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Dulce Amargo para Eleanor, Erika o cómo se quiera llamar

I

Eleanor llegó a la casa de la Señora Lucía con pasos decididos, el brillo de su ropa costosa reflejándose en la luz del atardecer. Había pasado por un momento difícil, un legrado que había dejado huellas en su corazón, pero hoy, con el rostro perfectamente maquillado y una sonrisa demasiado hipócrita, se ponía los pantalones para enfrentar su realidad, y dejar de mentirles a todas las personas que la amaban de una u otra forma.

Los hombres que la acompañaban, con sus trajes impecables y sonrisas encantadoras, la hacían lucir aún más deslumbrante. Se reían y conversaban entre ellos, mientras Eleanor, con un aire de tristeza y mirando al suelo, se acercaba a la casa que alguna vez ocupó su tía Sylvia, quien la había visto crecer, una figura materna que ahora se convertía en espectadora de una transformación sorprendente.

Desgraciadamente, ya no estaba en el plano terrenal para poderle decir cuánto la admiraba.

La puerta se abrió de repente, y la expresión de Lucía se congeló en el tiempo. Ella, que había conocido a Eleanor como una joven dulce y vulnerable, se quedó sin aliento al ver a la mujer en la que se había convertido. No solo la ropa costosa y el maquillaje impresionante la impactaron, sino la aura de poder y seguridad que emanaba de ella y de sus acompañantes.

Justo en ese instante, un pequeño susurro de incredulidad escapó de los labios de Lucía. Sus manos temblaban al sujetar la perilla de la puerta, y antes de que pudiera reaccionar, su corazón se aceleró, y el shock la derribó. La señora Lucía se desplomó, inerte, mientras el eco de las risas en el aire se desvanecía en un silencio abrumador.

Eleanor, al notar que algo no estaba bien, giró rápidamente y vio a Lucía en el suelo. La risa de los escoltas se desvaneció y el desasosiego se apoderó del ambiente, transformando la escena en una pesadilla. En un instante, la ilusión de su propia transformación se desmoronó, y la preocupación llenó su corazón. Todo lo que había buscado, la aprobación, el reconocimiento, se desvaneció dejando solo un profundo deseo de cuidar a la mujer que había estado a su lado en los peores momentos de su vida.

La noche que había comenzado con promesas de glamour y renovación, se transformó en una carrera frenética por la vida de Lucía, recordándole a Eleanor que, a veces, las apariencias pueden ser engañosas y que el verdadero valor reside en la conexión y el amor que compartimos con quienes nos rodean.

Eleanor se sintió paralizada por la angustia mientras el cuerpo de Lucía yacía inmóvil en el suelo. Deseaba con todas sus fuerzas poder agacharse, tomarla entre sus brazos y llevarla a un lugar seguro, lejos del caos que las rodeaba. Pero el dolor punzante en su abdomen, consecuencia de la reciente intervención quirúrgica, la detuvo. Cada intento de moverse era un recordatorio cruel de su vulnerabilidad.

Los escoltas que estaban con ellas, hombres robustos y decididos, se apresuraron a ayudar. Sin que Eleanor pudiera hacer nada más que mirarlos con el corazón en un puño, levantaron a Lucía con cuidado, como si llevasen un frágil tesoro, y le tomaron el pulso. Sus rostros se tornaron graves al darse cuenta de que, a pesar de la situación desesperante, la anciana aún respiraba. Sin perder tiempo, la colocaron en el coche, y Eleanor sintió una mezcla de esperanza y desesperación al ver que aún había vida en ella.

El trayecto hacia el hospital fue una eternidad, cada segundo se sintió como un día. En su mente, Eleanor repetía una y otra vez que debían llegar a tiempo, que Lucía era fuerte, que no podía dejarla así. Pero a medida que la ambulancia se adentraba en el tráfico, un silencio inquietante comenzó a llenar el ambiente.

—¡No te mueras, Viejita linda! Por favor...

Finalmente, al llegar al hospital, las puertas del vehículo se abrieron, y los médicos, con expresión seria, acudieron rápidamente al rescate. Eleanor se mantuvo al borde de la escena, incapaz de acercarse, su dolor físico casi nada comparado con la angustia que la invadía. Sin embargo, poco después de que la llevaron dentro, una enfermera salió con el rostro sombrío, y el corazón de Eleanor se detuvo.

—Lo sentimos — dijo la enfermera, sus palabras cortando el aire como un cristal roto.

En ese instante, el tiempo se detuvo. Eleanor se tambaleó, sintiendo que el mundo a su alrededor se desmoronaba. Lucía había sido una constante en su vida, y ahora la había perdido, así, de repente, dejando una profunda herida que no sabía cómo podría sanar. Mientras el dolor se apoderaba de su ser, Eleanor comprendió que el amor y la esperanza no eran suficientes para salvar a aquellos que más quería.

Mataba a todos sin intención, eso era un terrible pecado.

II

El día del funeral de Lucía se presentaba gris y nublado, como si incluso el cielo lamentara la pérdida. Jinete, con un corazón apesadumbrado, había aceptado la tarea de organizar los preparativos a petición de Eleanor. Sabía que esa carga era demasiado pesada para que su futura esposa la llevase sola en medio de su dolor.

Si, se iban a casar, e iban a empezar una vida juntos, cerrarían el bar y empezarían un emprendimiento... Y todo era perfecto porque lo harían Juntos.

¡Juntos! Una palabra muy efímera.

La casa de Lucía, que alguna vez había sido un refugio lleno de risas y calidez, ahora se sentía vacía, como un eco del pasado. Jinete se movía en silencio, ayudando a colocar las flores sobre el ataúd, el aroma de las rosas blancas se mezclaba con el olor a tierra húmeda. En cada detalle, se notaba el cariño que Lucía había entregado en vida, y Jinete se esforzaba por honrar su memoria.

Al llegar el momento de la ceremonia, los rostros de los asistentes reflejaban una tristeza compartida. Sin embargo, la mirada de Eleanor era la que más dolía ver. Sus ojos, empañados en lágrimas, hablaban de un dolor intensamente profundo, casi insoportable. Era una combinación desgarradora: la pérdida de su madre, Lucía, y la despedida de su pequeño bebé, un ser que nunca tuvo la oportunidad de conocer la vida y que ahora reposaba junto a su abuelita.

Cuando el ataúd fue colocado en la tierra, cada puñado de tierra que caía parecía llevarse un pedazo del alma de Eleanor. La imagen de Lucía, siempre fuerte y llena de amor, contrastaba con la fragilidad de su ausencia. ¿Cómo se puede enfrentar el mundo con un corazón tan roto? Jinete tomó la mano de Eleanor, buscando ofrecer un poco de consuelo en medio de la tormenta de emociones.

Las palabras nunca son suficientes en momentos como este, y Jinete lo sabía. El silencio que reinaba era un tributo al amor que Lucía había entregado a su familia, y al dolor indescriptible que ahora enfrentaban. Mientras la tierra cubría el ataúd, una sensación de derrota se apoderó de Eleanor, y Jinete vio cómo una parte de ella se perdía con aquella despedida.

El día, en su tristeza y en su melancolía, se convirtió en un recordatorio de lo efímera que es la vida. Pero a pesar del dolor insoportable que sentía Eleanor, también había una fuerte corriente de amor y recuerdos que atesorarían por siempre, porque Lucía había dejado una luz que ni la muerte podría apagar. Así, en medio de esa ceremonia lúgubre, la amistad entre Jinete y Eleanor se volvió más importante que nunca, un salvavidas en un mar de tristeza.

El silencioso murmullo del funeral aún resonaba en el aire cuando Jinete entró en el bar, un lugar familiar que ahora se sentía extraño y tenso. Las luces tenues iluminaban el ambiente, creando sombras que parecían absorber la angustia de los presentes. Algunos amigos y conocidos murmuraban entre ellos, sus miradas se mantenían alejadas de él, como si su presencia pudiera manchar el aire.

Jinete, con la mente aún sumida en el dolor de la pérdida, se acercó a la barra y pidió un trago. Apenas había tomado un sorbo cuando las puertas del bar se abrieron de golpe. Un grupo de policías, con sus gorras distintivas y semblantes serios, cruzó la entrada y se dirigió a él.

—¿Es usted el Dueño de este bar?

—Si, es correcto agente.

—Jinete, por favor, necesitamos hablar contigo — dijeron, rompiendo el silencio con una grave autoridad.

Los murmullos se intensificaron.

—¿Qué está pasando? — preguntó alguien en voz baja.

Jinete, aturdido, sintió que el estómago se le encogía. Los policías no ofrecieron más explicaciones; simplemente lo rodearon y le informaron de su detención.

—Estamos arrestándolo por malversación de fondos y lavado de dinero — declararon, como si esas palabras pudieran borrar la tristeza que llenaba el corazón de todos los presentes.

Jinete se sintió como si la tierra se abriera bajo sus pies. Sabía que todo era una acusación sin fundamento, una emboscada sin pruebas concretas. Pero no había tiempo para defenderse; mientras los policías lo llevaban hacia la salida, escuchó un grito ahogado. Era Eleanor, la mujer a la que más quería en el mundo. Su rostro, pálido y angustiado, lo miraba desde la distancia.

Antes de que pudiera hacer algo, su rostro se contorsionó en una expresión de horror. Mencionó su nombre en un susurro y de repente, sus piernas cedieron.

Se desmayó, deslizándose lentamente al suelo mientras algunas personas corrían a su lado para ayudarla.

Jinete sintió cómo el dolor lo atravesaba como una puñalada. La imagen de Eleanor inconsciente, rodeada de un grupo de personas que intentaban reanimarla, se quedó grabada en su mente.

—¡Eleanor! — gritó, tratando de aferrarse a ella mientras los policías lo sacaban del bar. Pero fue en vano. Ella no podía escucharlo, atrapada en su propio mundo de terror y confusión.

—Eleanor, me llamo Brandon, nunca me olvides.

Es lamentable que Eleanor no estuviera consciente para escuchar las últimas palabras de su amado, antes de ser condenado a la silla eléctrica.

A medida que lo llevaban lejos, Jinete se sintió más que nunca como un prisionero de circunstancias que le eran ajenas. Trataba de encontrar fuerza entre el caos, pero el profundo dolor en su pecho lo consumía. Esa noche, la sombra de la injusticia lo siguió, robándole no solo su libertad, sino también el consuelo de saber que Eleanor estaría a su lado.

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