01;; La Niña que Escupía Maldiciones.
El día lluvioso había culminado.
Precisamente cuando la madre de Inuchūsei falleció, los dioses decidieron que sería el mejor momento para terminar con la tempestad o al menos eso decían las mujeres del burdel entre risas. No importaba, todos estaban agradecidos de poder enterrar pronto el cuerpo y no tener que esperar más de lo predicho.
Todo ocurrió muy rápido para ella. En un momento llegaron varios señores a la habitación con el fin de llevarse el cadáver y la joven de diez años, incapaz de moverse, se quedó recostada en aquel futón donde su madre había pasado los últimos momentos de vida. No quería saber nada más, no al menos de lo que harían con el cuerpo o dónde descansaría; simplemente quería recostarse y entender qué debía hacer ahora que sin esa mujer, había perdido su propósito de servir a alguien, mismo que la madre condicionó en ella sin pudor.
La esposa del dueño del burdel, llamada Inoue, por piedad y lástima permitió a la niña unos momentos de paz a solas; suficiente tiempo para digerir el asunto y pasar página para comenzar a trabajar.
Sí, trabajar... Inuchūsei cerró los ojos, debía de hablar con la señora sobre ese tema. Si iba a asegurarse de que su madre descansara en paz, esa promesa sería el comienzo.
Meditaba sobre lo que haría, no conocía nada más allá del Distrito Rojo, su madre nunca le permitió salir demasiado. Con suerte lograría ser adoptada como criada en una casa noble. Era capaz de hacer las labores domésticas debido a que ella siempre estuvo cuidando de la madre apenas ella concluyó que era lo suficientemente independiente a la edad de 6 años; desde allí, ella no toleró la ineptitud en la pelo negro en cosas que ya le había enseñado, sin la necesidad de llegar a los castigos físicos.
El sonido de la puerta deslizándose la sacó de sus pensamientos y alzando ligeramente la cabeza sobre el hombro, pudo ver a Inoue ahí parada junto a una niña que estaba sentada en el suelo, hecha una bolita fetal de llanto.
—Inuchūsei, ya han pasado algunas horas desde que murió tu madre y no te has movido de allí. Creo que ya deberías empezar a superarlo —dijo la mujer de cuarenta y cuatro años, procediendo a tomar del brazo a la niña al lado y la jaló más cerca de su cuerpo para obligarla a levantarse—. Por eso aproveché que los vendedores llegaron para comprar a esta niña tan especial ¡Mírala nada más! Aunque no esté muy limpia, su piel sigue hermosa y blanca como la nieve y su cabello amarillo tan pálido como la luz del Sol en un precioso y agradable día de verano. Me costaba creer que fuera japonesa, pero sí lo es, los vendedores me confirmaron que sus padres lo son y aseguraron de que la razón de su apariencia es una bendición de los Dioses ¡Y yo les creo!
La mujer no paraba de parlotear entre risas y alegrías sobre lo orgullosa que estaba de la nueva adquisición. La niña con el interés de ver algo nuevo y sin cambiar su posición, observó a la nueva de cabeza gacha, cuyo rostro era imposible de ver por el brazo libre que siempre se restregaba contra su piel sin descanso. Sin embargo, incluso sin poder ver eso, no pudo negar que esa niña lucía como alguien de otro mundo.
Su cabello rubio tan pálido era fascinante, fue lo que más le gustó de la vista. No le importaba que estuviera un poco sucio y enredado, ella podía notar la belleza que desprendía.
—Ejem —la mujer tomó un respiro para su garganta y con una sonrisa paseó su mirada entre las dos niñas—. Estoy ocupada en este momento y esta niña llora tanto que me estoy estresando. Así que necesito que la cuides mientras tanto y le enseñes unas cuantas cositas, como dejar de llorar —con un leve empujón de espalda, la fémina introdujo a la rubia en la habitación, quien de inmediato se sentó en el suelo, enroscándose como un animal para seguir llorando—. De seguro se terminan llevando bien. Nos vemos luego y ya me lo agradecerás, ¡adiós!
Sin agregar nada más, cerró la puerta, dejando a las dos chicas solas, con los únicos sonidos de la agitada respiración de la peculiar niña y sus vanos intentos de sonarse la nariz sin hacer un escándalo.
Así se mantuvo por unos minutos, Inuchūsei la ignoró durante ese tiempo, sin interés en siquiera cambiar de posición ni por el entumecimiento presente en sus músculos.
Sin embargo, llegó a su límite, no por fastidio ni por ninguna emoción similar; simplemente no podía dejar a alguien sufriendo así como así y quedarse de brazos cruzados.
—Oye —llamó en un tono bajo, con el suficiente volumen para ser escuchada. La pelo negro intentó sentarse, aguantando sin ninguna queja los pinchazos eléctricos que recorrían a su pierna diestra. Ya se pasaría—. Niña, oye —llamó de nuevo al no recibir respuesta. La segunda fue la vencida, puesto que la rubia alzó la cabeza al salir de su mundo; no obstante, sus ojos no se conectaron—. ¿No quieres acostarte aquí? Es más cómodo.
La menor se mordió los labios con inseguridad, temerosa de todas las personas y lo que podrían hacerle; sin embargo, esa era otra niña como ella, una que no ha hecho nada desde que llegó.
Pensando que quizás no sea un peligro, lentamente gateó hasta acostarse al lado de ella y sus rostros quedaran frente a frente. El suelto, abundante y rizado cabello de la mayor tocaba el rostro de la rubia, produciendo ligeras cosquillas.
Inuchūsei encontró la decepción de que los vidriosos y rojos ojos de la niña no tuvieran un color especial y poco común, eran un negro tan oscuro como la noche. Sin embargo, eso apenas y afectó la opinión que tenía de ella. Era una niña sin igual, unos ojos no eran nada comparado a un cabello tan hermoso y mucho menos disminuirían su valor.
—¿Por qué lloras? —Inuchūsei preguntó para romper el hielo y distraer la ominosa mente de esa niña.
En su imaginación era una buena idea, llevado a la realidad fue todo lo contrario; debido a que la menor aumentó la intensidad del llanto. No obstante, cuando Inuchūsei iba a disculparse por haber sido tan insensible, la rubia comenzó a hablar entre jadeos constantes y profundos.
—¿Crees... que soy bonita?
—Sí, eres muy linda —la pelo negro afirmó sin perder el tiempo.
Los delgados labios de la rubia se apretaron, mientras su barbilla temblaba ligeramente.
—¿Entonces por qué papá me abandonó? Él siempre decía que me quería, que era la más bonita de todas y que nunca me abandonaría, ¡pero me vendió! ¡Él me botó! ¡Yo lo quería e igual me hizo esto! ¿¡Qué es lo que hice mal!? —las intensidad de las exclamaciones era ahogada por las consecuencias del llanto; sin embargo, no fueron impedimento para que la mayor pudiera sentirlo a viva piel.
Mientras la niña soltaba lamentos sin descanso, se aferró a las prendas de Inuchūsei, esperando alguna respuesta de su parte.
Y llegó, la fémina comenzó a acariciar su cabello con un cuidado equivalente al de una amorosa madre con el objetivo de brindarle el confort que necesitaba; evitaba tocar el rostro de la menor, con todo lo que ha llorado y restregado su cara, debía de tener irritada la piel.
—Entiendo cómo te sientes...
—No lo haces —interrumpió la niña con molestia de que se atreviera a soltar una frase así, como si quisiera robarse la atención—. Nunca entenderías este dolor.
—Lo hago —Inuchūsei afirmó, dejando a la rubia sin palabras por la certeza que cubrían a sus palabras, era difícil de refutar—. Mi papá nos abandonó, a mi mamá y a mí antes de que naciera. Él la ilusionó con falsas promesas y eso la destruyó, ahora ella está muerta.
—¿Lo odias? —preguntó con dudas, la fémina mostraba tal calma al relatar que le costaba sentir alguna emoción negativa brotando de ella.
—No podría, nunca lo conocí; pero sí he deseado alguna vez que él volviera para que mi madre dejara de estar triste —ella suspiró, sabiendo que era una pérdida de tiempo añorar lo imposible, eso sólo traía dolor y su madre nunca le permitió que lo sintiera—. Ojalá las personas fueran capaces de cumplir sus promesas.
—Sí —afirmó con amargura la menor—. Todos los que rompen sus promesas son basura, como mi papá —su voz se quebró al mencionar a aquel hombre y sollozó, deseando que él apareciera en ese momento para sacarla de allí y disculparse por todo el daño que le hizo.
Sin embargo, él nunca llegaría y de no ser por Inuchūsei, estaría completamente sola, sintiéndose miserable con la vida por privarla de la atención y cariños que estaba acostumbrada a recibir.
¿Cómo podían los dioses castigarla de esa manera sólo por mostrar su cabello a unos niños, pese a que el padre se lo tenía prohibido?
No era justo.
—Estoy sola —ella se lamentó.
—No estás sola, yo estoy aquí.
—¿Y eso de qué me sirve? Ya no tengo a nadie que me adore, todos ellos me abandonaron porque ninguno fue capaz de cumplir con sus promesas ¿Qué les costaba hacerme feliz haciendo lo que les pedía?
—¿Eso es lo que quieres? ¿Alguien que te adore?
La rubia asintió sin dudarlo, poniendo todas sus energías en ello.
—¡Es lo que más quiero!
La mente de Inuchūsei no lo pensó mucho, rápidamente había llegado a la conclusión de que quería cuidar y proteger a esta niña de los peligros que la aguardaban, al ser su corazón tocado por los lamentos de la pequeña. La idea no le pareció disparatada en lo absoluto, si tenía la oportunidad de hacer feliz a la fémina, no veía lo malo en hacer una promesa.
Ella se encargaría de cumplirla o se mataría de la vergüenza de haber añadido otra cosa a la lista de razones de su madre para sentirse decepcionada de su hija y del mundo.
—Entonces te prometo que yo haré todo lo que me pidas para que seas feliz.
Con solemne tono, Inuchūsei comenzó a dictar las palabras que pavimentarían el comienzo de la verdadera promesa.
La niña se sorbió la nariz, atrayendo dentro suyo los mocos, que más que ayudar, sólo le taparon la cavidad nasal.
Con sus hinchados ojos observó el plácido rostro de la mayor, que esperaba en silencio la respuesta de ella. La niña no supo cómo reaccionar ante tales palabras al inicio, no era algo que una persona común diría, incluso por simple decir.
—¡Mentirosa! —chilló la contraria, fastidiada de que quisieran verle la cara de estúpida cuando se sentía tan miserable.
Sin embargo, Inuchūsei negó. Un movimiento tan suave como cualquiera que fuera ejecutado por ella.
—Yo no miento. Mi madre me enseñó a no hacerlo.
La respuesta le quitó los insultos de la boca a la rubia. Si no hubiera declarado su inocencia a tiempo, la pelo negro habría descubierto que esa niña tenía la boca más sucia que la de un hombre borracho.
La menor apretó los labios, cada vez que se forzaba a mantener la distancia con la mayor, ella lograba dar veinte pasos más, ninguno en falso, para lograr que la confianza que sentía hacia ella aumentara en demasía.
Era como una especie de ángel que con su sola presencia podía brindarle una seguridad inimaginable.
Oh, de verdad que para esa rubia, encapricharse de cualquiera que la trate bien; más en estos momentos de debilidad, le era tan fácil como respirar. Irónicamente, dejar ir a esas personas le parecía imposible.
—¿Tu mamá era buena...? —preguntó entre balbuceos.
La confianza que Inuchūsei le brindaba la hacía sentir abrumada; no obstante, le gustaba demasiado esa sensación, por lo que apenas dio a conocer su duda, ocultó su rostro en el pecho ajeno, respirando y en el acto, aspirando el natural aroma de la pelo negro, no olía a nada especial y eso era agradable.
Inuchūsei tardó un poco en responder esa pregunta, pensando a profundidad sobre la respuesta que darle; más por ella misma que para la menor.
—No creo que lo fuera —al final esa fue su respuesta. Inuchūsei no conocía a una suficiente cantidad de madres para poder comparar; no obstante, basándose en todas los regaños que Inoue le dedicaba a su madre cuando hablaban de la crianza que le era dada, no parecía que ella haya sido una buena figura materna.
No obstante, a Inuchūsei poco podría importarle si no lo fue. Esa era la mujer que de igual forma dio todo de sí para criarla, nunca podría despreciarla por completo.
Pero se mentiría a sí misma si nunca admitiera que ahora que esa mujer partió, el ya no ser su "pequeño cachorrito" liberaba el alma de la pelo negro de un peso que la tuvo que acompañar cada día, incluso cuando este fue reemplazado por uno nuevo.
Era tan agradable que le asqueaba decirlo; por eso, era mejor seguir las enseñanzas de su madre y dejar a un lado, tanto como sea posible, las emociones y pensamientos, dándole especial importancia a los nocivos —no es que sea algo que esa mujer haya seguido, pero no por eso Inuchūsei debía hacer lo mismo; en especial si no quería terminar como ella—.
—Oh... —fue la vaga respuesta de la rubia y para que no quedara sólo en eso, agregó más—. Mi mamá también era horrible, una ramera. No me quería y yo la odiaba.
La mente de la rubia sólo se llenaba de rabia e insultos cada vez que aparecía esa mujer en su campo de visión o en pensamientos; cualquiera de las dos era absolutamente vomitiva. Incluso cuando se refería a ella como "mamá", era más porque no sabía de qué otra forma llamarla sin recibir ningún regaño y de mala gana tomó la costumbre.
—¿Te golpeaba? —inquirió la pelo negro, siguiendo con la labor de brindarle suaves caricias a la espalda de la contraria con el fin de calmarla, puesto que su enojo era evidente.
—No, pero sólo porque nunca me quedaba sola con ella y siempre me pegaba a mi papá —resopló, pensando en cómo esa mujer apretaba las manos, resistiendo las ganas de golpearla por miedo a las represalias que pudiera sufrir del marido, puesto que su padre no permitía que nadie le pusiera un dedo encima y estaba dispuesto a atacar a cualquiera que infrigiera esa regla.
El sentimiento de sentirse protegida e importante la hizo sonreír; sin embargo, ese gesto pronto desapareció al recordar que ya no estaba con su adorado padre. Él la había abandonado.
Deseaba con todas sus fuerzas que él se arrepintiera de tan estúpida decisión y volviera arrastrándose, suplicando de rodillas como una sucia rata por compasión y perdón al ver que cometió un terrible error.
Sin embargo, no sabía cómo llevar la fantasía a la realidad, sólo pensaba que si consiguiera una gran posición, junto con una increíble fortuna; ella podría volver con la cabeza en alto para jactarse de la estupidez de aquel hombre al botarla y de todo lo que se perdería.
Quería que muriera en la miseria, lleno de arrepentimiento y vergüenza, mientras ella sólo era rodeada de lujos y personas que la vieran como a una deidad.
Y entonces, como una estrella fugaz, las palabras de Inuchūsei llegaron a sus oídos.
—En tu rostro puedo notar que deseas algo con fuerza, ¿puedo saber qué es?
Y dejándose llevar por el rencor, la menor exclamó:
—¡Quiero ser adorada por todos! ¡No sé cómo conseguirlo, pero quiero que mi vida esté llena de éxito!
—¿Cuál es tu nombre, pequeña?
—¡Sonzai! ¡Me llamo Sonzai!
Inuchūsei entrecerró los ojos, evitando cualquier intento de sonrisa que pudiera colarse; sin embargo, el sentimiento de ya no sentirse vacía, de poder servir nuevamente a alguien, era reconfortante.
Que Sonzai sea una recién conocida era lo de menos para la pelo negro, de no ser porque ella fue la primera en llegar a sus brazos, destrozada; Inuchūsei habría estado dispuesta a servirle a cualquier otra persona triste con tal de eliminar esa desagradable sensación. Nada de pensar a futuro, no era lo suyo.
—Entonces, Sonzai. Yo, Inuchūsei, te prometo que haré todo lo que me pidas para que puedas ser feliz y hasta que tus sueños se hagan realidad —con tono suave, pero solemne, la pelo negro de nuevo dictó aquellas palabras que definirían el futuro de ambas.
No tuvo ningún reparo en medir algún límite para "todo" y no lo buscó; su mente, muy diferente a la común de una niña de diez años cualquiera por la educación que recibió, sólo pensaba que si ella hacía todo lo que su madre le ordenaba, aquí no debía haber alguna diferencia.
—¿De veras lo dices en serio? —Sonzai cuestionó. Inuchūsei le daba confianza, pero después de lo de su padre, odiaba la idea de ser traicionada por segunda vez.
—Te dije que yo no miento —la pelo negro afirmó—. Pero tengo una sola condición y es que nunca me llames "Inu" ni te refieras a mí como si fuera un perro —la fémina intentó ocultar la amargura del contexto tras esas palabras; sin embargo, aunque lo dijera llorando, a Sonzai le importaría en lo más mínimo.
—Está bien, yo no te llamaré "perro" y tú me servirás, ¿verdad? —Inuchūsei asintió—. ¡Entonces es una promesa! Tú me perteneces y harás todo lo que yo diga.
—Está bien —después de todo, esa era la normalidad para Inuchūsei.
Y ahora que la promesa estaba sellada, no había ninguna excusa para romperla.
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