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Capítulo 6 (editado)

Puerto de Wingel.

Belta 2003 desde la Gran Ola.

77 días antes del Sacrificio.

Azurea estaba en casa, en la litera de abajo, con un vendaje en la cabeza. Volvió a cerrar los ojos para recuperarse de un mareo. ¿Cómo llegó hasta ahí? La voz de Lessia llamó su atención. Bastó que se incorporara sobre un codo para alcanzar a verla, en la puerta, donde despedía a alguien mientras secaba repetidamente las manos en su delantal.

Entonces el hombre de la puerta se movió y entró en su rango de visión: Gale Verd’u. Azurea sintió el rubor subir a sus mejillas. ¿Él en su casa? Lo escuchó reír, escuchó a su hermana reír. La fantasía se desmoronó al comprender. Puso los ojos en blanco, calló su molestia y sus celos.

Terminó de sentarse. De sus múltiples heridas la más dolorosa era la del costado. Sería la más tardada en sanar debido al rigor que el vuelo imponía a los músculos pectorales e intercostales.

Sobre el baúl vio su ropa y sus desgarros, aunque con un par de remiendos podría usarse nuevamente. Se levantó despacio, probando sus fuerzas. Cuando vio que sus piernas respondían caminó al ropero. Tomó otro vestido y ató una yana limpia a su cuello y cintura. Dejó varias plumas en el suelo, producto de su última muda, la que la convertiría en adulta en menos de un belta. Las plumas viejas eran grises con las puntas blancas; las nuevas nacían con pequeñas motas de color heno.

—Cuídate, Lessia, que te mejores, Len —Azurea escuchó decir a Gale—. Y ya saben, lo que se les ofrezca…

—Gracias, muchacho —respondió su padre desde algún rincón de la casa.

Azurea se trasladó hasta la entrada del dormitorio y desde allí alcanzó a ver al muchacho, en el borde del balcón, saltar al vacío; sus espléndidas alas tan largas como la casa misma. La cabaña estaba volada en la ladera, mitad escarbada en una caverna natural, mitad en el aire sostenida con gruesas ménsulas en ángulo.

Lessia esperó unos segundos más con la puerta abierta. Luego cerró despacio, echó el cerrojo, soltó lentamente el aire y se dirigió a la cocina sin reparar en su presencia.

—Ya te sirvo, padh’e —dijo mientras se acercaba al fogón.

A un lado, el padre de ambas se encontraba sentado en la cabecera de la mesa. Cuando siguió a Lessia con la mirada, descubrió que su hija menor ya había despertado.

—¡Zuri! —exclamó poniéndose en pie. Su gesto era de alivio.

Azurea se preocupó: su padre tenía un ala entablillada y ambas manos envueltas en vendas.

—Esto... Estaré bien —ofreció él con un tono sospechoso—. Ven, siéntate.

Ella avanzó cojeando, sus rodillas tenían costras secas que dolían al caminar. Mientras lo hacía, observó el ala de su padre. Debió haberse fracturado al ser lanzado contra uno de los postes que sostenían el techo del granero, a menos que más tarde hubiera peleado en el bosque por rescatarla. Aunque… no podía recordar lo ocurrido.

—¿Te quemaste?

—No es nada, no es nada.

—¿Qué pasó? En el bosque, quiero decir… —la imagen de alguien alzándola en brazos era todo lo que recordaba.

—Te encontraron, es lo importante.

—Gracias a los dioses —añadió Lessia.

Azurea buscó a tientas indicios de algún golpe de porra, pero solamente encontró la protuberancia en su frente que se provocó ella misma al chocar. La única explicación que se le ocurría era que se desmayó y el garg’hull, ante la cercanía de las voces del grupo que iba en su rescate, había preferido huir con su botín y su familia antes que perder el tiempo rematándola.

—¿Y el wek? —preguntó.

Su padre negó con la cabeza.

—¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo dormí? —Azurea miró por la ventana.

—Es la hora del ocaso, has estado en cama desde anoche.

—Uff… —Si acaso tenía una oportunidad de perdón con el herrero podía olvidarla, no se había presentado a trabajar en todo el día.

Lessia se afanaba llevando platos a la mesa con la mirada esquiva, como si ya supiera lo que su padre iba a decir a continuación. Quizá así fuera, Lessia era adulta, había cumplido los trece beltas de edad, eso le confería ciertas prerrogativas en la estructura familiar.

—Avena —informó depositando su porción—. Es todo lo que queda.

—¿Qué?

—El fuego se propagó al granero y al corral, Zuri —explicó Len.

—¡Ancestros! ¿Qué vamos a hacer ahora? No queda tiempo suficiente.

«Ni gran cosa para intercambio», agregó en sus pensamientos. Herido como estaba, su padre no podría colocarse como ayudante de nadie, en el supuesto de los casos que todavía quedara alguien en Wingel que no estuviera cansado de socorrerlos por caridad.

—Esta familia está maldita, cuando no es una tormenta, son los ladrones o la imprudencia de algunos... —dijo Lessia en una perfecta imitación de los gestos de reproche que solía hacerle su madre.

Azurea le dio la razón. Tal parecía que ella misma conspiraba para cavar su ruina.

—Lessia, ya hablamos sobre eso —medió su padre.

—Lo siento.

La aludida se cruzó de brazos y cerró la boca.

—Me alistaré como calatar —dijo el padre.

La frase se quedó flotando entre ellos como si fuera un veneno que terminaría siendo aspirado.

—¡No y no! —protestó Azurea cuando la conmoción le devolvió el habla.

Desde el otro lado de la mesa su padre y Lessia intercambiaron miradas.

—No hay otra alternativa, Zuri –explicó el primero.

—Conseguiremos dinero de otra forma.

—No lo creo, es esto o la esclavitud.

—Esto, como tú lo llamas, es esclavitud, padh’e.

—No. Es temporal y es honrado, cielo. En cambio lo otro...

—Honrado, ¡mis plumas! —Azurea se puso en pie de un salto, sintiendo cómo el calor le subía hasta las orejas.

—¡Azurea, qué lengua, mira con quién estás hablando, nináa! ¡Siéntate!

Lo iba a hacer de todos modos, el dolor en las costillas se le clavó con intensidad. Tenía la piel morada, verde y negra en el sitio donde el mazo había impactado.

Los miró alternativamente, apartó el plato con un dedo y se dejó caer en la silla, cruzada de brazos. La madera chirrió un quejido.

—Lessia, por favor —dijo Len.

—Perdona, es que esta chiquilla, a veces...

—Yo me encargo, hija.

—Padre, escúchame —dijo Azurea—. Mira, yo seguiré trabajando con... bueno, con Ariepa, me lo ofreció. Aún hay tiempo…

—¿Ariepa? ¿Y lo de Tung? —preguntó Lessia.

—Ese no es el tema —cortó Azurea.

—Gracias por el ofrecimiento, Zuri —dijo su padre—, pero sabes que no será suficiente y sin reservas para el invierno...

—No —farfulló la joven negando con la cabeza—. Padre... el Kotún tiene que...

—No va a oír historias de garg’hulls ladrones, alas fracturadas y padres doloridos, cielo. Es un cobrador de impuestos, tiene sus órdenes.

—Y tú también las tendrás. ¿Qué harás cuando te ordenen apresar a tus vecinos, cuando tengas que llevarte a rastras al hijo de alguien para el sacri…fi…?

 No pudo terminar de decirlo. El recuerdo de su propia madre caminando hacia el Carro de Sangre era demasiado vivo.

—Zuri, cielo, con un ala fracturada gracias daré si me ponen a limpiar la armería, que uno como yo va a la limpieza de letrinas, eso seguro.

—¿Y si vas a la frontera? ¿Si tienes que vértelas con los garg’hulls en las montañas, padh’e?

Lessia puso los ojos en blanco. Pensaba que a veces era imposible razonar con su hermana.

—Cielo, no quiero ir. Lo hago por salvarlas a ambas. Se acabaron las prórrogas, sin pago me llevarán como esclavo y a ustedes también. Las venderán, las separarán, las enviarán al templo y nada impedirá que las entreguen al sacrificio.

—Sin contar que echarías a la estiercolera la generosidad de madh’e —añadió Lessia.

Azurea torció una mueca, pero no se atrevió a llevarle la contra. Aunque pudiera pronunciar el nombre de Wynda sin sentir que se le voltearan las tripas, hablar de ella solo torturaría más a su padre quien todavía lloraba su pérdida.

Se aclaró la garganta:

—¿Y si… huyéramos?

Lessia soltó una risita de frustración.

—Cielo, hemos de estar en casa el día de la luna para la ofrenda —dijo Len—. Sabes que en el momento en el que pasen lista y no estemos...

—De cualquier forma íbamos a perder la casa, ¿qué más da si es confiscada por los prestamistas o por no presentarnos? Ningún familiar nuestro sufrirá por nuestra causa. Es una de las ventajas de no tenerlos...

—¿Y tú te crees que namás la familia directa es amenazada, nináa? ¡No!

—Ya sé, ya sé… —se cruzó de brazos.

—¿Y a dónde huir? —añadió Lessia.

—Bueno, yo…

Cerró la boca.

El imperio llegaba hasta los últimos rincones. Solo quedaban dos alternativas: el mar y el frío e inaccesible norte, para lo cual había que cruzar el infranqueable macizo, territorio de garg’hulls, una imponente cordillera que cruzaba el continente de este a oeste. No se sabía de nadie que lo hubiera logrado. Nadie. El norte del Argüell era solo un mito, allá se enviaba a los repudiados, los deformes, y todo el mundo convenía en que era una sentencia de muerte.

La culpa atenazó a Azurea, creía que si hubiera llegado antes a casa o si se hubiera quedado a ayudar con el incendio, la destrucción habría sido menor. Pero se había distraído con Gale, ¿qué clase de excusa era esa para su tardanza? Y por si fuera poco, al ir a salvarla, parte de los encargados de apagar el fuego habían dejado de hacerlo. Había empeorado todo, ¿y por qué? Por seguir sus impulsos, por actuar irreflexivamente.… Si al menos hubiera recuperado al wek…

Deseó haber muerto de un mazazo. No sería la responsable de haber perdido todo cuanto tenían, desde provisiones y tributos por pagar hasta la libertad y lo que quedaba de su familia, que se separaría para siempre.

Se aclaró la garganta y habló a media voz:

—No respondiste mi pregunta, padh’e. ¿Qué harás si te envían a apresar a tus vecinos que tanta ayuda nos han brindado, o cuando tengas que quitarles a sus hijas e hijos, ponerles el cepo en las alas y...?

Pero antes de permitirle contestar se puso en pie, dio media vuelta y salió de la casa haciendo alarde de lo mucho que repudiaba la decisión de su padre.

 ***

—Ahí estás —dijo Len.

Azurea se encontraba sentada en el borde del acantilado con la mirada perdida en el río Alet.  Un viento fresco le agitó el cabello y las plumas, llevando hasta ella el olor de la madera quemada. Cuando escuchó a su padre, arrojó la ramita con la que jugaba y encogió las rodillas hacia su pecho.

Porque sabía la respuesta que él le daría, Azurea no le había dado tiempo para que respondiera. Se le formó un nudo en la garganta. Len se detuvo a su lado y conteniendo un gemido se acuclilló junto a ella.

—¿Qué va a ser de nosotras sin ti? —la joven murmuró desviando la mirada.

—No ha sido una decisión fácil. He tenido que pensar en el bien mayor: ustedes. Tendrán asegurada la libertad y el sustento por siete beltas más, tiempo en el que no podrán ser elegidas para el Sacrificio.

—Obedecerás. Causarás dolor a las familias para salvarnos a Lessia y a mí de sufrirlo. Tu maldito código de honor te obligará a hacerlo.

—Cielo...

—¿Cómo podrías actuar de otro modo? —exclamó Azurea—. Ese eres tú, el auténtico mártir de la causa. Incluso si no castigaran la insubordinación o la deserción con la muerte, obedecerías: has empeñado tu palabra.

—¿Eso crees…?

Los ojos de Azurea transparentaron su conmoción: Len era el primero en apuntarse voluntario cuando ocurría una desgracia, el que brindaba ayuda gratuita a la viuda para recoger su cosecha de quina. Con horror, Azurea comprendió que si se diera el caso, su padre quedaría atrapado en un terrible dilema.

—No, no lo harías —dijo con voz queda—. Eres el auténtico mártir de la causa. Encontrarías la manera de quebrarte una pierna o lo que sea para no ser tú quien ejecute esas órdenes.

Lo que más le mortificaba era ese “lo que sea”. Se dio media vuelta y respiró profundamente intentando no llorar. Casi saltó cuando su padre posó la mano sobre su hombro.

—Todavía me quedaré unos cuantos días, no quiero irme sin dejar andando los corrales y necesitaré tu ayuda. ¿Qué me dices?

—Por supuesto.

—Eso pensé. Así que ahora trabajarás con Ariepa.

Azurea suspiró con resignación.

—Por desgracia… y no lo digo por Ariepa. Es que…

—Ya sé, la espada que querías.

Azurea asintió. Era su sueño. Una belleza curva, con un solo filo y empuñadura labrada con dragones. La había visto en un dibujo, en uno de los libros secretos y no se la había podido sacar de la cabeza.

Miró sobre su hombro para asegurarse de que ni siquiera Lessia la pudiera escuchar. Notó la humedad en los ojos de Len.

—¿Leeremos la historia del día?

Su padre asintió, miró los restos del almacén, suspiró y dijo:

—Es una suerte que encontráramos ese nuevo escondite, ¿no crees?

—Oh, sí.

Azurea se estremeció, no podía imaginar qué sería de ella si encima de todo el fuego hubiera consumido los libros de su padre. Era el único con quien compartía su ateísmo, el que la había convencido de que podía despotricar con él toda su inconformidad sobre la ley, la religión y la clase gobernante, pero nunca ante testigos, ni siquiera ante Lessia, a menos que quisiera que toda la familia fuera a parar ante el Rakón, acusada de herejía. Tampoco debía revelar que sabía leer, no tendría manera de explicar dónde obtuvo el conocimiento.

—Lo haremos esta noche, cuando tu hermana no sospeche.

—De acuerdo.

—Ahora ve y descansa todo lo que puedas, mañana tu hermana y tú deben ir al puerto y al mercado a recolectar las cuerdas, provisiones y herramientas que Ariepa y Gale Verd’u me ofrecieron.

La sola mención del nombre del muchacho erizó las plumas de Azurea.

—¿Más créditos?

—No. Han dado a entender que no nos cobrarán.

—¿No puede ir Lessia sola? —«Yo solo haré el mal tercio».

—No puede cargar con todo, cielo.

—Claro —murmuró ceñuda. «Como tampoco puede limpiar los excrementos de wek porque huelen mal, ni disparar un arco porque le duelen los dedos…».— ¿Y si la acompaña su amiga Val?

—Zuri…

—Está bien. Iré —soltó un gruñido. No sabía qué le molestaba más, si tener que estar presente cuando Gale volviera a ver a Lessia o este acto caritativo de su parte que de pronto le parecía todo menos desinteresado. Era más fácil proyectar su culpa y su mal humor en Lessia que ser la hermana que acepta con alegría su lugar en la familia, la que calla sus celos porque debe anteponer el amor fraterno a cualquier sueño de adolescente. Ni siquiera tenía derecho a fijarse en los hombres hasta que su hermana estuviera emparejada según las tradiciones.

—Vuelve adentro, come tu avena. Iremos al escondite después.

—¿Me dirás también cómo me encontraron?

—Haré eso y mucho más, es hora de que te cuente algunas verdades.

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