Capítulo 2 (editado)
Aneght. Isla de los Eternos.
Belta 2003 desde la Gran Ola.
—No, por favor —repitió Gala en su sueño. Más que el ultraje, lo que le hacía sentir aterrorizada era esa inmovilidad antinatural que presentaba su cuerpo. Su violador no necesitaba ataduras físicas para subyugarla, de alguna manera que no llegaba a comprender la mantenía pegada al suelo—. ¡Por favor, por favor!
—Mírala, suplicando. ¿Dónde quedó la hembra altiva y arisca que se creía intocable? —se burló Eredias sin desistir en su ataque.
La pesadilla terminó repentinamente. Gala parpadeó agradecida, recuperando de manera paulatina el ritmo habitual de sus latidos. Las cortinas estaban lacias. No entraba ni un soplo de brisa marina. Sintió el bochorno más sofocante que nunca. Una fina capa de sudor cubría su piel impregnada del aroma a sal.
—Un baño —ordenó.
Le prepararon la tina, los aceites y perfumes, acercaron la bata y un par de sandalias de tiras de cuero. Al terminar, las auriles se arrodillaron y tocaron el suelo con la frente para indicarle que se acercara si ese era su deseo.
Gala se levantó, sacudió las plumas y se dirigió a la sala con la parsimonia de una diosa. Por el camino dejó resbalar su vestido al mármol. Se detuvo frente al espejo preguntándose el porqué del mal sueño. Contempló su abultado vientre. Cada vez que se embarazaba se repetía. Si tan solo su hijo Hasidex no se hubiera marchado del palacio… De eso hacía ya veintiún días. El eco de sus pasos y el sabor salado de sus besos persistía en sus labios. Recordó su último encuentro.
Comenzaba a enjabonarse cuando lo recibió aquella vez. El sonido del gong anunció una visita.
—Buen día, madre.
Tras cruzar el amplio recibidor flanqueado por columnas de mármol, Hasidex se personó en la sala de baños. Las auriles se quedaron inmóviles, agachando la cabeza, sus ojos ocultos tras un velo.
—Déjenos a solas.
Gala terminó de enjuagarse la piel enjabonada, se puso en pie y señaló una bata; no se molestó en cubrir su desnudez ni con sus alas negras.
—¿Te vas tan pronto?
Su hijo llevaba una capa de viaje. Una larga tela verde con capucha que caía desde los hombros hasta la pantorrilla, donde el pantalón quedaba cubierto por la bota. Portaba, además, una enorme espada en el cinto.
—Así es.
—¿Llevas escolta?
A una orden mental la bata de baño voló hasta la mano de Hasidex, quien la atrapó y la retuvo con gesto divertido.
—Tú siempre tan preocupada por mi seguridad, madre, ¿O debería decir las apariencias?
No valía la pena rebatirlo. Desde donde estaba parado, Hasidex escuchaba sus pensamientos, conocía sus temores y uno de los más importantes era encubrir esa horrible ala suya pequeña e inservible de nacimiento.
—¿Preferirías que hubiera dejado que te despeñen o te envíen a morir, al territorio de los garg’hulls como a cualquier neonato deforme de pueblo? —Esbozó una sonrisa, alargó la mano y le arrebató la prenda.
—No —Hasidex chirrió los dientes.
—Gracias a que…
—Sí, sí, tu bendita automutilación. ¿Cómo era, madre? Ah, sí, signo de estatus entre los sacerdotes… única forma de conservarme y a mis habilidades sin levantar sospechas. ¿Cuántas veces me lo habrás repetido, un millón?
—Si ya lo sabes, entonces…
—Llevaré una escolta pequeña —la interrumpió— y solo porque acompaño al Kotun y un cargamento de impuestos, no me gustan las grandes comitivas. Zeroth vendrá también.
—Ah, excelente. ¿Y a dónde irás esta vez, querido? —dijo con la barbilla alzada mientras se acercaba al espejo.
—Por la costa del mar interior hacia el norte.
—¿Es la ruta que mi Therelias eligió también?
—¿Te molestaría que vigile a tu espía favorito?
—¿Celoso de tu padre? —comentó sin esperar una respuesta—. ¿Tardarás?
—Volveré a casa para el Sacrificio. Me conoces, nunca me lo pierdo.
—¿Prometes extrañarme cada día?
Hasidex la tomó por la barbilla, la besó en los labios e irrumpió en su boca exigiendo el ardiente roce de su lengua. Le apretó una nalga con la otra mano. Poco después rompió el contacto.
—¿Lo dudas? Te traeré un regalo. Algo muy... especial. —Gala frunció el ceño—. No, no seas curiosa, es una sorpresa —sonrió con malicia.
—Algo me dice que no va a gustarme. Que los dioses te acompañen.
Hasidex dio media vuelta y se largó. Iba regodeándose en anticipación. Si sus informes eran correctos derribaría dos emplumados con la misma pedrada y pronto no tendría que sentir celos.
¿Por qué volvían las pesadillas? ¿Por qué no estaban sus hijos para consolarla?
—Mírala, suplicando. ¿Dónde quedó la hembra altiva y arisca que se creía intocable? —se burló Eredias en sus recuerdos sin desistir en su ataque.
Como si los dioses la hubieran escuchado, el violador recibió una patada que lo lanzó de espaldas. Ella se apartó, dolorida y tratando de cubrirse con los restos de ropa. Dejó una mancha de sangre oscura en la tierra.
—¿Qué te dije, Eredias? —gritó Fegión mientras se plantaba entre ambos—. La bonita es de noble cuna. Los dioses han permitido que sobreviva y a ellos la entregaremos si les complace.
Eredias se puso en pie y sostuvo la mirada de Fegión mientras ajustaba el cinto sobre los calzones. Agachó brevemente la cabeza. Se sometía su autoridad, no de muy buena gana.
—No vuelvas a tocarla —añadió Fegión antes de volverse a ella y ofrecerle una mano.
Fegión, su amado Fegión. A veces lo veía entrar en la alcoba envuelto en luz, se acercaba a su lecho y la tomaba con vigor, susurrándole al oído, elogiando su belleza. Cómo deseaba que fuera real… Y que Eredias desapareciera de su memoria. El mundo había completado su tránsito alrededor del sol al menos dos mil veces desde que Fegión, Eredias y Enyk la robaron de su casa y de su familia. Desde que sobrevivió a la Gran Ola por intersección de los dioses. Dos mil beltas. Mucho tiempo. Esa clase de remembranzas aterradoras ya no debería existir en su mente. El mundo sería perfecto si pudiera controlar las imágenes que acudían a atormentarla mientras dormía, del mismo modo que gobernaba despierta sobre el territorio conocido, desde Bahía Dragón hasta el infranqueable macizo de Argüell. O si pudiera tener una niña. Pero los dioses no accedían a sus ruegos, ¿cuántos sacrificios de sangre más serían necesarios para conmoverlos?
El agua del baño se estaba enfriando. Quizá debería… Sintió un líquido tibio escapar de su entrepierna. Al mirar abajo, las baldosas blancas estaban rojas y resbaladizas.
— ¡Nym, traigan a Nym! —gritó, sujetándose el vientre.
Las auriles se acercaron solícitas. Le sirvieron de apoyo para que pudiera llegar a la cama. Los dolores se intensificaron, la barriga se contraía con voluntad propia mientras los huesos se movían abriendo el canal del parto. Gala ya había pasado por el mismo proceso diez veces, el actual era su décimo primer intento por tener una niña. La llamaría Güem.
Gritó desde el fondo de sus entrañas. Sentía que se partía en dos. La bruja tardó diez ciclos en aparecer, una eternidad para Gala. Lamentó haber ordenado que las dependencias de Nym se localizaran en el extremo opuesto del palacio, debió haber previsto que si necesitaba sus servicios de matrona con urgencia, tardaría en recorrer los pasillos.
Cuando la vio ante las puertas, Gala gruñó con impaciencia y amenazó con arrancarle el corazón con el resto de los tributos de los dioses si no le calmaba el dolor de inmediato. Estrujó las sábanas entre los dedos y mordió la vara que la bruja le ofrecía.
—Las puertas —masculló.
—Cerradas, mi señora. Ningún hombre entrará, aunque no podemos estar seguras de que tampoco saldrá —replicó Nym.
Gala la miró con odio.
—Dijiste que cambiando de pareja concebiría una hembra, bruja.
No podía tener otro niño… otro niño albino, deforme, ciego, sin dones o estéril como el último.
No entendía en qué estaba fallando. ¿Por qué se le castigaba?
—Dije que había una posibilidad, Ela.
—¡Elahési! —la corrigió, con su nombre oficial como gran sacerdotisa.
«Desagradecida… te pondré en tu lugar —pensó—, ya solamente te falta reírte en mi cara. Me lo debes todo. Sin mi protección te habrían mutilado otras partes del cuerpo, ni qué decir de la longevidad que disfrutas debido al permiso de vivir en el templo mismo, en las cercanías de Aeviniah, la Piedra de la Vida».
Nym le ofreció a Gala una taza de líquido de olor repugnante. La sacerdotisa titubeó para tomarlo, recordando el veneno que la bruja mezcló tantos beltas atrás cuando por fin pudo retomar las riendas de su vida. Deseó ser capaz de leer su mente, pero solo sus hijos poseían ese don. La mayoría de ellos.
Una contracción la sustrajo de sus pensamientos. El espasmo continuó durante cuarenta latidos. Gala chirrió los dientes y se encajó las uñas en las palmas mientras hacía un esfuerzo para expulsar al bebé. «Que sea una niña, una niña», deseó.
La criatura lanzó un chillido. La bruja guardó silencio. Aunque estaba agotada, Gala buscó la bola de piel, fluidos y plumas.
—¡Los dioses me han condenado! —espetó al verlo.
—Elahési...
—¡Cállate! Un niño... un niño deforme. Dame la daga.
—Pero, señora mía. ¿Acaso hay algo más preciado que la fertilidad? La diosa Shaia...
—¡Cállate o te corto la lengua, bruja!
Gala le exigió la daga, se sobrepuso a la debilidad que el parto le había dejado y se acercó al recién nacido. Si al menos se pareciera a Therelias… pero era un retrato de Hasidex: hebras blancas en el cráneo, ojos rojizos y un ala tullida, pequeña, inservible.
El niño no hizo intentos por defenderse, la tierna piel no opuso resistencia al filo del arma. La sangre manó como una fuente y su vida se extinguió en un parpadeo. Brotaron gusanos negros de sus cuencas oculares, su boca y sus fosas nasales. Si algo quedaba de cordura en la sacerdotisa, terminó de quebrarse en ese único acto criminal.
Gala se volvió hacia la bruja que miraba con ojos de espanto la escena. La tocó: de su palma surgió un arco eléctrico. Su víctima se sacudió con violencia y el alarido reverberó con eco hasta el último rincón del palacio.
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