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Capítulo 11. La Tumba de los Olvidados.

No había ni rastro de Aidam, pero enseguida comprendí que era algo natural. La tumba no podía visitarse más que en solitario.
—¿Dónde está Aidam? —Preguntó Acthea asustada.
—No debes tener miedo, Acthea —expliqué—. Ya os advertí que la tumba se encargaría de ponernos a prueba a cada uno de nosotros por separado. Después, si logramos sobrevivir a lo que quiera que ocurra ahí dentro, volveremos a encontrarnos.
—Lo sé. Lo recuerdo, pero es tan...
—Sí, aterrador, ¿verdad?
—Así es, Sargon —Acthea dudó un segundo y luego se encaminó hacia el pasillo que se perdía en las tinieblas —. Creo que me toca a mí. Suerte, amigos míos.
—Suerte —contesté, pero Acthea ya había desaparecido —. Milay, ¿quieres ser tú la siguiente?
La joven sígilo asintió.
—Yo ir. ¿Tú desearme suerte?
—Claro que sí. Suerte, Milay.
—Tú también, Sargon.
«La necesitaremos», pensé. Milay también desapareció y me quedé solo frente a esa oscuridad que parecía gritar mi nombre.
—Está bien. Allá voy —murmuré y entonces la oscuridad me envolvió.

¿Dónde estaba? No podía ver nada, como si de repente me hubiera quedado ciego y tampoco escuchaba ningún sonido. Tenía la sensación de estar despierto dentro de un sueño. Un sueño no del todo desagradable.
Frente a mí y relativamente bastante cerca comenzó a brillar una luz mortecina. Era muy parecido a uno de esos amaneceres de invierno, cuando el sol permanece oculto tras las nubes y tan solo puede verse su resplandor. Una luz cálida y acogedora cuya intención era guiarme hacia ella.
Caminé alrededor de una docena de pasos y entonces me detuve, frente a mí se abría un profundo desfiladero cuyo fondo me era imposible ver. La anchura de la grieta era tal que nadie podría cruzarla por sus propios medios.
Todavía miraba absorto el abismo que se abría ante mí, cuando escuché el sonido de unos pasos que se acercaban por mi espalda. Al volver la vista pude observar una figura que caminaba hacia mí. Una silueta esbelta y sin lugar a dudas femenina y que, por algún motivo, me pareció reconocer.
—¿Quién eres? —Pregunté.
La figura se detuvo a escasos metros y entonces me di cuenta de por qué creía haberla reconocido a pesar de que vestía una túnica negra, aterciopelada. Su cabello ardiente a la claridad de aquel amanecer, era de un espectacular tono rojizo y sus ojos destellaban con un brillante color verde esmeralda. Sus facciones eran casi las de una niña...
—¡Sheila! —Exclamé.
—Sí, padre. Soy yo.
—Q... ¿Qué haces aquí? ¡No deberías estar aquí! —Chillé.
—Este es ahora mi lugar, padre. El reino de los muertos me ha acogido.
—¡No estás muerta! ¡No puedes estarlo!
—¿Por qué no viniste a salvarme? ¿Por qué me dejaste morir?
Caí de rodillas al suelo y sentí como las lágrimas asomaban a mis ojos. Sheila no podía haber muerto. Mi hija no estaba muerta. No erá más que una ilusión, un ardid... ¡No era real!
—Soy real, padre. Tú me dejaste morir... Ahora sufrirás igual que yo sufrí.
Sheila o quién quiera que fuese aquella cosa, desenfundó su espada. Aquella espada que halló en el castillo del bosque y la culpable de todo lo que sucedió después. La joven dio un paso hacia mí y después alzó la espada. Vi la gema roja brillar, engarzada en aquella espada. Brillaba como una maldición, como una profecía, como la misma muerte.
—¡No es posible! —Grité. No, no era posible, en esa escena había algo que no encajaba. Algo fuera de lugar.
—Vi aquella sonrisa en el rostro de Sheila, una sonrisa de maldad y de ira, despiadada como la misma muerte.
—¡Detente! —Grité con todas mis fuerzas—. No eres real.
Sheila estaba prisionera de mi hermano en algún lugar. Seguía viva, eso lo sabía con certeza, aunque no era capaz de explicarlo. Sheila vivía aún. El reino de los muertos no era lugar para ella. Era imposible que Sheila vistiera una túnica negra, ella no era así. Mi hermano jamás podía haberla transformado. No, no lo creía. 
Me incorporé cómo pude y entonces hice frente a esa aparición con el poco valor que aún me restaba. La espada descendió vertiginosa hacia mí, pero yo no me aparté. En mi mente repetía sin descanso: «No eres real. No eres real». Entonces, justo cuando la espada estaba a punto de partirme en dos, la visión desapareció.
Todo volvió a retomarse oscuro. Una oscuridad aterciopelada que parecía palpitar acompasada con el rítmico latir de mi corazón. Una oscuridad viviente.
Entonces me di cuenta de dónde me encontraba.

Alguien me abofeteaba con suavidad al tiempo que escuchaba una voz pronunciando mi nombre. Al abrir los ojos vi a Aidam frente a mí.
—¡Por todos los dioses, estás vivo! Por un momento temí...
Traté de incorporarme y un vahído me arrojó de nuevo al suelo. Tenía la sensación de haber dormido cien años seguidos y creí imposible ponerme en pie otra vez.
—No te levantes —susurró la voz de Acthea junto a mi oído—. Pronto estarás bien.
Unos segundos después volví a abrir mis párpados y vi a todos mis compañeros a mi alrededor. Aidam de pie, parecía muy preocupado. Acthea se reclinaba sobre mí, colocando un paño húmedo sobre mí frente y Milay me observaba como si fuese una aparición salida del infierno.
—¡Estáis vivos! —Exclamé.
—Sí, aunque por los pelos —dijo Aidam—. Jamás pensé enfrentarme a algo así... Muertos levantándose de sus tumbas, Sargon. Todas mis víctimas venían a buscarme. ¡Ha sido horrible!
Recordé la visión que yo había tenido. Sheila blandiendo su espada y clamando venganza y volví a estremecerme.
—No era más que un truco de Sherina —expliqué—. Lo realmente peligroso viene ahora.
Me encontraba mejor, así que me levanté y sacudí el polvo de mi túnica.
—¿Crees que podrás caminar, Sargon? —dijo Acthea, todavía preocupada por mí.
Contesté que sí.
—Estoy bien, no te preocupes. No he sufrido ningún daño físico.
—No. Todo ha sucedido en nuestras mentes —dijo ella.
—¿Cuál fue tu visión, Acthea? —Le pregunté.
—Prefiero no hablar de ello —dijo y comprendí que había tenido que ser terrible de verdad.
—Yo ver a mi familia —dijo Milay—. Ellos sacrificarme a mí, en Shusss-La.
—Creo que quiere decir hoguera ritual —explicó Aidam—. Aprendí algo de su idioma hace mucho tiempo.
—Mi abrasarme, sufrir y llorar, pero luego darme cuenta de que no ser real. Solo  pesadilla.
—Creo que han jugado con nuestras mentes —dije—. Mostrándonos todos nuestros temores más profundos. Lo importante es que ya ha pasado. Ahora debemos estar atentos, pues nos encontramos muy cerca de los dominios de Sherina y aquí es donde nos aguardan sus súbditos.
—Los hombres araña, ¿verdad? —Preguntó Acthea.
—Así es. Si estáis listos, deberíamos seguir avanzando.
Nos pusimos en marcha escudriñando cada rincón que íbamos descubriendo. Después de un largo pasillo donde temí una posible emboscada, llegamos a otra sala de enormes dimensiones. El techo, muy alto, se sujetaba gracias a unas poderosas columnas de un material muy parecido al granito, pero sin llegar a ser ese mineral.
—Son de diorita —señalé una de las columnas—. Se trata de uno de los minerales más duros que existen. Debió de hacer falta un enorme esfuerzo para tallarlas.
—¿Quién crees que pudo hacerlo, Sargon? —Me preguntó Aidam.
—Fueron enanos —aseguré—. Reconozco esas marcas de cantero. Además, qué otra raza pudo haberlo hecho.
Aidam asintió. Las construyera quien las construyese, el trabajo tuvo que ser titánico. Las columnas no median menos de treinta metros de altura y su envergadura era tal que harían falta cuatro personas con sus brazos estirados para abarcar su diámetro.
La sala se iluminaba con una luz que parecía surgir de la misma piedra. No se trataba de magia, de eso estaba bastante seguro. En realidad el fenómeno podía ser explicado por la ciencia. Algún tipo de luminiscencia producida por ciertos minerales como el piroxeno, ricos en magnesio.
Aidam, que caminaba el primero, se detuvo de repente y con un gesto nos ordenó guardar silencio.
—Tenemos compañía —dijo.

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