Capítulo 17. Lianna
Sargon
Habíamos dejado atrás a aquel curioso buhonero, que se marchó sin ni siquiera desearnos buenas tardes. Imagino que se debió a que al final no llegamos a comprarle nada, o tal vez porque no logró sonsacarnos ninguna información valiosa. Una persona como esa, según me dijo Aidam, era capaz de vender información a cualquier bando. El conocimiento es poder, me dije, y algunos llegaban al absurdo con tal de obtenerlo.
—Así que Aidem de Roca Oscura, hijo primogénito del Señor del Abismo, pretende recuperar su apellido y su herencia —dije.
—No te burles, mago. Yo tengo de noble lo mismo que tú de sensatez.
—Yo me considero alguien muy sensato —respondí, picado—. ¿Crees que Lord Reginus nos atenderá?
—A mí posiblemente no. Es ahí donde tú entras en juego —contestó el guerrero.
—¿¡Yo!? —Exclamé.
—Sí, tú. Deberás sondearlo, Sargon. Ver si existe alguna posibilidad de que me perdone y pueda serme de ayuda.
—Esta bien, lo haré. ¿Por qué nunca contaste de dónde procedías?
—Porque ya no tengo familia, Sargon. Mi madre murió durante el parto y mi padre nunca se tomó en serio eso de tener que criar a un bebé. Con el paso del tiempo me convertí en alguien arrogante que solo deseaba divertirse y dilapidar la fortuna de su padre en alcohol y mujeres. Alguien consentido e intocable gracias a mi apellido. Un día fui detenido por las autoridades después de protagonizar una pelea en la que había habido heridos o incluso muertos, nunca llegué a saberlo con certeza. Tenía tan solo trece años, Sargon, ¿imagínate? En vez de encerrarme en un calabozo, me llevaron a la presencia de mi padre. Hubiera preferido mil veces la cárcel, puedes creerme. Mi padre montó en cólera y gritando como un poseso, me echó de casa, después de repudiarme en público y de desheredarme delante de toda la corte. Nunca más volví a verle. Unos meses más tarde, Reginus me encontró en las calles, sucio y muerto de hambre. Me había dedicado a robar para poder comer y cuando traté de robarle a él...
—Te sorprendió —dije.
—Me pilló con la mano dentro de la bolsa donde guardaba sus monedas—sonrió Aidam—. En ese momento temí por mi vida.
—¿Qué pasó entonces?
—Reginus me enseñó una lección que nunca he olvidado. Me hizo apresar y ordenó que me llevasen a la prisión. Allí me planteó dos opciones. Dijo que podía seguir siendo un vulgar ladrón, un borracho y un hombre sin futuro si eso es lo que yo quería, pero que entonces él no tendría más remedio que cortarme el brazo derecho por encima del codo. Lo dijo con toda seriedad, tanto que llegué a creérmelo, sobre todo después de ver a un soldado afilando una espada enorme y que, presuntamente, era para mí. La otra opción, dijo, era comportarme como era debido e ingresar en el ejército que él comandada ya por aquel entonces. Dijo que podría servir al reino y convertirme en un hombre y que si elegía esta opción, él en persona se encargaría de que nunca me faltase nada... Puedes imaginar lo que elegí.
—Me lo imagino —dije—. Aún tienes tu brazo.
—Sí, lo conservé y creo que fue la mejor decisión que tomé en mi vida.
—Me alegro —contesté.
—Me transformó, Sargon. Estaré siempre en deuda con él por ello. Después, tres años más tarde, sucedió algo que nadie pudo haber previsto. Fue entonces cuando le traicioné.
—¿Cómo se llamaba ella? —Pregunté y aguardé su respuesta, que no tardó en llegar.
—Lianna —contestó Aidam.
El relato de Aidam
La tormenta se cernía sobre Korhassym, la capital del reino, desatando su furia con viento y lluvia. Yo no era un muchacho aprensivo, nunca lo he sido, pero recuerdo imaginar que aquello era lo más aproximado al fin del mundo. El viento huracanado arrancaba árboles como si se tratasen de vulgares cañas. La lluvia, una tupida cortina líquida, me caló por completo, incluso llevando la capa que en previsión había cogido. Tenía la sensación de que no había escogido el día apropiado para fugarme de la casa en la que había vivido los últimos años, pero ya no podía volverme atrás. A mí lado, Lianna, miraba con aprehensión el oscuro cielo que se iluminaba continuamente con el fulgor de los rayos. Aún era una niña, solo tenía catorce años, dos menos que yo, y era comprensible que sintiese miedo ante la extraordinaria decisión que juntos habíamos tomado.
—Mi padre nos verá, Aidem —dijo Lianna— y nos castigará por intentar huir.
Me volví hacia ella y contemplé su rostro asustado, su cabello lacio a causa de la lluvia y sus ojos azules que resplandecían a la luz de los rayos. Era increíblemente hermosa; incluso así, sucia y desgreñada.
—Podemos hacerlo —dije y la vi asentir—. Confía en mí.
Tendí mi mano y ella la tomó y así echamos a correr hasta el linde del jardín de la casa de su padre. Una verja nos impedía el paso, pero yo había sido previsor y tenía la llave que la abría. Con un chirrido la puerta quedó abierta y fue entonces cuando escuché gritos que llegaban desde la casa. Supe que se trataba de Reginus, el padre de Lianna y mi mentor. Había adivinado lo que nos proponíamos hacer.
—¡Corre! —Exclamé y noté como su mano apretaba la mía con fuerza.
Corrimos como animales que huyen de la sombra del cazador, jadeando a causa del esfuerzo y luchando contra las inclemencias del tiempo. El viento nos impedía avanzar y cada vez soplaba más fuerte, tanto que creí que nos arrancaría del suelo, arrastrándonos hasta una muerte segura.
El eco de los gritos nos perseguía. Mi mentor debía de haber convocado a sus criados y esclavos para que nos persiguieran y cada vez se encontraban más cerca de nosotros.
Llegamos junto al río, cuya crecida amenazaba con desbordarse. El puente de piedra aún seguía en pie, pero fijándome en el embate del agua, no creía que fuese a permanecer en su sitio durante mucho tiempo más.
—Tenemos que cruzar el puente —grité para que Lianna me escuchase—. Si lo logramos estaremos a salvo.
Lianna movió la cabeza de arriba a abajo para darme a entender que me había comprendido.
Sonreí, no solo admirando su valentía, sino por ser tan afortunado de tenerla junto a mí. Me acerqué hasta ella y la abracé, besando sus labios.
Ese beso fue el último que nos dimos.
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