La Celda Maldita
Eleanor se despertó de repente, la oscuridad de la habitación la envolvía como un manto pesado. Miró el reloj: eran las 3 de la mañana. Un suspiro se escapó de sus labios, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos sin previo aviso.
Pensó en el vacío que había dejado su aborto espontáneo, un pequeño ser que nunca llegó a conocer. Su corazón se sentía tan pesado como si cargara con el peso de todo el mundo. Había soñado con esa vida, con los planes, los nombres y las risas que llenarían su hogar. Pero todo se había desvanecido en un instante, como un sueño que se quiebra al despertar.
La imagen de Brandon apareció en su mente, su amor, su compañero, ahora atrapado en una celda por unas acusaciones que él no había merecido. Eleanor sabía que él era inocente, pero la injusticia del mundo era cruel y despiadada. La vida le había lanzado un golpe tras otro, y a menudo se preguntaba si había alguna razón detrás de todo eso. Sentía que la tristeza la envolvía como un mar embravecido, y cada ola era un recuerdo, una decisión, una pregunta sin respuesta.
Mientras las lágrimas caían por sus mejillas, se preguntó si alguna vez podría volver a encontrar un sentido a su vida. Tenía que ser fuerte, pensó, pero el dolor encarnado en su pecho le susurraba que todo era demasiado difícil, que no había fuerza suficiente dentro de ella para seguir. Aún así, la idea de Brandon, luchando por su libertad en un lugar sombrío, la mantenía aún en pie. No podía rendirse, no podía permitir que el desánimo la venciera.
Con un profundo aliento, Eleanor trató de calmarse. Se dejó llevar por los recuerdos de las risas compartidas, de los momentos de felicidad, y pensó en lo que Brandon haría si estuviera allí, si pudiera abrazarla en esos momentos oscuros. Cerrar los ojos, imaginar su voz diciéndole que todo iba a estar bien y que la esperanza era lo último que se perdía. En medio del dolor, aquella chispa de amor y determinación se encendió en su corazón.
Las lágrimas todavía caían, pero ya no eran solo de tristeza; eran también de una resolución renovada.
Sabía que no había tiempo para lujos ni vanidades; eligió una ropa sencilla, una blusa blanca y unos pantalones oscuros que le ofrecían comodidad y discreción. Sin una pizca de maquillaje que realzara sus rasgos, decidió presentarse tal como era, sin adornos ni artificios.
Su corazón latía con fuerza mientras se dirigía hacia la penitenciaría, un lugar de sombras y ecos lejanos que siempre había evocado un sentimiento de desasosiego en ella. Pero hoy, ese miedo se transformaba en esperanza. La idea de ver a Brandon, aunque fuera por unos pocos minutos, le daba la fuerza suficiente para afrontar lo que fuera necesario.
Al llegar, se sintió pequeña ante las imponentes murallas del edificio, un recordatorio de la dura realidad que enfrentaban los que estaban dentro. Se acercó al punto de control, su mente llena de imágenes de su sonrisa, de sus risas compartidas, de momentos robados al tiempo. Sin embargo, su entusiasmo pronto se desvaneció cuando un guardia con una expresión seria le impidió el paso.
—Lo siento, señorita, pero no puede entrar —dijo con un tono firme, mostrando una lógica inquebrantable que no dejaba lugar a la negociación.
Eleanor sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. Las palabras del guardia resonaban en su mente, y por un breve momento, la esperanza se convirtió en desconsuelo. Quería protestar, explicar su desesperación, pero sus palabras se atascaban en su garganta. En cambio, se quedó allí, mirando a través de la reja, deseando que el universo le concediera un milagro, aunque sólo fuera un instante para ver a Brandon, para sentir su presencia y recordarle que no estaba solo en su lucha.
Los minutos se hicieron eternos mientras luchaba contra las lágrimas que amenazaban con caer, pero su determinación no se quebrantó del todo.
—¿Por qué no puedo entrar? ¿Hay algún problema?
—El recluso no puede recibir visitas, es muy peligroso.
¡Qué ironía! La persona que había sido la razón de Las alegrías de Eleanor en algunos pasajes de su vida, era ridiculizado por sus semejantes vestidos de uniforme barato de policía.
Detrás de ella, Uno de ellos, con una voz grave y burlona, dijo:
—Ese Brandon es un recluso peligroso. No te dejes engañar por su sonrisa. La gente como él siempre oculta algo. Si antes me decía Jinete sería por algo
Las palabras del guardia resonaron en la mente de Eleanor como un eco hiriente. Su rostro se encendió en rabia y no pudo contenerse. Se dio la vuelta, enfrentando al hombre con la determinación que solo se puede encontrar en aquellos que defienden lo que aman.
—¿Patrañas estás diciendo?, — espetó, su voz firme pero temblorosa por la mezcla de emoción. — ¡Conozco a Brandon mejor que tú! No es un peligroso, ¡es un buen hombre!
—¡Claro! Por eso te dejó embarazada y se fué, ¿No?
Eleanor le dió una fuerte bofetada al policía.
El guardia la miró sorprendido, como si nunca hubiera esperado que una mujer se atreviera a contradecirlo de tal manera. Eleanor podía sentir la ira en su pecho, la injusticia de las palabras que manchaban el nombre de alguien que solo había tratado de hacer lo correcto en su vida.
Por unos instantes, La Chica reflexionó en su hazaña, y se avergonzó de si misma. Ella no era una persona violenta que actúa por impulso, Así que decidió bajar la guardia.
—No sabes nada de él — continuó, su corazón estaba empeñado en hacerle entender. — Él solo se dejó llevar por circunstancias que no podía controlar. Así que, por favor, no lo hables así.
El guardia frunció el ceño, pero en su interior, un destello de duda asomó. Con un gesto despectivo, se dio la vuelta, ignorándola. Pero para Eleanor, ese breve intercambio fue todo lo necesario para poder respirar hondo y esperar un descuido para infiltrarse.
Eleanor se apoyó contra la fría pared del pasillo, esperando con ansiedad el sonido del tintineo de las llaves del guardia que anunciara su salida. Sabía que tenía poco tiempo antes de que el hombre se fuera a almorzar, momento en el que las celdas quedarían momentáneamente desprotegidas. Con el corazón latiendo a mil por hora, tomó una respiración profunda y se adentró en la Zona restringida.
El aire era denso y cargado de un aroma a humedad y desesperanza. Las luces flasheaban intermitentemente, dando una atmósfera casi fantasmal al lugar. Eleanor se movía con sigilo, esquivando las cámaras de seguridad y adentrándose más en la oscuridad, su mente enfocada en encontrar a Brandon. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que lo vio, y la angustia la consumía.
Sin embargo, no fue larga su búsqueda antes de que una figura emergiera de la penumbra. Era el sargento del recinto, un hombre de mirada fría y sonrisa sádica que a menudo se deleitaba en el sufrimiento ajeno. La codicia brillaba en sus ojos al ver a Eleanor, atrapada y vulnerable frente a él.
—¿Y qué tenemos aquí? —dijo, acercándose lentamente, disfrutando del poder que tenía sobre ella—. Un pequeño ratón en la trampa.
Su voz era como el veneno, y Eleanor sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de su cuerpo. Sabía que debía actuar rápido antes de que llamara a refuerzos.
—Déjame pasar, no tengo tiempo para perder —respondió con firmeza, tratando de mantener la compostura.
El sargento soltó una risa burlona que resonó en las paredes de la cárcel, como si lo que había dicho la divirtiera.
—Oh, querida, estás en mi terreno ahora. No creo que entiendas lo que significa cruzar una línea aquí —murmuró mientras se acercaba cada vez más.
Eleanor sintió una oleada de desesperación, pero no podía rendirse. Debía encontrar a Brandon, debía salvarlo.
¿Pero quién la salvaría a ella?
Poco a poco, de la penumbra, surgieron varios policías, sus rostros enmascarados por la sombra de la noche y la seriedad de sus miradas. Se movían con la precisión de un engranaje bien aceitado, como si estuvieran acostumbrados a operar en las brumas del miedo y la tensión. En un instante, se abalanzaron sobre Eleanor, quien se encontraba acorralada y sin opción de escapar.
Ella intentó zafarse, pero las manos firmes de los agentes la sujetaron con tal fuerza que no pudo hacer otra cosa que resistirse con desesperación. La arrastraron hacia un cuarto, cuyas paredes eran frías y descascaradas, y donde la luz se filtraba apenas a través de una pequeña ventana cubierta de barro. El ambiente era pesado y opresivo, y el eco de sus pasos resonaba como un presagio de lo que estaba por venir.
Brandon, que había estado allí antes, escuchó el sonido familiar de las botas de policía y el frío sudor comenzó a deslizarse por su frente. A lo lejos pudo ver a su mujer, que a pesar de que no tenía maquillaje y estaba vestida modestamente, reconoció a leguas. Gritó con todas sus fuerzas, su voz desgarrándose en un intento desesperado por proteger a la chica que había llegado a querer.
—¡Suéltala! ¡Déjala en paz! — clamó, su desesperación cargando el aire.
Los policías, implacables, se limitaron a intercambiar miradas entre ellos y a sonreír de manera burlona como si el sufrimiento de la joven fuera parte de su juego.
—Aún no acabamos con la chica bonita, — dijo uno de ellos, su tono cargado de desdén y cruel diversión.
Su sonrisa era un indicativo del poder que creían tener, como si al secuestrarla hubieran ganado una batalla en la guerra del control y el miedo.
Eleanor sintió un escalofrío recorrer su espalda; esas palabras resonaban en su mente como un eco aterrador. Su corazón latía con fuerza, impulsado por una mezcla de angustia y determinación. No iba a dejar que la intimidación los venciera. Si Brandon podía gritar, ella también podía luchar, aunque su cuerpo estuviera limitado en ese oscuro cuarto.
—Jinete, cuando terminemos con ella, te toca pasar a tí.
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