Capítulo 5 (editado)
Puerto de Wingel.
Belta 2003 desde la Gran Ola.
78 días antes del Sacrificio.
La luz asomaba en el horizonte cuando Arthap tocó tierra en la Costa de Oro. Le pesaban los párpados y los brazos se sentían laxos por el esfuerzo de llevar a la aldeana. Apartó a la joven de su mente, conservaba su olor impregnado en la ropa.
Se detuvo en el borde del acantilado. Contempló el vaivén de las olas que llevaban hasta él un aroma a sal. En la lejanía podían verse diminutas las embarcaciones que habían zarpado a la pesca: un paisaje muy similar al que contemplaba cada mañana desde su balcón en el palacio imperial. Quizá por eso el rol de comerciante le venía tan cómodo de todos los que había adoptado en su papel de observador encubierto.
Amaneció. Las paredes blancas de la construcción se iluminaron ante los primeros rayos. Uno de los sirvientes abrió las puertas y sacudió un tapete mientras tarareaba una canción. El mundo despertaba temprano en perfecta sincronía, él era quien se retiraba a dormir. Ya tendría tiempo de confrontar a su hermano Therelias, tanto por haber elegido por segunda vez el puerto de Wingel como destino, como por haberlo enviado a negociar con Ariepa en su lugar. Lo normal era ir cambiando de ruta y de disfraz. Esa actitud suya podía echar por tierra beltas de cuidadosos planes para evitar ser reconocidos. En cuanto al resto de la tripulación, hospedada en La Bota Olvidada o El Costras —verdaderas pocilgas: mitad mesón, mitad burdel de poca monta—, la encontraría horas más tarde, tras un merecido descanso de cinco o seis horas.
Bostezó y estiró lo músculos. Dio la media vuelta y caminó hacia la posada.
—Buen día, mi señor. ¿Qué puedo hacer por usted? —saludó la esposa del posadero.
—Agua para lavarme y una jarra de viel.
—En seguida se las llevo a su habitación. ¿Desea el desayuno? Hay estofado de tamiz.
Asintió.
La mujer entró en la cocina, demoraría un poco en volver. Aparte de él, el comedor estaba ocupado por un par de huéspedes: viajeros de paso. Arthap se paseó entre las mesas y salió a un patio trasero donde había un cuarto separado, junto a los corrales. Se acercó.
—¿Se le ofrece algo de la bodega, mi señor? —dijo otro criado: hijo del posadero, sospechaba Arthap, por su increíble parecido. La misma mata de pelo negra, la misma nariz.
—Creí que eran los baños.
—La piscina está al otro lado —señaló a su izquierda—. Ya está ocupada. Si gusta le puedo avisar en cuanto la desalojen.
Volvió a asentir. Estaba a punto de volver al dormitorio cuando lo sintió. Therelias era quien utilizaba los baños… y no estaba solo. Necesitaba una excusa para quedarse afuera, acercarse más y libre de testigos indeseables. Por eso pidió al muchachito cejijunto una piedra de pulir y desenfundó su espada. El joven volvió en seguida con el pedido: se retiró.
En cuanto se quedó a solas, Arthap Thorm comenzó a afilar la hoja. Se aseguró de que nadie le prestara atención y fue acercándose al límite del edificio, desde donde se veían los muros de piedra de los baños.
Cerró los ojos y tocó la mente de su hermano. Se retrajo al instante, temiendo que Therelias se hubiera percatado. Había visto, a través de él, unos labios voluptuosos, unos pechos redondos, unas caderas con gotas de sudor o de agua resbalando por sus curvas.
«¿Así que era por esto? —se preguntó entre escéptico y asqueado—. ¿Fui a negociar con la peliverde para que él pudiera enredarse con una hembra?».
No podía creerlo. ¿Era ese el motivo por el que ya no percibía en los pensamientos de Therelias el típico tenor de desdén y beligerancia propios de él? ¡Imposible! Y sin embargo el cambio era fehaciente. De la noche a la mañana se había transformado en un hombre distinto. Su espíritu se elevaba en un éxtasis que rozaba el paroxismo, algo jamás conocido por Arthap.
El cacareo de un wek en los corrales lo devolvió al mundo real. Miró sus manos, que se habían quedado a medio movimiento y soltó la piedra.
Aquello estaba mal, aquello era traición. Therelias era del linaje de los elohin, ¿cómo se atrevía a poner sus ojos en una vil aldeana? Si Gala llegara a enterarse...
Pensó en denunciar a su hermano e intentar con ello ganar el favor de su madre, sería lo justo por todos los beltas de desprecio. No, Therelias era el favorito de Gala, ella no le creería una sola palabra. Eso si se dignaba a recibirlo en audiencia privada. Un esfuerzo inútil, contraproducente, que dejaría al traidor salir impune. Therelias lo sabía, cómo no, ya lo veía burlándose por anticipado, el muy díscolo.
La furia reverberó en sus puños y ascendió por su pecho hasta la garganta. Era difícil reprimir el deseo de gritar, patear o golpear objetos. Sentía como si el aire a su alrededor no existiera y el mundo hubiera estallado en llamas.
Era tal su ira que cruzó por su mente la idea de matarlo. Horrorizado de sí mismo, dio dos pasos hacia atrás. Matar a los de su sangre era prohibitivo, muy diferente a ser partícipe del Sacrificio. Esa era una obligación impuesta por los dioses. Había que pagar con vidas las bendiciones de Aeviniah, la piedra de la vida.
¿Qué le molestaba más, la impunidad, la injusticia, la traición o… que el contacto directo con los pensamientos de su hermano le había revelado que la felicidad existe y él no podía tenerla?
Por el rabillo del ojo vio al criado acercarse.
—Mi señor, el desayuno está listo… —Al ver su rostro encendido, el muchacho dejó la frase inconclusa—. ¿Se siente bien?
Arthap dio media vuelta y se alejó sin responder. Voló rumbo a la playa. A la distancia era imposible que se enterara de los pormenores de la relación carnal de su hermano. Solo de pensar en eso se le erizaban las plumas y el cabello en la base de la nuca.
Pateó el agua fría, dejó que le mojara la ropa hasta las rodillas. Siguió a pie por la costa tratando de calmarse. Encontró la cueva cuando había caminado más de una hora. Se refugió en su interior. Le caló el sueño después de una noche en vela. Prometió no dormitar hasta el ocaso. Se notaba que el agua la inundaba durante las noches. Las pesadillas y el hambre lo despertaron mucho antes. Sueños que había logrado enterrar cuatrocientos beltas atrás irrumpieron indeseados. Se preguntó si algún día volvería a descansar.
Regresó a la posada. Cuando Therelias le salió al paso, con aquella sonrisa genuina y relajada que Arthap quería borrar a golpes, guardó silencio y protegió sus pensamientos. Le rindió un informe de las negociaciones con Ariepa Castar. Sin saber por qué omitió cualquier referencia a la aldeana que llevó en brazos y su participación en su búsqueda.
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