Capítulo 4 (editado)
Puerto de Wingel.
Belta 2003 desde la Gran Ola.
79 días antes del Sacrificio.
Arthap caminaba en la penumbra del bosque.
—¡Azurea! —gritaba Tem, el pequeño aldeano que lo acompañaba, apenas un paso atrás, con una antorcha encendida en la mano.
—¡Azurea! —repetía Arthap mecánicamente. No hacerlo suscitaría preguntas.
Mientras avanzaba podía percibir la tensión del aldeano, que se sobresaltaba incluso al sonido de una rama partida bajo sus propios pies.
Se escuchó un gruñido y una voz femenina. El muchacho se petrificó de miedo. Arthap avanzó con la mano en el pomo de la espada, lista para desenfundar. Se vislumbraba la rutilante claridad provocada por una fogata.
—¡Dioses! —exclamó Tem en voz baja, se ocultó tras un árbol—. Deben... deben ser...
Arthap dio unos pasos más. La espesura se abrió a un claro, frente a la boca de una cueva. De un vistazo contó cuatro bestias y una aldeana en el suelo. Desenfundó su arma. Las bestias más jóvenes emprendieron el vuelo para escapar. Llevaban a un wek en brazos. Otra, la más grande y forzuda del grupo, se plantó frente a ellos.
—Son… son… garg’hulls —murmuró Tem, haciendo un esfuerzo por parecer valiente.
El guerrero avanzó un paso, gruñendo palabras incomprensibles. Lo amenazó con su garrote. Arthap lo cortó de un tajo y volvió a asumir una posición de ataque. La bestia, sorprendida, caminó de espaldas, trastabilló, se incorporó y salió huyendo.
Arthap lo habría seguido hasta su madriguera, solo por curiosidad. Era la primera vez que los veía.
—¿Por... por qué hiciste eso? —preguntó el chico. No el motivo por el que destrozó el garrote, sino en reclamo por haberlo dejado escapar.
No respondió. Pudo haberlo matado, claro, pero consideró más ilustrativo estudiar su reacción primero.
—Déjalo, no tiene caso, ya encontramos lo que buscábamos —Tem corrió a arrodillarse junto a la joven herida. Trató de levantarla por las axilas, solo para darse cuenta de que era demasiado débil para cargarla—. ¿Te vas a quedar ahí parado mirando? Ayúdame.
Arthap titubeó por primera vez, se le secó la garganta. Se acercó con reticencia. Trató de colocar sus manos en posición para llevarla en brazos. No sabía cómo.
—¿Qué pasa? —preguntó Tem.
Arthap tragó grueso, lo miró, luego a la chica, luego el oscuro camino que tendría que recorrer a pie. No tenía más remedio que hacerlo.
Sintió el sudor resbalando por su espalda y el rubor subir hasta sus mejillas, menos mal que las profundas sombras no lo pusieron en evidencia. Armándose de valor pasó los brazos bajo sus alas y rodillas. Trató de controlar su temblor.
—¡Vamos! —Tem encabezó la marcha. Estaba tan deseoso de salir de allí que no dio importancia al nerviosismo de Arthap ante la cercanía de la joven.
Este lamentó su suerte. De no haber estado haciendo negocios en los terrenos de Ariepa Castar y su esposo Emyf cuando sonó la alarma...
La propia peliverde los instó a volar en ayuda de sus vecinos.
—Es la propiedad de las Andyer —indicó, señalando.
—Debe ser otro ataque, se han visto garg’hulls —dijo Emyf, corriendo a tomar un arco y un carcaj.
—O peor, ¡Se ve humo! —gritó la mujer—. Suena la alarma, que el mensaje se escuche hasta el puerto. Necesitarán más ayuda.
El hijo de la pareja, un adolescente menudo, fue el primero en emprender el vuelo hacia el oeste, seguido por el propio Emyf, los dos porteadores que bajaron con Arthap del barco y otro comerciante local llamado Lorand Abalén. A Arthap no le había quedado más remedio que seguir la corriente.
La bodega Andyer estaba en llamas; el dueño, con un ala rota, desesperado por no poder volar en auxilio de su hija, una joven menor de edad que se había internado sola en el bosque. La partida de rescate se dividió en dos. Emyf y un porteador se quedaron a controlar el incendio. En el bosque ingresaron los cuatro machos restantes que se separaron en dos parejas para cubrir un área de búsqueda mayor. Lorand fue con el segundo porteador; a Arthap le tocó la compañía del muchachito enclenque y ahora la carga de llevar a la hembra inconsciente todo el camino de regreso.
—¿Viste a los pequeños? —preguntó Tem. Ahora que el susto se le había pasado una risita nerviosa salía de sus labios cada dos por tres. Arthap asintió—. Nunca imaginé que así fueran —Cambiaba la antorcha de mano, su rostro brillaba de sudor—. ¿Crees que esa cueva era su residencia habitual o solo un refugio de paso?
Arthap ladeó la cabeza.
—¿No eres de muchas palabras, verdad?
Arthap solo se le quedó mirando.
—¿Dónde crees que hayan ido Lorand y el otro? Ya no escucho los gritos de búsqueda. Espero que no se hayan topado otras bestias.
La joven pareció abrir los ojos, un gemido escapó de su boca. Arthap trató de ignorarla, cada vez más ansioso. Hizo un alto para descansar, aunque ella casi no pesaba. Tenía el cuerpo delgado, pero sólido, con músculos compactos y definidos debido al trabajo en los campos o los muelles. La depositó sobre la hojarasca. Ella se quejó. Quizá fue demasiado tosco.
La observó. El golpe en la frente se inflamaba. Supuso que se había dado contra una rama, pues el garrote que cortó en dos estaba libre de sangre. La joven debió desmayarse debido a la contusión y no por un golpe directo de aquella primitiva arma. Si todos los garg’hulls eran como aquel, ¿por qué les tenían tanto miedo? O quizá uno solo es inofensivo, un batallón en cambio…
La chica gimió de nuevo. Tem le humedeció los labios con su cantimplora y limpió la sangre de su frente.
—El wek —ella murmuró entre sueños.
—Tranquila, Azurea, ya te llevamos a casa, estarás bien —le dijo Tem. A Arthap le dedicó una mirada extraña, aunque él sabía muy bien lo que significaba. Le estaba recriminando por haberse detenido. No estaban a salvo, el garg’hull podría haber acudido por refuerzos. La chica necesitaba los cuidados de su familia.
Un ruido se escuchó a sus espaldas. Tem se agazapó con el brazo de la antorcha extendido frente a él. Miraba a todos lados. De entre el follaje una oca despegó con un sonoro batir de alas. Una serpiente reptó entre la hojarasca.
Arthap soltó una risita. El muchacho dejó escapar un gruñido de frustración.
—¿Cómo puedes estar ahí tan tranquilo? —El chico buscó en su frente para contar cuántos tatuajes de media luna tenía en el entrecejo y hacerse una idea de si acaso la edad o la experiencia le proveían de algún conocimiento especial con respecto a los ruidos del bosque. Le importaba poco que aquello fuera de mala educación, al menos mientras no salieran al descampado. Solo le encontró seis, pues Arthap había dejado de agregar centurias a su rostro hacía incontables lunas. El chico tampoco halló nada inusual en su aspecto que le indicara que era algo más que un comerciante dueño de un buque. Incluso el manejo de la espada era normal, ante el ataque de piratas.
Arthap levantó la chica en vilo motivado más por deshacerse pronto de ella —y del adolescente miedoso— que por hacer caso a la velada crítica. Un cosquilleo reptó por sus brazos al cargarla.
En el movimiento, ella consiguió enfocar su mirada por menos de un segundo antes de volver a perder la consciencia. Arthap sufrió un escalofrío.
—Vamos, es por allá —indicó Tem, inquieto.
Arthap siguió andando en su hermético silencio. Hablaba con los aldeanos cuando era absolutamente necesario y solo por asuntos relacionados al barco, a su hospedaje o la actividad a la que se dedicaba.
Una hora después salieron del bosque. Los remanentes del incendio prevalecían. Había otros aldeanos, además de los voluntarios originales, ayudando a apagarlo. Uno de ellos voló a interceptarlos.
—Hermanos, permítanme aliviar su carga —dijo a Arthap.
Tem miró al recién llegado con recelo.
—Apártate del camino, Verd’u, el puesto de héroe ya está ocupado —le dijo y luego señaló el camino a Arthap. Unos pasos más adelante, después de cersiorarse de que Verd’u no lo escuchaba añadió—: Ese era Gale Verd’u, el hijo de Lorand Abalén. No lo resisto.
Arthap ignoró aquel comentario. Siguió caminando hacia la casa, que se salvó de las llamas por encontrarse a unos treinta pasos o más de la bodega y los corrales. Ahí los recibió otra joven más hermosa que Azurea: su hermana mayor, según le informaron, de nombre Lessia. Ella lo guió hasta un apartado con literas, donde depositó a la chica. Esta vez con menos rudeza, aunque no supo ni por qué se tomó la molestia. Cuando se incorporó se dio cuenta de que su ropa estaba impregnada del olor de ella. Bajo esa luz, confirmó sus apreciaciones, esta chica impulsiva y arrojada no era como el resto de las que había visto antes. Se había internado sola en el bosque en una absurda misión justiciera, ¿qué otra prueba necesitaba?
—Gracias, gracias —repetía Lessia.
—Va a ponerse bien, ha tenido suerte —le aseguraba Gale Verd’u— traeré un ungüento para la inflamación—. ¿Cómo están esas quemaduras, Len? —preguntaba al padre de ambas.
—Les prestaré herramientas, para que puedan reconstruir —ofreció Emyf, el esposo de Ariepa—. Si necesitan cuerda o tela, pueden pasarse al puesto del mercado, también.
—¿Alguien vio a Lorand Abalén y el porteador que lo acompañó al bosque? —preguntó Tem—. Hay que avisarles que Azurea apareció.
Arthap observaba sorprendido el intercambio de favores. Se escabulló despacio hacia la puerta y sin despedirse de nadie se marchó. Aquello que había hecho por una vil aldeana no podía considerarse traición, ¿o sí? No deseaba otra cosa que retirarse a la posada, donde podría meditar al respecto.
Y desprenderse por fin de la carga de tener que escuchar todos sus insulsos pensamientos.
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