reiteradas veces con estupefacción, su boca se torció, soltando un mudo jadeo.
—¡Es estúpido, el señor Sasaki odia a los extranjeros! Viendo el horrible cabello de esta niña debió haberla echado de inmediato.
—¡Tu...!
Sonzai ante los ataques verbales estaba preparada para soltar una retahíla de insultos capaces de hacer llorar hasta al hombre más rudo; sin embargo, Inuchūsei la apretó sin rudeza entre sus brazos para instarla a que se callara y no le echara más leña al fuego.
En cambio, la segunda prostituta fue la que habló.
—No es tan fea si la miras bien, su cabello es único y eso hace que se vea incluso mejor.
La primera soltó una seca carcajada.
—Pésimo gusto como siempre, por eso siempre te enamoras de puro imbécil.
La de azul se sintió ofendida por el comentario; sin embargo, apretó las mejillas, evitando cualquier defensa porque sabía que era verdad, implicando que si hablaba sólo quedaría peor.
Inuchūsei arrugó su expresión, con lentitud abriendo y cerrando la boca reiteradas veces, demasiado dudosa de actuar. No quería ningún conflicto; sin embargo, tampoco quería que insultaran tan gratuitamente a la misma niña que le había prometido hacerla feliz —ni a nadie, en realidad—.
—Sonzai es una niña muy hermosa, la más linda que haya visto. La señora Inoue piensa igual que yo y la trajo aquí porque cree firmemente que ella traerá la fortuna a este lugar. No la insulten, por favor, no se lo merece.
En ningún momento dejó de resguardar a la rubia entre sus brazos, temerosa al ver la severidad acentuándose en el rostro de la de rojo y que la siguieran pagando con Sonzai.
—Inuchūsei, soy una mujer considerada por tu situación, así que no me hagas insultarte cuando tu madre acaba de morir —alzando la barbilla con el objetivo de lucir más amenazante, la vista de la cabeza del grupo estaba clavada en las niñas. Su voz seca al decir algo así, hacía que la rubia quisiera vomitar por esa repentina y barata madurez emocional; por su lado, las cejas de Inuchūsei se arquearon hacia abajo—. Vámonos.
Dando la orden, las tres mujeres se fueron como si nada hubiera pasado por los pasillos de madera de la que el burdel estaba construido.
Ambas niñas se separaron, observando por unos pocos segundos a las féminas que desaparecieron de su campo de visión al doblar en una esquina. Inuchūsei suspiró, cerrando los ojos y cuando los abrió, vio a Sonzai de cuclillas en el suelo, abrazando sus piernas y con el rostro escondido entre ellas.
—¿Te sientes mal? No deberías dejar que sus palabras te lastimen —extendió una mano hacia ella, acariciando esa cabeza donde las algo sucias hebras doradas descendían cual cascada por su espalda.
—¡No es eso! ¡Bueno... sí! ¡Pero...! —Sonzai alzó la vista para ver a la pelo negro, con ojos llorosos, en ellos se disputaba la dominancia entre el resentimiento y la envidia—. ¿Por qué a ti no te insultan?
Perpleja, la mayor soltó un jadeo confundido, instando a Sonzai a seguir con su explicación.
—¡Tus ojos! ¡Son color océano y no he visto a nadie más tenerlos! ¿Entonces por qué sólo a mí me insultan por ser única?
Inuchūsei no supo qué responder, nunca se había planteado tal pregunta ni recaído en sus ojos para hacer una comparación entre ellas. Posó una mano en el párpado derecho, recordando las reacciones de los demás al verlos.
Ciertamente, nunca había sido insultada por sus ojos azul claro, las mujeres del burdel que la veían por primera vez no paraban de llenarla de halagos por lo bonitos que eran, muchas argumentando que eran como el cielo en un buen día y las sensaciones que sentían viendo ese cielo, eran idénticas a cuando miraban los ojos de Inuchūsei. A medida que pasaban los días, los halagos iban disminuyendo entre las que llevaban un tiempo interactuando con la niña, puesto que ya estaban acostumbradas y las alabanzas sólo llegaban en situaciones específicas o con mujeres nuevas en el burdel; incluso el señor Sasaki ha llegado a decir que tiene bonitos ojos.
Sin embargo, su madre siempre odió que recibiera halagos, argumentando que se volvería una niña vanidosa si se acostumbraba tanto a ellos que comenzara a desearlos. Esa mujer detestaba a las personas de ego inflado, por lo que le enseñó a su hija a cerrar su mente ante los cumplidos con la idea de que así prevendría que la pelo negro se volviera mala persona.
Pero cuando no había nadie más que ellas dos en la habitación, con el alcohol circulando en la venas de la madre al punto de perder su mente en delirios y ahogándose en llanto; era de esas veces que abrazaba a Inuchūsei sin soltarla, acariciando el rostro de la menor mientras le agradecía una y otra vez de haber heredado sus ojos y no los del padre; sino las cosas hubiesen sido mucho más dolorosas y difíciles para ella. Más que los cumplidos, los llantos de su madre fueron los que se adueñaron de la mente de la niña, quien comenzó a relacionar sus ojos con cosas amargas y prefería ignorar la existencia de estos, mentalizando que eran de otro color.
Por eso mismo, había ciertos momentos que llegó a olvidar poseerlos y cuando alguien se lo mencionaba; implicaba recordar de golpe a su madre, con aquellos azules ojos, rojos por el alcohol, los patrones inestables de sueño y el llanto, tumbada en el suelo hecha un mar de lágrimas mientras se lamentaba por el hombre que la abandonó y todavía amaba.
No era nada agradable, desearía que esos recuerdos no existieran.
Exhalando una profunda bocanada de aire, posó una mano en el hombro de Sonzai. Incómoda por los pensamientos que circulaban en la mente, dibujados en su expresión, ella le dio una respuesta a la niña.
—Necesitan tiempo, cuando se acostumbren dejarán de prestarle atención a tu cabello.
—¿A ti te han insultado por tus ojos? —la contraria preguntó con esperanza.
—No —Inuchūsei negó con la cabeza y los labios de la rubia se fruncieron, decepcionada—. Sonzai, aunque hayan personas que te insulten por tu cabello, te aseguro que hay muchas más que lo adorarán, yo soy una.
La pelo negro le extendió una mano a la niña, que fue aceptada casi sin vacilación y retomaron su camino hacia los baños.
Sonzai se mantuvo callada y aunque de esos labios no salió nada, realmente odió muchísimo a Inuchūsei y a sus ojos sólo por la respuesta que le fue dada.
Este burdel se podría considerar con facilidad uno de los más destacables del Distrito Rojo, por lo que podían costearse varios lujos, como sus terrenos en cuanto al patio trasero. Lo que le importaba a Inuchūsei de ese lugar era el baño que estaba en el rincón del lugar. En la residencia habían veinte prostitutas —como Sonzai llegó justo cuando su madre murió, la cifra no cambió—, de las señoras mayores que se encargaban del cuidado de las chicas —zashikimoshi— habían seis y como Inuchūsei se podía considerar una ahora, la cifra aumenta a siete, añadiendo a los dueños del burdel, daba un total de veintinueve personas. El baño podía abarcar sin problemas a la mitad de esas personas.
Cruzaron el suelo de grava blanca para llegar al baño. Inuchūsei soltó la mano de la menor apenas entraron, de inmediato encendiendo la leña de la estufa que estaba debajo de la bañera, llenó la tina de madera con agua, para acto seguido retroceder unos pasos.
—Sonzai, espérame aquí, iré a buscar ropa y una toalla.
Apenas la rubia dio su aprobación, la pelo negro se fue corriendo del lugar, Sonzai con una expresión neutral observó a la mayor marcharse. Los amargos pensamientos sobre lo mucho que envidiaba los ojos de Inuchūsei eran tan persistentes que podía saborearlos. Asqueada, sacó la lengua.
La brisa gélida tocó la piel de la niña, estremeciéndose al ser tomada con la guardia baja; sobando sus brazos en busca de calor a la vez que temblaba ligeramente, paseó la vista por el baño y notó la ventana abierta. Tomando un pequeño banco que estaba cerca suyo, la rubia lo colocó pegado a la pared donde estaba la ventana. Ella se subió y con sus brazos reposando en el umbral, observó el cielo nocturno para pasar el rato, poco importándole el frío —para ella esto era poco comparado a las noches que intentó dormir cerca del océano, recibiendo una reprimenda de su padre—.
El cielo era aburrido, incluso con el brillo que le ofrecía, nunca logró capturar el interés de Sonzai. Lo que ella realmente añoraba era al océano, la niña creció junto al majestuoso y misterioso cuerpo de agua, lo consideraba una parte esencial de su vida y personalidad.
La vista de la Luna llena reflejada en las tranquilas aguas nocturnas no tenía nada que envidiarle al dichoso cielo ¿Quién necesitaba algo que nunca podría alcanzarse? El océano estaba frente a ella, podía sentirlo, le brindaba alimento y el sonido de las olas en movimiento era la canción de cuna más perfecta que podría escuchar.
¿Entonces por qué la gente se empecinaba en imaginar lo que estaba arriba? Qué cosa más inútil...
Inuchūsei llegó con lo prometido. Quitándose las prendas de ropa, ambas se metieron en la tina aprovechando que las dos cabían allí. La mayor lavaba los cabellos de la menor, restregando todo su cuerpo hasta ambas quedar limpias. Cuando estuvieron listas, Inuchūsei la sacó de allí, secaron sus cuerpos y Sonzai tuvo la oportunidad de usar las ropas de la pelo negro y sonrió, dando una vuelta en su eje. Era ropa simple para dormir, pero no le importaba; Inuchūsei la usó cuando era más joven, que era lo importante.
El cabello de Sonzai seguía húmedo, aunque se pasaba la toalla reiteradas veces por la extensión del pelo; así siguió incluso dentro de la habitación de Inuchūsei. De un cajón del armario, la pelo negro sacó un peine ubicado en una caja de madera y con este, comenzó a desenredar el cabello de la rubia. Le tomó menos tiempo del esperado, estaba acostumbrada a que el suyo fuera un reto desenredarlo.
—Listo —dio a conocer Inuchūsei, dejando el peine a un lado. Sonzai se levantó, ella estiraba sus entumecidos músculos y soltando un prolongado chillido perezoso, comenzó a explorar la habitación a su antojo.
Inuchūsei la vigilaba, observando principalmente a ese cabello que cada momento la soprendía más. Ahora que el cabello de Sonzai se secó y estaba limpio, pudo ver que tenía un ondulado acentuado, pero exquisito y a medida que llegaba a la punta, los bucles aparentaban torbellinos. Distaba mucho del cabello de la pelo negro, que por dar una simple y banal comparación, era un enorme arbusto esponjoso.
Sólo eso. No sabía con qué más dar una imagen.
La idea la hizo recordar las múltiples quejas que su madre soltaba por el cabello tan feo que le había tocado a la niña, idéntico al del padre, mientras lo peinaba intentando controlar esa rebelde melena.
Por eso prefería llevarlo siempre amarrado; trenzas, coletas o recogido en un moño, estaba bien.
Inuchūsei apartó esos recuerdos tan rápido como llegaron, recibir insultos porque una parte de ella no fue como esa mujer deseaba, estaba en la lista de cosas que quería dejar en el olvido.
Sonzai se detuvo en una pequeña estantería, inspeccionando con energía lo que había en el interior; todos eran libros y cuadernos. Curiosa, agarró uno al azar y lo abrió, frunciendo el ceño confundida, sólo había símbolos y muchos más símbolos inentendibles.
Aunque para alguien que no sabía leer ni escribir, era un resultado predecible.
—¡Inuchūsei, Inuchūsei! ¿Qué es esto?
La nombrada se sentó al lado de la rubia, dando un rápido vistazo al cuaderno antes de contestar.
—Es mi cuaderno de caligrafía. Mi madre me enseñaba casi todos los días.
Sonzai soltó una fuerte carcajada.
—¿Y por qué tu mamá te enseñaría esas cosas?
Entrecerrando los ojos, tomó el cuaderno de las manos de la menor y con las suyas, acarició la tapa.
—Había demasiadas cosas que ella quería demostrarle a mi padre y a los demás. Quería presumirle al mundo de que aunque vivía en el Distrito Rojo, sin necesidad de que yo fuera una Oiran ya tenía mucha más educación que cualquiera...
—Iuh, qué horrible —arrugando la nariz, Sonzai sacó la lengua para enfatizar sus acciones. La niña nunca gustó de estudiar y tampoco había ido a la escuela. Si con una sola línea su cerebro se quemaba, no quería imaginar lo que tuvo que pasar la pelo negro al ver tantos libros amontonados. Entonces, una nueva duda la embargó y la dio a conocer—. Oye, ¿cuándo murió tu mamá? Todos sólo hablan de ella.
—Hace unas horas.
—¿¡Hace unas horas!? —Inuchūsei asintió. Temblando, la rubia inclinó la cabeza al costado para ver el futón que el cuerpo de la mayor bloqueaba, levantó el dedo índice, señalando—. ¿A...allí? —Inuchūsei asintió nuevamente y los colores abandonaron por completo, la ya de por sí, blanca piel de Sonzai—. ¿¡Por qué me hiciste acostarme ahí!?
La pelo negro frunció el ceño, sin entender el escándalo.
—No te va a pasar nada por eso —soltó un suspiro, cansada—. Ya deberíamos dormir.
Inuchūsei extendió la mano para tomar la de Sonzai y llevarla al futón; sin embargo, la menor rechazó el contacto y corrió hacia la esquina de la habitación.
—¡No! ¡No quiero dormir ahí!
—Sonzai, no es momento de juegos, hay que dormir.
E intentó de nuevo tomar a la niña, que con agilidad escapó del agarre de la mayor y siguió corriendo de un lado a otro entre risas, rápidamente viendo esto como un juego del pilla pilla que no se detendría hasta que Inuchūsei la atrapara. Por su parte, la mayor estaba a punto de entrar en pánico, en voz baja y llena de tensión, le pedía a la rubia que bajara el volumen de su voz o podría molestar a los demás; al mismo tiempo que la niña volvía a escurrirse de sus brazos y se apartaba de ella.
Eso siguió por mucho más tiempo del que Inuchūsei hubiera deseado; no obstante, apenas logró atrapar al pez fuera del agua, lo llevó de vuelta al mar.
Con una manta las cubrió a ambas, abrazando a Sonzai para tenerla cerca suyo, la fémina era tan inquieta que ni acostada dejaba de moverse.
—Inuchūsei, cántame una canción de cuna —pidió la niña, viendo fijamente el rostro de la mayor—. Mi papá siempre me cantaba una cuando no podía dormir.
La nombrada asintió sin pensarlo mucho y cuando intentó recordar una, cayó en cuenta de que no conocía ninguna canción de ese estilo y que su madre tampoco le ha dedicado alguna, ni siquiera esos días que la mujer estaba tan triste que se negaba a soltarla.
Para no decepcionar a Sonzai, se puso a tararear notas en un tempo lento y suave, siguiendo su propio concepto de lo que debía ser una canción de cuna; una melodía relajante que expulsara los pesares y permitiera a los oyentes unos momentos de paz en el reino de los sueños.
—Esa no es una canción de cuna —Sonzai, que presumía de ser una experta en ese ámbito, rápidamente se dio cuenta de la carencia de Inuchūsei.
Apretando los labios, llena de incomodidad por haberle fallado, la pelo negro contestó.
—Perdón, no me sé ninguna. Te prometo que después lo haré.
Sonzai asintió, pese a lo decepcionada que se sentía de una respuesta tan estúpida; el cansancio la comenzaba a embargar y sólo por eso dejó las cosas así.
Abrazadas, se sumieron en el sueño que traería el mañana.
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