Encerrada por cuenta propia
Con un ligero fruncimiento de ceño, empujó y tiró de la manija, pero nada funcionaba. La frustración empezó a crecer en su pecho. Decidió que lo mejor sería probar suerte en la puerta trasera.
Cuando llegó a la parte de atrás, imaginaba que ya era de noche, que era justo el momento en qué el debió de volver del trabajo. Golpeó la puerta con suavidad al principio, luego con más fuerza, pero no obtuvo respuesta. Miró a su alrededor; todo estaba en silencio, como si la casa estuviera sumida en un soporífero letargo.
Entonces, recordó que Casilda estaba en casa.
Sacó el teléfono, marcando su número con una mezcla de esperanza y ansiedad.
Las llamadas llegaron a su buzón de voz.
—El número que usted Marcó no puede ser encontrado, por favor intente de nuevo su llamada después de verificarlo — la contestadora con voz rara de IA le causaba mucha arrechera, sin embargo, no podía romper su teléfono contra la pared, estaba desempleado y no tendría dinero para reponerlo.
Carlos frunció el ceño y decidió entonces llamar a Maruja, una de las pocas personas que podrían saber lo que estaba pasando.
—¡Marujita! Por favor, ábreme la puerta.
Maruja, sin embargo, no contestó.
Movió la cabeza con desasosiego, pensando que quizás Maruja estaba tan ensimismada en algún asunto que simplemente no oía el teléfono de la casa ni sus gritos de auxilio. Pero tras varios intentos, se dio cuenta de que algo no estaba bien.
Con cada timbrazo, el silencio se hacía más pesado, hasta que finalmente dejó de llamar, sintiéndose cada vez más angustiado. La inquietud se apoderó de sus pensamientos:
—¿Y si Maruja está ahí en la casa? O peor aún, ¿y si había sido ella quien cerró la puerta?
Sin querer esperar más, se dirigió hacia la ventana de la cocina, intentando ver en el interior de la casa. Todo parecía en calma, pero tenía la sensación de que dentro había un misterio que no podía desconectar.
A medida que la oscuridad se asentaba y el viento soplaba, estaba más perdido que nunca, cuestionándose si debía seguir insistiendo o si debería buscar otra forma de resolver el enigma que se cernía sobre su hogar.
Carlos, agitado y con el corazón latiendo fuerte, decidió forzar la puerta. Era un día cualquiera, y a simple vista no había nada anormal, Pero pero la inquietud lo había llevado a actuar con desesperación.
Al abrir la puerta, fue recibido por un silencio abrumador. La casa, normalmente llena de risas y el bullicio de la vida cotidiana, parecía un eco de lo que había sido.
—Casilda — llamó, con la esperanza de que su esposa estuviera en alguna habitación, tranquila y ajena a la incertidumbre, Pero su voz resonó en la soledad sin recibir respuesta. La inquietud creció; el lugar estaba ordenado, pero su vacío le pesaba como una losa en el pecho. Un nudo en su estómago le indicó que algo no estaba bien.
Sin pensarlo, sabía que Maruja no salía de casa. Casilda podría esperar, Carlos necesitaba estar con Maruja.
Me atrevo a asegurar que estaba poseído por el demonio de la lujuria.
Al acercarse a la puerta de Maruja, su mano se detuvo. Recordó las miradas furtivas y las conversaciones en voz baja. Maruja había llegado a temerle, a creer que entre los dos había algún tipo de oscuridad que él mismo no comprendía.
Con una mezcla de irritación y tristeza, Carlos llamó una vez más, pero no obtuvo respuesta. El corazón de Maruja estaba cerrado por el miedo que le había infundido, quizás por las discusiones que había presenciado entre él y Casilda, rumores que aseguraban que la tensión en su hogar era imparable.
Todo era por el presunto despido de su trabajo, que ahora se había vuelto realidad.
Carlos, sintiendo el peso del aislamiento y el recelo, dejó de tocar. La idea de que pudiera ser visto como un monstruo, alguien de quien debían protegerse, le caló hondo. Se sentó en el sillón de la sala, sumido en sus pensamientos oscuros, sabiendo que la seguridad de Casilda y de su hogar dependía de su capacidad de cambiar, de demostrar que su amor no era una sombra, sino la luz que podrían compartir. Pero, por ahora, solo quedaba el silencio que retumbaba a su alrededor, la ausencia punzante de su esposa que lo llenaba de incertidumbre y miedo, Pero que su alter ego podría aprovechar para satisfacer sus deseos carnales.
Carlos estaba nervioso mientras esperaba en el umbral de la puerta. Su corazón latía con fuerza, no solo por la ansiedad de lo que quería decirle a Maruja, sino también por la incertidumbre que siempre le producía su presencia. Finalmente, oyó el leve clic de la cerradura y la puerta se abrió, revelando la habitación desordenada, donde una pila de libros y ropas parecía contar historias de días pasados.
Marujita pensaba que el malvado ser se había retirado del lugar, quizás había arribado a su trabajo o a su clandestino hobby de juegos de Póker y Casino; Pero estaba equivocada, así como un león que espera pacientemente a su presa, estaba Carlitos, aguardando que ella bajara la guardia, cómo lo acababa de hacer
—Hola, Maruja —dijo Carlos, entrando sin ser invitado—. ¿Podemos hablar un momento?
Maruja lo miró de reojo, con una expresión en su rostro que combinaba sorpresa y un leve desagrado. Se cruzó de brazos, como si intentara protegerse de las preguntas que Carlos traía bajo el brazo. Era evidente que no se sentía cómoda en su compañía, pero ya había cruzado el umbral y eso parecía darle un poco de confianza.
Se sentó en el borde de la cama, intentando adoptar una actitud relajada, pero la tensión en el aire era palpable. Carlos comenzó a hacerle preguntas sobre su día, sobre sus planes, pero Maruja solo lo miraba, sus ojos reflejando una mezcla de desinterés y nostalgia.
Maruja podía sentir el olor a ginebra en su Aliento, sus cabellos se erizaron, aunque no era una persona muy culta, sabía que las personas me están embriaguez hacían cosas locas.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó él, sorprendido por su silencio—. Siempre tienes opiniones tan interesantes.
Ella hizo un movimiento vago con los hombros, como si esas palabras no le importaran. Carlos sentía cómo la incomodidad crecía entre ellos, como una sombra que se hacía cada vez más densa. Por momentos, intentaba mantener la conversación, hablar de música, de películas, pero todo le parecía vano. Maruja se mantenía a distancia, y su silencio se convertía en un muro que él no podía escalar.
—Tú, ¿quieres que hablemos de algo? —insistió, tratando de romper el hielo que se había formado en la habitación. Pero Maruja desvió la mirada, fijándose en el desorden que la rodeaba, y Carlos comprendió que estaba ahí, pero no estaba presente.
El hombre puso su mano en las piedras de Maruja, Pero ella rechazó el movimiento con vehemencia. Había Sido una señal de que el joven no venía con buenas intenciones. Solo quería Sexo, solo eso.
En ese instante, se dio cuenta de que había cruzado una línea. La curiosidad, la necesidad de conexión que lo había llevado hasta allí se transformó en una sensación de invasión. Una incomodidad palpable estaba entre ellos, un contraste entre su deseo de acercamiento y la resistencia de ella que se traducía en un silencio que rugía más que cualquier palabra.
—Bueno, creo que... tal vez debería irme —finalmente murmuró Carlos, sintiendo que cada segundo se hacía más pesado, que su presencia solo incomodaba a Maruja.
Se levantó, sin saber exactamente qué había fallado, pero entendiendo que, en ese momento, la cercanía no era bien recibida. Salió de la habitación, dejando tras de sí un aire denso de palabras no dichas y emociones reprimidas.
Maruja cerró la puerta con un golpe suave, como si temiera que el sonido pudiera romper el frágil equilibrio que había en su interior. La habitación, antes un refugio de intimidad, se sentía de pronto como un espacio asfixiante. A su alrededor, las paredes parecían encogerse, y un silencio espeso envolvía cada rincón, amplificando la confusión que la invadía.
Carlos no había cruzado ninguna línea explícita; sus palabras habían sido amables, sus gestos suaves. Pero había en su mirada un atisbo de deseo que rozaba lo invasivo, un espejismo de cercanía que la dejó vulnerable, expuesta. Maruja se sintió como si, de alguna manera, hubiera permitido que entrara en su esfera más personal, y esa sensación la llenó de un desasosiego que la hizo rechazar su propia piel.
Se movió por la habitación, como un espectro, tocando las cosas que antes le brindaban consuelo: un libro en la mesa, una bufanda colgada de la silla. Pero ahora todo estaba impregnado de una extraña incomodidad. Al mirarse al espejo, sus ojos estaban llenos de una tristeza profunda y de desconfianza hacia sí misma. ¿Por qué no había establecido una barrera? ¿Por qué no había dejado claro que su cuerpo y su esencia eran propiedad exclusiva de su ser?
En un acto instintivo, se apartó del reflejo, como si al ignorarlo pudiera despojarse del asco que la invadía. Se sentía atrapada entre dos mundos: aquel en el que era dueña de su espacio, y otro donde la mirada del otro se había colado sin permiso. Cada pulgada de su cuerpo parecía arrastrar consigo una carga que nunca había pedido llevar.
Se sentó en la cama, con el corazón agitado y la mente en plena tormenta. Luchaba contra un mar de emociones contradictorias; la ira contenida, la decepción hacia ella misma y la necesidad de recuperarse. Fue en ese marasmo que comprendió algo esencial: el poder de su propio consentimiento, la importancia de establecer límites.
Pero no sé atrevía a hablar...
¿Era necesarias las palabras para poder transmitir un mensaje? ¿Es algo meramente obligatorio? En la mayoría de las escuelas no enseñan el lenguaje de señas y, muchas veces, los mensajes implícitos no son tomados en cuenta... Estamos en un mundo anticuado donde los hombres hacen lo que quieren, y las mujeres solamente tienen que complacerlos.
El asco que sentía no era únicamente hacia su cuerpo, sino hacia la fragilidad de la situación, hacia un mundo que a menudo no entendía el valor de la autonomía.
Necesitaba a Casilda...
¿Dónde estaba ella?
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