La joya de Aaru
2580 a. C.
Kemtis, Alto Aaru
Los primeros rayos de sol incidieron con fuerza sobre el templo de Amsi, bañando las paredes de piedras blancas con motivos y figuras de colores. Kontar, el más grande, había vuelto de su peligroso viaje en las tierras de los muertos, trayendo consigo un nuevo día a las vidas de los aarunis. Sahar caminaba por los jardines del templo principal preparada para comenzar con sus quehaceres diarios. Su falda del color de la noche estrellada danzaba alrededor de sus largas piernas mientras se movía con presteza. Se colocó el cuello de la blusa dorada y azul oscura que dejaba al descubierto su vientre inmaculado y comprobó que la hermosa capa de seda translúcida azul celeste que colgaba a su espalda estuviera bien colocada. Su apariencia debía ser perfecta. Para terminar, un cinturón dorado, con flores de jade rosado y cuentas colgando, denotaban su estatus como símbolo del sacerdocio a la diosa Amsi.
La luz arrancaba brillos esmeraldas de las hojas de las palmeras, alargando sus sombras delicadamente sobre la tierra de tonos ocres y rojizos. La joven sacerdotisa vislumbró a una de las esposas secundarias del anterior tor Usi y madre del actual tor, Nourbese. La mujer era digna de admiración; su cabello negro y largo tenía joyas blancas de nácar entrelazadas en los delicados mechones, su piel estaba aclarada gracias a los polvos que hacían resaltar unos ojos perfectamente delineados con el kohl. Sus pestañas y cejas estaban pintadas de verde esperanza y sus labios llenos en bermellón profundo, resaltaban su alto estatus como madre del tor.
—Buenos días, señora. Kontar nos está regalando un bello día, ¿no cree? —saludó la joven con una sonrisa. Sahar estaba segura de que la reina no se dignaría a contestar. Después de todo, nunca lo hacía.
La mujer le dedicó una mirada altanera y breve antes de continuar con su camino hasta la Casa Omorose. Sahar pintó una sonrisa en sus labios, encontrándolo sumamente divertido, antes de entrar en el imponente templo. El edificio permanecía dentro de los terrenos del maravilloso palacio real, donde muchas de sus moradoras acudían para rezarle a la diosa Amsi. Era un pequeño pedacito de paraíso en la tierra que los dioses habían decidido otorgarles para que lo cuidaran amorosamente.
El ruido de sus sandalias quedaba amortiguado por la suavidad, casi etérea, de sus pasos contra el frío suelo de mármol. Sahar permaneció en silencio mientras la imponente estatua de la diosa le daba la bienvenida desde lo alto de su pedestal de piedra. No podía dejar de admirarla y agradecer a los dioses poder servirla.
Amsi era la diosa del amor, la alegría, la danza y las artes musicales. Y Sahar le dedicaba su vida desde los ocho años, edad en la que pasó a sustituir a su madre, que también fue sacerdotisa y concubina del tor Usi. Su madre había fallecido en el alumbramiento de su hermano pequeño Badru, fruto del matrimonio con el escriba real del tor. Y de eso habían pasado ya siete años.
La joven sacerdotisa se arrodilló frente a la estatua de la diosa y, extendiendo las manos a ambos lados, cerró los ojos, preparada para comenzar sus oraciones un día más. Pediría por la fertilidad de la Gran esposa real, por la de las mujeres de Aaru, porque la alegría del pueblo no desapareciera y porque bañara con sus dones a las jóvenes que comenzaban con su instrucción en la Casa Omorose. Pediría por todas ellas, porque las bendiciones de la diosa recayeran sobre todas las féminas del reino.
—Vaya... Mira lo que ha traído Kontar con el nuevo día.
Sahar cerró los ojos. Solo había una persona que tuviera tan poco respeto por los dioses como para colarse en el templo a esas horas de la mañana y le hablara usando ese tono tan burlón y desinteresado.
—Ajal.
El chico sonrió ampliamente antes de continuar.
—Sahar, la que se distingue por la excelencia de sus extremidades, quien fue como creada por Bahiti. La más bella de todas las mujeres de esta Tierra y de su Frontera —dijo, apoyándose casualmente en una de las grandes columnas decoradas con grandes juncos. Observó como la grácil y delicada figura de la muchacha se incorporaba del suelo y se giraba, caminando hasta él con un frufrú delicado de su falda—. Debería ser un pecado que existas.
—¿Has terminado con tu parloteo? —preguntó Sahar en un susurro, acortando la distancia entre ellos hasta quedar a pocos centímetros—. Los dioses te castigarán por decir semejantes mentiras. Y a mí por necia, por escucharlas.
La risa de Ajal resonó en los oídos de la sacerdotisa con fuerza, como las cuerdas de un arpa en el clímax de una canción. Su corazón dio un vuelco, eufórico.
—Creo que los dioses me perdonarán, y hasta alabarán, si decido cubrir a mi futura esposa con unos halagos más que indiscutibles —Sahar entrecerró los ojos y negó con la cabeza, cansada. No quería hacer eso, no de nuevo—. ¿Qué?
—Ajal, ni siquiera he aceptado tu proposición de matrimonio. ¿Qué te hace pensar que esta vez será diferente?
El chico dejó de apoyarse en la columna y deslizó una mano por su cintura, acercándola a su cuerpo y aumentando su sonrisa.
—Porque me encuentras irresistible y no puedes vivir sin mi —Su brillante sonrisa, que le habría molestado en otra ocasión, podía competir con la luz del sol y con las hermosas joyas que creaba. La chica rió derrotada antes de sentir un beso en la mejilla. Un millar de mariposas revolotearon en su estómago. Aunque quisiera, no podía enfadarse con él—. Iré esta tarde a hablar con tu padre para que firmemos el documento y podamos irnos a vivir juntos.
Antes de que Sahar pudiera contestar, un grupo de sacerdotisas entró en el templo y miró con curiosidad a ambos jóvenes que se escondían entre las sombras del templo. Sahar apartó las manos de Ajal de su cintura, avergonzada por la imagen que acababa de dar a sus compañeras, y lo miró gravemente con sus ojos azules oscuros.
—Ajal, por favor, no lo hagas más difícil. ¿Por qué sigues insistiendo? —preguntó azorada. Había tantas cosas que podrían salir mal—. Sabes que no puedo casarme con cualquiera y el tor tiene que dar el visto bueno.
—El tor no dio su consentimiento en la unión de Anjeset y Jafra y ambos están felizmente casados.
Sahar apartó la mirada y se mordió el labio inferior. Lo sabía.
—No es lo mismo. Ambos eran del mismo escalafón social —le recordó la chica. Mejor decirle eso que tener que reconocer en voz alta que era la hija ilegítima del anterior tor con una concubina.
El joven frunció el ceño y se alejó, dolido. Estaba claro que no había pensado en la verdad oculta tras sus palabras. Ajal se llevó una mano al cinturón de cuero dorado trenzado que decoraba su falda corta de color blanco mientras su pecho moreno y torneado, desnudo, se movía agitadamente. Un pequeño colgante con un escarabajo turquesa brillaba rivalizando en atención con su cabello oscuro y despeinado.
En sus ojos verdes competían la decepción y el enfado, danzando en una sintonía casi perfecta con su ceño fruncido. Estaba claro que las palabras de la sacerdotisa no le habían hecho ninguna gracia. Y a Sahar le dolió tener que recordárselo; le dolió tener que ser ella la que tuviera que traerle de nuevo al mundo real y le dolió ser la razón de semejante desengaño. No era decisión suya al fin y al cabo; si por ella fuera, se habría fugado con él hacía ya mucho tiempo.
—Ajal... —comenzó Sahar, intentando tomarle con cariño de la mano. Sin embargo, el chico se apartó bruscamente y negó con la cabeza.
—Es igual —Sus palabras eran tan amargas—. Ya no te molesto más. Que tengas un buen día —susurró, haciéndole una pequeña reverencia antes de darse media vuelta y marcharse del templo. Dio igual que Sahar le llamase para poder explicarle la situación, para intentar que las cosas no acabaran entre ellos como lo habían hecho, con él enfadado y dolido... Pero todo había sido en vano.
Con un suspiro, volvió su vista hacia Amsi y observó el rostro humano de la diosa, con pena y arrepentimiento.
—Gran señora, ¿por qué todo tiene que ser tan complicado?
Ajal escapó del templo lo más rápido que pudo. No quería estar más tiempo en presencia de Sahar. No podía; ella era un eterno recordatorio de todo lo que amaba y nunca podría tener. Porque Sahar era la hija de un tor, no hacía falta que se lo dijera. Pertenecía a la más alta aristocracia, mientras que él era de una clase más humilde. Sin embargo, siempre lo había sabido, desde que tenía cinco años y la vio por primera vez. Al mirarla a los ojos, comprendió la verdad. Era ella. Los ojos no mentían. Ella era su destino, su vida, su todo.
La persona con la que quería pasar su vida, la persona con la que quería crecer, la persona con la que quería envejecer. Con la que quería compartir toda su vida.
Aunque, si lo pensaba bien, ¿cómo la iba a mantener? ¿Cómo podría conseguir una casa para ambos en la que empezar su vida juntos? Su padre trabajaba directamente para el tor creando las más bellas joyas. Era un puesto de gran responsabilidad que, cuando su padre falleciera, Ode y Khaldun no lo reclamaran demasiado pronto, pasaría a sus manos. Y Ajal no creía estar preparado para hacerlo. Por los dioses... Ni siquiera le gustaba hacer joyas.
—Llegas tarde. Otra vez —le reprendió su padre sin apartar la mirada de la pieza en la que trabajaba. Una auténtica pieza de arte que, por mucho que Ajal quisiera, jamás conseguiría imitar. Quizás por eso, a sus diecisiete años, continuaba siendo un aprendiz.
—No volverá a pasar.
—¿Dónde estabas? —El silencio de su hijo le hizo negar con la cabeza—. Debes dejar de rondar a esa sacerdotisa de Amsi. Ya no tenéis cinco años —Ajal caminó hasta su mesa de trabajo y contempló la diadema en la que llevaba más de seis meses trabajando. Estaba dejándose el alma en ello, deseando regalársela a Sahar como muestra de su aprecio, para que viera que sus sentimientos eran puros y verdaderos.
—No creo que debas preocuparte. Ha vuelto a declinar mi proposición.
El tono amargo de la voz del joven hizo que Khnemu dejara su trabajo.
—¿Y qué esperabas? —preguntó, tomando la diadema en las manos y contemplándola—. Primero hay que obtener el permiso del tor; te recuerdo que es su medio hermana y, después, tu madre tendría que ir a hacer la proposición a la mujer más cercana a su tutor legal —Khnemu paseó los dedos por la pieza de oro y asintió orgulloso—. Buen trabajo —comentó—. Está claro que, cuando quieres, haces bien las cosas. Serás un buen heredero...
No terminó la frase. Pero ambos sabían lo que quería decir.
Ajal contempló nuevamente la diadema. Desde luego, era uno de sus mejores trabajos. Un hermoso círculo dorado dividido en ocho segmentos iguales donde descansaban adornos con pulidos y brillantes lapislázuli, como sus ojos, bordeados por delicados pétalos de turquesas y cuarzo rosado. Eran unas pequeñas representaciones de las bellas y delicadas flores de jazmín del Reino de Aaru. Para completar el hermoso adorno, en el centro, un hermoso óvalo de oro y lapislázuli y obsidiana.
Sonrió. Cómo le gustaría ver a Sahar luciéndola; una diadema tan bella en posesión de la mujer más bella de todo el reino de Aaru. Sería como un sueño hecho realidad. Ya podía imaginarla. Resaltaría su largo cabello oscuro, trenzado bellamente con flores; la haría parecer una diosa en la tierra. Y, a la vez, sabía que no eran más que sueños porque Sahar jamás la aceptaría como regalo. Ajal observó cómo su padre terminaba el collar pectoral y lo alzaba para contemplarlo.
Cómo ocurría siempre que su padre Khnemu finalizaba alguna pieza, comprobaría que el colgante no tuviera ningún defecto, cogería un trozo de seda y lo envolvería con mimo antes de guardarlo en una caja lacada negra y llevarlo a palacio. De otra manera, el tor no aceptaría la pieza.
Ajal observó a su padre. No sabía qué era lo que se le había pasado a su padre por la cabeza al desear llevarle. Él jamás había estado en presencia del dios en la tierra. Sería la primera vez y eso bastaba para tenerle de los nervios.
El camino hasta el palacio se le hizo eterno, sobre todo al pasar por delante del templo de Amsi y de la Casa Omorose, edificios donde la presencia de Sahar era tan fuerte que le mareaba. Y, a medida que se acercaban y los ojos de los guardias los seguían, el nerviosismo aumentaba hasta revolverle el estómago.
Cuando ambos llegaron y se postraron, Ajal tuvo la sensación de que Aaru entero le observaba. Los ojos del tor se clavaban en su cabeza con el poder de mil mortíferas lanzas. Ajal retuvo la respiración cuando sintió como algo le rozaba el brazo desnudo y, gracias a los dioses, no alzó la mirada. Si lo hubiera hecho sin haber recibido el beneplácito del tor, su cabeza habría dejado de estar pegada a su cuerpo.
—Veo que Tiv deposita tu confianza en ti —Una dulce voz femenina resonó en los oídos del joven.
—Silencio, querida hermana —habló una voz masculina más grave y autoritaria—. Khnemu, si estás aquí será porque has terminado mi pedido —Unos pasos bastaron para saber que el tor se había levantado—. Y parece que no has venido solo. Alzaos.
Cuando Ajal se levantó y vio al tor, se sorprendió al comprender lo que contemplaban sus ojos. El tor no era más que unos pocos años mayor que él y, aunque no parecía tener nada en especial en su físico que atrajera a las mujeres, supo que el aura de poder que lo rodeaba bastaba para llamarlas como la miel a las moscas. Un aura de poder que acompañaba a la perfección aquel par de ojos crueles y carentes de vida.
Detrás de él, se encontraba una mujer atractiva alrededor de la misma edad del tor Akins. Iba vestida ricamente de blanco, con un vestido de lino y unas gasas transparentes cubriéndole los hombros y los brazos. La reina Mert. Junto a ella, había dos doncellas sujetaban a los jóvenes príncipes y un gato de pelaje negro que se paseaba tranquilamente por la sala. Ese debía de ser Tiv.
Había otra figura en la sala en la que reparó tiempo después; el escriba real, el tutor legal de Sahar. La seriedad del hombre dejaba entrever que no era alguien dado a las tonterías y, si supiera que había estado rondando a su hija... Bueno, que los dioses lo ampararan.
—Así es, mi dios —respondió Khnemu mostrándole la caja y tendiéndosela en silenciosa ceremonia.
El tor la abrió sin ni siquiera tomarla de manos del artesano y sacó la pieza envuelta en seda. Una sonrisa complacida se formó en el rostro del soberano cuando apartó la tela del colgante.
—Un trabajo tan fino como siempre, Khnemu —lo observó más detenidamente, dejando que la luz del día incidiese en el colgante, arrancando destellos del fino metal. Con un asentimiento casi imperceptible, se dio la vuelta para mostrárselo a su esposa—. Mira, hermana mía.
La reina se levantó también de su trono y, bajando las escaleras de mármol blanco con movimientos sinuosos, se acercó hasta su esposo, rozando con los dedos el colgante.
—Es precioso, amado hermano. Un collar digno de un dios.
Akins asintió, encantado con las palabras de su esposa y hermana. Con un movimiento de las manos, hizo llamar a uno de sus criados para que le colocaran el colgante.
—¿Quién te acompaña esta vez, Khnemu? —preguntó el tor, mirando al joven por primera vez.
—Mi rey, este es mi hijo, Ajal —respondió esbozando una pequeña sonrisa, aún en las nubes por los cumplidos del tor—. Está aprendiendo para sucederme.
La reina Mert pareció encantada con la revelación.
—Oh... un aprendiz —Su voz jocosa podría haber pasado por dulce y agradable si no fuera por el pequeño claro tono de desdén que cargaba—. ¿Y hay algo de este pequeño aprendiz que podamos ver de su completa autoría?
Ajal intentó que no se notara el nerviosismo que le sacudió de los pies a la cabeza. Quería disculparse por no haber traído nada que poder mostrarle a la reina cuando había mostrado interés en su trabajo, pero su padre se adelantó, esbozando una sonrisa orgullosa.
—Por supuesto que sí, mi diosa —dijo, tomando el otro paquete que había llevado y del que Ajal no se había percatado hasta ahora—. Aquí tengo una diadema incompleta en la que ha estado trabajando —le tendió la pieza envuelta en seda, tal y como hacía con sus piezas.
Los ojos de la reina se abrieron sorprendidos, con un pequeño brillo de admiración y deleite. Tiró al suelo la seda y alzó la diadema, observándola desde todos los ángulos posibles.
—Por Bahiti. Qué belleza... —Y, como si no lo creyera, apartó la mirada de la diadema y la dirigió hacia el joven, que ahora se movía incómodo ante el escrutinio de ambos monarcas—. ¿Puedo saber quién es la dama que ha inspirado semejante aderezo?
—¿Dama, mi reina? —La voz salió atropellada y aguda y un sudor frío le recorrió la espalda. No podía decir el nombre de la sacerdotisa en presencia de su tutor. No si quería tener alguna posibilidad con ella.
La reina soltó una risita y volvió su atención a la diadema. La deseaba para ella, lo podía ver en sus ojos ambiciosos.
—Un objeto realizado con tanto detalle y mimo solo ha podido ser inspirado por una mujer. Bueno —se corrigió—, no una mujer cualquiera, la elegida. Dime, ¿quién fue? Y no temas en revelar su identidad, joven aprendiz.
Ajal intercambió una mirada con su padre, buscando su beneplácito. Tras un asentimiento afirmativo, el joven miró a la reina y contestó con suavidad:
—Es Sahar, mi reina —respondió—. La...
—La joven sacerdotisa del templo de Amsi. La conozco —La sonrisa que antes había decorado su rostro pareció congelarse antes de desaparecer. Le devolvió la diadema a Ajal y se volvió hacia el tor, volviendo a esbozar una amplia sonrisa, esta vez, algo maliciosa—. ¿No es la hija de padre y Tey, esa concubina del norte?
—Sí... —respondió Akins sin apartar la mirada de Ajal. No fue la única mirada que se posó en el joven. El escriba real también lo observaba con curiosidad, y no sabía si eso era bueno o no—. La misma, querida hermana.
Mert se giró a mirar al chico; estaba a punto de soltar el primero de los dardos venenosos.
—¿Y conoce ella tus sentimientos?
—Sí, mi reina —indicó. No le gustaba el interrogatorio al que estaba siendo sometido—. Pero no les corresponde.
Esto pareció llamar la atención del tor, quien se dirigió a él por primera vez desde que entrara en la sala.
—¿Y cómo puede ser eso?
—¿Por qué crees que es? —El tono de pena utilizado por la reina estaba cargado de burla, como demostró en la siguiente pregunta—. ¿Acaso tiene aspiraciones mucho más altas? ¿Tal vez algún puesto de mayor importancia?
—Basta, hermana —la calló el tor alzando una mano. Ajal estaba seguro de que ambos estaban disfrutando de su desdicha—. Sahar tendrá sus motivos para haberle rechaza...
—Desea vuestra aprobación para poder seguir adelante —se vio obligado Ajal a confesar. Estaba ya harto de tanta burla hacia su estatus.
—¡Ajal! —Su padre padre le reprendió ante semejante impertinencia. No quería ni imaginar las posibles consecuencias de semejante insolencia.
Sin embargo, el tor pareció encontrarlo divertido.
—Khnemu, llevaba tiempo considerando recompensarte por el trabajo tan profesional que haces siempre. Está claro que Bes te ha bendecido doblemente —comenzó Akins deslizando su mirada hacia el joven—. Sopesaré esta... inusitada e indirecta proposición y, cuando tenga mi respuesta, os haré llamar.
—Muchísimas gracias, mi dios —respondió Khnemu, respirando aliviado e inclinándose y, de paso, cogiendo de la nuca a su hijo para que mostrara también algo de pleitesía—. Y disculpad a mi hijo por su comportamiento. Es la bendición de Amsi, que no permite que las ideas de Donkor fluyan con claridad en esa cabeza suya.
El tor despidió a ambos con un movimiento de la mano y, cuando hubieron abandonado la sala, se volvió hacia su escriba. El hombre permanecía en silencio, apuntando todos y cada uno de los sucesos acaecidos. Por su parte, Mert hizo que las doncellas se llevasen a los príncipes, dejándoles solos en la habitación a ella, el tor y el escriba.
—¿Qué te tiene tan ensimismado, amado hermano? —preguntó, mirándole seriamente. No le estaba gustando el comportamiento del joven soberano—. ¿Piensas que esa niña desea realmente al joven aprendiz o busca algún tipo de oportunidad para ascender en el escalafón social?
—Dímelo tú, que convives con ella en la Casa Omorose —La mirada seria del tor la acribilló, culpándola de algo. Se volvió hacia el escriba para intentar adivinar cualquier reacción que le hiciera ver lo que pasaba por la mente del hombre. Inútil. Aquel hombre era demasiado bueno escondiendo sus sentimientos.
—Espero que no estés pensando en tomarla como esposa —continuó Mert, ofendida al ser ignorada de semejante manera, arrastrando las palabras—. ¡Hermano!
—He dicho que silencio, hermana. Jamás, en la historia de Aaru, un dios ha tenido que rendir pleitesía a su mujer.
La reina frunció el ceño y se cruzó de brazos, intentando alejarse, sin embargo, el rey le acarició el cuello con delicadeza, haciendo que cerrara los ojos disfrutando del cariño. Akins sonrió.
—No te preocupes. Como mucho la tomaría como concubina. ¿Eso calmaría tus humos? —La mirada venenosa le hizo aumentar su sonrisa. Los celos de su reina eran demasiado fuertes—. Hamadi, es tu hija, ¿qué opinas de esto?
La mirada de la reina se posó en el escriba, quien había permanecido en silencio. La cabeza completamente afeitada y los ropajes claros y simples, sin grandes ornamentos más que un colgante en representación de Donkor, denotaban un comportamiento tranquilo y sumiso. Hamadi pidió permiso para levantarse de la pequeña mesa que le servía cómo escritorio y empezó a recoger las cosas.
—Mi dios, conozco a Sahar y al aprendiz desde hace tiempo; puedo asegurar que la veneración que se profesan está fuera de todo entendimiento. Sin embargo, no creo que sea el adecuado para ella. Tal vez, pasados unos años...
—¿Entonces es negativa tu respuesta? ¿Debería hablarlo primero con mi hermana?
—No es negativa, mi rey, pero no creo que sea el momento. Son todavía muy jóvenes. Aunque, si deseáis hablar primero con mi hija, estaré más que encantado de escuchar lo que tenga que decir. Tanto en referente al aprendiz como a cualquier otra proposición que deseéis hacerla.
Era ya noche cerrada cuando una figura extraña y misteriosa llegó a las puertas del templo de la diosa Amsi. Los pasos fuertes y seguros del extraño alarmaron a Sahar, que dejó el incienso para poder asomarse tras una columna. La elegante y enjoyada figura del tor apareció en su campo de visión. ¿Qué estaba haciendo el tor Akins allí? No es que no pudiera estar allí, por supuesto, él era el dueño de todo Aaru después de todo. Podía estar donde quisiera pero... ¿el templo de Amsi? ¿Qué podría desear de la diosa?
Sahar se mantuvo en silencio. Akins permanecía frente a la estatua de la diosa, observándola. ¿Se acercaba a rendirle pleitesía? Sahar se vio obligada a interrumpir sus últimos quehaceres para darle la bienvenida.
—Amsi Asth Sahar —la llamó el tor con voz profunda. La joven acudió a su presencia y realizó una reverencia, manteniendo la cabeza agachada hasta que le permitieran levantarse—. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que hablamos? —preguntó, tocándole el hombro para que alzara el rostro.
—Seis años, mi rey —susurró, adoptando una postura más correcta.
—Seis años... Veo que has crecido haciendo honor a tu nombre. Dime, ¿eres feliz sirviendo a la diosa Amsi? —Akins se paseó por el templo sin apartar la mirada de la diosa del amor y la belleza—. No te escucho.
—Sí, mi rey. No dejo de dar gracias todos los días a los dioses por la oportunidad que me han brindado.
Ambos permanecieron unos segundos en silencio. Un silencio incómodo para la joven, pero cómodo para el tor que solo hizo aumentar su ego.
—Tu segundo nombre fue dado en honor a la diosa Asth si mal no recuerdo... ¿Te gustaría ser madre, Sahar?
—Si los dioses así lo disponen, sería muy dichosa al ser bendecida con un niño.
Akins se acercó a ella y la tomó con firmeza del mentón. Sahar se encogió, sintiéndose incómoda por culpa del escrutinio del tor, que parecía estudiar su alma y todos los secretos que guardaba profundamente.
—Puedo ver por qué el hijo de Khnemu está tan obsesionado contigo —murmuró acariciándole la mejilla con uno de sus dedos enjoyados. El frío de los anillos la estremeció—. Aunque no sea digno de respirar el mismo aire que tú.
Sahar sintió como el corazón se le encogía con algo parecido a la... ¿Tristeza? ¿Ira? ¿Desprecio? ¿Repulsión? Era igual. ¿Cómo se atrevía el tor a juzgar de esa manera a Ajal por el simple hecho de no haber nacido en cuna de oro como él? Intentó apartar la mirada, ocultarlo a los ojos del tor, pero fue inútil. El desfile de sentimientos en su mirada había sido demasiado obvio.
—Vaya... —comenzó divertido—. Parece que no estás de acuerdo conmigo. ¿Debo suponer entonces que sí sientes algo por él? —Su carcajada fue cruel y despreciable—. ¿Un simple aprendiz que no puede ganarse la vida por sí mismo?
Sahar sintió cómo la sangre se acumulaba en sus mejillas.
—No digo que vuestro pensamiento sea incorrecto, mi rey, pero conozco a Ajal y sé que es un buen hombre —Akins permaneció en silencio, sin soltarla ni dejar de acariciarle el rostro. Sahar hizo acopio de toda su voluntad para continuar hablando para no apartarse asqueada. Le estaba revolviendo el estómago—. Solo es cuestión de tiempo; estoy segura de que será un gran artesano.
—¿Eso crees? —El hombre alzó una ceja y esbozó una sonrisa. El tor, de veinte años, era atractivo a su manera, poderoso y temible; conocido por su crueldad y por conseguir todo lo que deseaba. Sahar observó cómo llevaba su mano a sus labios, besando con delicadeza sus dedos—. Mi querida hermana, no deberías pensar tan bien de todo el mundo. Os harán daño. El joven Ajal es demasiado pretencioso. ¿Sabes qué es lo que me ha pedido hoy? Mi consentimiento para poder casarse contigo —Otra carcajada se escapó de su garganta y un brillo malicioso apareció en sus pupilas—. Ese simple artesano desea emparentar con la familia real. Ambicioso, demasiado ambicioso para mi gusto.
La sacerdotisa guardó silencio. ¿Emparentar con la familia real? ¿Esa era la sensación que daba el comportamiento de Ajal? No. Sahar sabía que los sentimientos del joven eran verdaderos, no dudaba de su amor por ella. Jamás lo había hecho. ¿Por qué el resto no podía verlo? Además, ¿cómo emparentaría con la familia real si se casaba con la hija de una concubina? Era una idea estúpida. Demasiado estúpida hasta para el tor.
—Como imaginarás, no he dado una respuesta en firme. Deseaba hablarlo contigo primero. Tu padre no parecía demasiado contento con la noticia, tal vez porque no le considera lo suficientemente bueno para ti. Comprensible —Akins acercó su rostro al de ella; sus alientos entrelazándose. No le gustaba el cariz que estaba tomando esa conversación, ni las confianzas del tor—. Dime, querida hermana, ¿deseas casarte con él? Ajal no puede ofrecerte nada; ni una casa, ni un sustento fijo, ni siquiera una seguridad. Yo, al contrario, puedo darte todo lo que desees; riqueza, joyas, vestidos, poder, todos tus caprichos... Solo tienes que pedirlo. ¿Qué me dices?
La joven apartó la mirada, buscando consejo silencioso de su adorada diosa. Esto no podía estar ocurriendo. ¿Le estaba proponiendo convertirse en su concubina, como lo fuera su madre? Sahar dejó escapar el aire retenido mientras sentía cómo su corazón latía rápidamente, comprimido por el dolor. Sería una tonta si se negaba a aceptar su oferta pero... no podía. Simplemente no podía traicionar sus principios y ni su corazón. Cuando Akins le preguntó si deseaba ser madre, haciendo honor a Asth, y le dijo que sí, el rostro que había acudido a su mente fue el de Ajal, para su azoramiento. Ningún otro.
—Mi rey, me siento honrada por vuestra proposición —Una sonrisa de victoria surcó el rostro del tor mientras que Sahar sentía cómo cada vez le costaba más respirar—, pero no puedo aceptarla —dejó escapar el poco aire retenido, agobiada. Cada inspiración era como aspirar fuego—. Creo que es tal y como decís; tengo sentimientos por Ajal. Sentimientos que, por mucho que quiera, no puedo olvidar.
—¿Me rechazas? —preguntó Akins sorprendido. Nadie en su sano juicio rechazaría las atenciones del tor.
—Yo... Lo siento mucho.
Akins entrecerró los ojos antes de soltarla con desprecio. Sahar sabía que había metido la pata, pero no podía hacer nada diferente. Antes prefería permanecer soltera al servicio de Amsi, la diosa virgen del cielo, que ser su concubina y repetir los errores de su madre. Sahar intentó normalizar su respiración, que no se notara el nerviosismo que la dominaba, y cerró los ojos, esperando en silencio un castigo que nunca llegó.
—Ya veo... —fue todo lo que el tor dijo. Su rostro quedó oculto tras las sombras—. Espero que estés segura de la decisión que has tomado, porque tendrá consecuencias.
Sahar se giró y observó cómo el tor se marchaba del templo. Un nudo se formó en su garganta al tiempo que un malestar se adueñaba de la boca de su estómago. El desagradable sentimiento del miedo se había apoderado de ella pero, pese a lo que cualquiera pudiera pensar, no por sí misma. Tenía miedo por Ajal, por lo que pudiera pasarle. ¿Sería el tor capaz de castigarlo por su culpa? Sahar miró las puertas del templo. Tenía que avisar a Ajal antes de que pudiera pasarle algo malo. Antes de que las represalias hicieran que fuera demasiado tarde.
Relato para la ronda 1 del Club de Escritura
Número de palabras: 5000 palabras
Frase a usar: "Al mirarla a los ojos comprende la verdad. Es ella. Los ojos no mienten."
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro