Capítulo 30. El Reino de los Dragones.
Sheila
Haskh caminaba delante de mí a buen paso, guiándome a través de un yermo paraje e internándonos cada vez más en el olvidado Reino de los Dragones. Las ruinas que afloraban a cada paso mostraban aún la grandeza de lo que antaño tuvo que ser una fértil civilización: Edificios de considerable altura, grandes avenidas, majestuosos arcos y cientos de estatuas asomaban entre los escombros. Colosales efigies de dragones podían verse por doquier. Dragones alados, dragones en actitudes defensivas y también dragones como jamás antes había conocido. Estos últimos eran largos y flexibles como grandes serpientes de amenazadoras fauces y piel cubierta de escamas. Carecían de alas y también de patas al igual que las serpientes y parecían ser reverenciados como si se tratasen de dioses.
—Los antiguos rendían culto al dragón serpiente —explicó Haskh al verme observar con detenimiento una de aquellas estatuas—. Eran seres sagrados para ellos.
—Sí los adoraban por qué fueron exterminados.
—Fueron otras gentes, venidas de muy lejos, las que combatieron a los dragones. Su reino estaba mucho más allá de los límites conocidos, en el vasto occidente. Los conocían por el nombre de Turioks. Eran una raza belicosa, de gentes bárbaras y sin piedad. Nosotros, los orcos, descendemos de ellos.
—¿Fueron tus ancestros los que acabaron con los dragones? —Pregunté sorprendida.
—Así es. Los Turioks no solo acabaron con los dragones, también destruyeron esta civilización que los adoraba. Nada quedó de ellos salvo estas ruinas y el eco de lo que representaron... Ven, Sheila, acompáñame.
Seguí a Haskh hasta el interior de uno de aquellos edificios en ruinas y me condujo hasta una sala que parecía conservarse en perfecto estado. Sus techos eran altos y estaban cubiertos de magníficas pinturas cuyos principales protagonistas eran dragones. Las paredes estaban cubiertas con miles de inscripciones escritas en una lengua que no entendí.
—Es la lengua de los dragones. Ya nadie apenas la habla —dijo Haskh.
—¿Tú la comprendes?
—Sí, sé leerla. Mi padre me enseñó.
—¿Y qué es lo que dice ahí? —Señalé las paredes.
—Habla de un pasado glorioso, cuando hombres y dragones compartían sus vidas. Fueron los dragones quienes trajeron la cultura a este pueblo y ellos los adoraron como a dioses.
—¿Esos dragones eran inteligentes?
—Lo eran. No es cierto lo que suele contarse describiendo a los dragones como seres monstruosos y bestiales. Nada de eso es cierto.
—No lo sabía —dije.
—Nadie lo sabe, Sheila. Somos muy pocos los que conocemos la verdad.
—¿Para qué me has traído hasta aquí, Haskh?
—Para que te impregnes de la fuerza de este lugar.
Miré a mi alrededor y sentí esa fuerza. La magia parecía vibrar en mi interior con una cadencia indescriptible.
—La siento —dije.
—Lo sé. Quiero que ahora realices ese hechizo. Te llevaré a un lugar donde podrás hacerlo.
—¿Qué lugar es ese?
—El anfiteatro de los dragones... Sígueme, te gustará ese sitio.
El anfiteatro de los dragones era una vasta construcción formada por un semicírculo de gradas escalonadas y un patio interior donde debían llevarse a cabo gestas heroicas y quizá representaciones artísticas. Imaginé a algún tipo de gladiadores combatiendo contra grandes dragones, pero claro, eso no podía ser así, pues aquellas gentes veneraban a esos escamosos seres. Nunca hubieran osado infligirles mal alguno.
—Aquí murieron muchos dragones —dijo Haskh, confirmando mis extravagantes ideas.
—Fueron los Turioks, ¿verdad?
—Sí. Eran tan feroces que se enfrentaban a los dragones en auténticos duelos. Muchos de ellos perecieron, pero ninguno de los dragones sobrevivió.
¿Cómo debían de ser de poderosos esos guerreros para derrotar a esas aladas bestias cuerpo a cuerpo?
—El alma de numerosos dragones yace en este lugar y es aquí donde quiero que realices ese hechizo. Su poder y su fuerza te ayudarán.
—¿Cómo sabes tanto de todo esto? Quiero decir, sobre los dragones.
—Grundrak, mi padre, era un gran erudito, aparte de ser el líder de nuestra tribu. Él decía descender de un clan de los Turioks distinto al de sus congéneres. Un clan para el que prevalecía la inteligencia por encima de la barbarie. Mi padre dedicó su vida al estudio de los dragones y a mí me inculcó esas enseñanzas desde que era un niño. Lo aprendí todo sobre esos seres que para mí no son sino el sinónimo de inteligencia, valor y fortaleza. Hubiera dado lo que fuera por conocer uno solo de esos increíbles seres. Ese es mi mayor anhelo.
—Quizá puedas verlo hoy—dije—. Si el hechizo no sale bien...
—Yo te protegeré con mi vida, Sheila.
—Gracias —dije. Sabía que lo haría. El honor para él significaba más que su propia vida.
Me arrodillé en el suelo arenoso y cubierto de cascotes y cerré los ojos respirando profundamente, después comencé a entonar las palabras del hechizo que había aprendido de memoria y traté de darle la entonación que cada parte requería. Estaba relajada y en calma. Nada podría salir mal. Esta vez lo conseguiría.
Varias imágenes cruzaron por mi mente y fui incapaz de rechazarlas. Vi a mi tío, el malvado nigromante, observarme con sus centelleantes ojos tras llamarme insensata.
«Aún no estás preparada», escuché que me decía.
—Sí lo estoy —musité en voz baja.
«El dragón te devorará».
—No va a hacerlo. Voy a conseguirlo.
«Morirás. También tu amigo va a morir, como el resto de tus compañeros: Tu padre morirá. Ese tal Aidam, morirá. Acthea, morirá. Esos enanos también van a morir...».
—No, eso no va a suceder.
«Sabes bien que sí. Aún estás a tiempo, Sheila. Déjame guiarte. Vuelve a mí».
—No...
«Yo puedo enseñártelo todo. Yo puedo hacer que seas infinitamente poderosa... Yo puedo darte todo aquello que desees».
Las palabras que recitaba parecían confundirse en mi mente. Mi tío ahora reía a carcajadas.
—Déjame —murmuré—. Vete, por favor.
«No eres lo suficientemente fuerte, Sheila. Nunca lo serás».
—Vete...
«Nunca serás como tu padre, ni como yo... No podrás salvarlos. Mataré a Sargon con mis propias manos y a Aidam y a Acthea... Contemplarás sus muertes antes de morir tú también...».
—¡Déjame! —Grité con todas mis fuerzas y entonces todo quedó en calma.
Haskh se acercó hasta mí, preocupado.
—¿Te encuentras bien, Sheila? ¿Con quién hablabas?
—Era él, Dragnark. Estaba en mi mente.
—¿Y el hechizo?
Fuera como fuese el hechizo estaba conjurado.
—No lo sé —susurré y entonces un poderoso rugido sobrecogió el anfiteatro, haciendo temblar sus ruinas.
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