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Capítulo 1 (editado)

Puerto de Wingel.
Belta 2003 desde la Gran Ola. 
79 días antes del Sacrificio.

Un cubetazo de agua bañó a Azurea de pies a cabeza. La joven ahogó una exclamación.

—Para últimas oportunidades ya fui muy generoso —el herrero Tung soltó el balde, tomó un hierro candente y dio un paso hacia ella, amenazando—. Regresa a tu casa y no te molestes en venir mañana.

—No, por favor, no volveré a distraerme, lo prometo —Azurea recogió lo que había tirado—. Solo tiene una ligera abolladura, puede componerse. —Con la manga limpió los goterones que escurrían de las cejas y se le metían en los ojos.

—Dije fuera, ya tuve suficiente. No sé por qué te acepté como aprendiz en primer lugar —Tung abanicó el hierro como si fuera a pegarle.  Azurea saltó hacia atrás y con el impulso extra de las alas aterrizó aproximadamente a unos seis pasos.

—No pasa otra vez, de verdad. Mi familia depende de mi sueldo para completar el…

—Debiste tomártelo más en serio, entonces. ¡Lárgate de una vez!

—Pero sin el pago… El Kotún… —Azurea miró de reojo al esclavo y su marca de hierro en el hombro.

El herrero debió haber seguido su línea de pensamientos porque soltó una risita y dijo:

—A ver si en tu nueva vida comprendes por fin el funcionamiento del mundo.

—No, por favor. No me haga esto.

—Y a ti te encantaría estar ahí cuando confisquen esas tierras y la familia sea vendida, huevo podrido —dijo una voz mujer.

Azurea miró sobre su hombro y se dio cuenta de que Ariepa observaba desde el patio.

—Tú no te metas, ¡vieja loca! —gritó el herrero.

Las carcajadas de Ariepa dejaron ver una dentadura perfecta excepto por una pieza quebrada de una esquina.

—No vale la pena insistir, hija.

—Usted no entiende.

—Déjalo, además, ya es tarde, deberías volver a casa —se acercó y colocó su mano sobre el hombro de la muchacha—. Te acompaño.

—Gracias —caminó delante de ella hasta la puerta, donde ambas hicieron un alto.

—¡Hasta luego, bomba de mecha corta! —la mujer gritó al herrero—. A ver quién en todo Wingel soporta tu mal humor, aparte de esta criatura. Vámonos.

—Ve haciéndote a la idea —señaló Tung mientras se alejaban—: los dioses son crueles, los sacrificios necesarios, la ley implacable y escapar de ella no-se-pue-de. Grábatelo.

Ariepa trepó a una banca, se aseguró de que los lazos de su falda estuvieran atados a las botas y de un poderoso aleteo alzó el vuelo. En pocos segundos Azurea le dio alcance, se deslizó sobre la capa de aire más cálido que envolvía el puerto. Dejó atrás los tejados alineados en semicírculos. 

Todavía le escurría la ropa y el cabello. Para mitigar el frío tuvo que envolverse en la yana, el rebozo en diagonal que siempre llevaba atado del hombro a la cintura para cargar objetos durante el vuelo.

—No te apures, hija, Tung recapacitará y te permitirá trabajar otra jornada. Y si no es así, visítame, veremos qué podemos hacer. Mira que lanzarte un balde de agua… ¿Qué se cree, ese hijo de pájara?

—Yo... Gracias —replicó poco convencida.

—¿Qué hacías, por cierto, soñabas despierta?

—Bueno, yo...

Azurea miró al sitio donde había visto a Gale Verd’u empujando el carro de mercancía.

—¡Ah, el hijo de Lorand! —exclamó Ariepa—. Chulísimo. Lástima que yo ya esté ocupada... Y que sea cuatrocientos beltas mayor —guiñó un ojo. Con un dedo señaló los cuatro tatuajes de media luna en su sien, uno por cada centuria.

Azurea se sonrojó.

 Como la mayoría de los habitantes de Eloah, Ariepa tenía un rostro lozano y juvenil, sin rastros de la edad, lo mismo podía tener dieciséis que seiscientos beltas cumplidos. Los rayos horizontales del sol le iluminaban la trenza verde de tal modo que una llama fosforescente parecía surgir de su cabeza.

—Precisamente veré a su padre, en cuanto llegue a casa. Ha conseguido un transportista para la próxima cosecha. Veremos en qué términos.

Volaban hacia el norte, al cañón trazado por el río Alet. En sus escarpadas paredes vivía la familia de Azurea; no muy lejos, en el fondo del valle, en medio de un enorme campo sembrado con quina, la de Ariepa.

 —Mi hijo Tem será algún día tan fuerte como Gale Verd’u, ya verás. Namás hay que ver al padre que tiene. Antes de lo que imaginas tendrá brazos como rocas.

—Lo lleva en la sangre —convino Azurea por mera cortesía. Comparado con otros adolescentes, Tem era bajo de estatura y todavía de rasgos infantiles; solo se sabía que cumplía la edad necesaria para ser llamado hombre porque había iniciado la última muda de plumas y su familia observó la tradición de obsequiar una fiesta para introducirlo en sociedad.

Emparejaron su curso al del Alet. El sol poniente coloreaba el cielo de rojo y violeta. En cierto meandro un islote desviaba la corriente formando un estanque de aguas mansas que devolvió el reflejo casi nítido de ambas mujeres eloahnas y sus imponentes alas. Lo interrumpían minúsculas ondas blancas que navegaban perezosas.

Azurea iba absorta en sus pensamientos, quería preguntar qué quiso decir Ariepa cuando afirmó que Tung estaría feliz de que confiscaran sus tierras y vendieran a la familia. Los adultos escondían segundas y terceras interpretaciones en sus palabras. Pero su acompañante habló en ese momento:

—¿Viste anoche las luces en el cielo?

Azurea lo confirmó.

—¿Raras, verdad? No se comportan como meteoros —agregó Ariepa.

—No.

—Una se detuvo en medio de la nada, se devolvió por donde vino y desapareció tras el Argüell. Dime si eso es siquiera posible.

—La verdad, no.

—Ancestros, ¡el Argüell!  Ni se ven sus cumbres de tan altas. Lo comenté con el rakón, pero se alzó de hombros y dijo que son los ojos de los dioses.

Azurea contuvo una risita.

—Sí, lo sé, a mí también me parece ridículo —guiñó un ojo y ambas se soltaron a reír a carcajadas. Atisbaron el gran solitario ciprés—. Me parece que es momento de separarnos.

—Sí. Gracias por todo, Ariepa.

—No es nada, ya lo sabes. No sé por qué insistes en querer ser aprendiz de ese necio, ya te he ofrecido trabajo en los telares. Esta juventud de ahora...

Azurea fue a abrir la boca, pero la cerró y el rojo acudió a su rostro. 

 —Por favor saludas de mi parte a tu padre y a tu hermana, niña.

—Y usted a Tem de la mía.

Ariepa asintió. Se despidieron tocando cada cual su hombro izquierdo con la mano derecha y una sonrisa de complicidad. Ariepa se desvió hacia el este y pronto se perdió de vista. Azurea aprovechó una corriente cálida para ganar altura sin esfuerzo, se deslizaba sobre el aire sin apenas mover las alas, a lo sumo inclinando los hombros hacia uno u otro lado para corregir el rumbo: planeando.

Mientras se acercaba a casa meditaba sobre lo que le diría a su padre. No tenía valor para confesar lo ocurrido esa tarde con Tung, que por distraerse viendo un muchacho con el que jamás ha cruzado palabra… No cualquiera, por cierto, sino el más guapo que hubiera visto jamás pisar Wingel. Decidió declararse tan cansada que saltaría la cena para ir a dormir, eso le daría tiempo para elaborar un discurso plausible, de preferencia uno en el que no figuraran machos, ni despertara sus celos innecesariamente.

Volar en el cañón siempre era una experiencia revitalizadora que aceleraba sus latidos. Las corrientes traicioneras podían lanzarla contra las afiladas rocas de sus paredes. Calcular la distancia segura en las partes más angostas era digno de un acróbata del aire. Azurea se sentía orgullosa de salir ilesa cada vez que entraba en él. Al virar en una garganta, se abría una amplia curva con paredes de roca caliza, coronada por una meseta verde que se extendía hasta el linde del bosque de montaña en la base misma del Argüell. Era allí, en un repecho de la cara sur del acantilado que se encontraba su casa, lo suficientemente alta como para no estar expuesta a la entrada de la marea que ya comenzaba a subir y que cada tarde, al aparecer las lunas en el cielo, alcanzaba hasta seis varas de altura.

Por ahora, Azurea ascendería hasta librar el talud y continuaría sobrevolando la meseta, remontando las corrientes hacia los campos sembrados, los corrales y la bodega familiar. Era su turno de alimentar al wek y llenar los abrevaderos con agua fresca. Con suerte, su padre ya habría terminado la reparación del artilugio de poleas que había inventado para subir toneles llenos de líquido desde el río.

Al acercarse a la explanada, ecos de gritos y golpes en el granero lanzaron una alerta a sus sentidos. No eran los típicos “Andá, pichón, andá”, ni los cacareos de los animales. Algo sucedía. Azurea aterrizó en el puesto de vigilancia y tomó su ballesta con dedos temblorosos.

Repentinamente una bestia alada salió del granero aullando como si estuviera herida y cayó de espaldas, sujetando algo en su pecho —una flecha, quizás—; otra figura recortada a contra luz surgió de entre las pacas de forraje enarbolando una antorcha encendida; un tercer enemigo combatía cuerpo a cuerpo contra su padre, Len.

Las siluetas aladas de los invasores parecían eloahnos, hasta que te fijabas en el pelo que cubría parte de sus cuerpos.

«Garg’hulls», infirió Azurea, asustada: ladrones.

—¡No! —gritó sin pensar.

El atacante que luchaba contra su padre lo catapultó contra una viga que sostenía la techumbre y escapó con algo en brazos. El de la antorcha prendió las pacas más cercanas, lanzó la tea al pie de los corrales y, buscando el origen del grito, voló hacia el puesto de vigilancia, hacia ella. Aterrada, Azurea disparó: le acertó entre los ojos. El garg’hull se precipitó como costal de huesos.

En seguida, Azurea sonó las campanas de alarma y voló hacia la cisterna elevada para emergencias. El fuego ya había prendido una de las paredes de la bodega. Vio que su padre se puso en pie, aunque trastabillaba dolorido y venía en su ayuda, pero a pie.

—¡El wek, maldición! —Len le gritó. Una de sus alas arrastraba por el suelo.

Azurea buscó al garg’hull que volaba hacia las montañas y sin pensárselo se lanzó tras él.

«¡El wek, no!» era todo lo que pensaba mientras se acercaba a la arboleda sin mirar atrás. A lo lejos escuchó el eco de otra alarma y otra más: el llamado de ayuda pasando de una casa a otra. Le llegó el olor de humo y pelo quemado.

Cuando pasó entre dos árboles, la joven pegó las alas al cuerpo. Con un quiebre esquivó otro tronco y continuó internándose en la penumbra del bosque de montaña, ignorando los arañazos que las ramas pequeñas trazaban en su piel. La ira la compelía a luchar por no perder de vista a su presa. El intenso hedor respaldaba su determinación.

A medida que la espesura de la fronda la cubría con su velo de sombras sanguíneas, el paradero del ladrón, cuya piel cenicienta se camuflaba en la oscuridad, era incierto. Del oído no podía fiarse: su propio aleteo, el acelerado latido cardiaco y su respiración entrecortada ya colmaban su atención. Las aleias, esas asustadizas criaturas bioluminiscentes con cuerpo de medusa, se ocultaban en los huecos de los troncos dejándola con la escasa luz de las lunas que dibujaban el contorno de los obstáculos mayores. Tenía que disparar ahora, antes de que se viera obligada a aterrizar por temor a estrellarse y el ladrón, adaptado a ese entorno de penumbra, desapareciera con la cría de wek.

Recargó la ballesta contra su hombro, asomó por la mirilla y lanzó la primera andanada de flechas ligeramente por encima de su objetivo. No esperaba darle a las alas de la bestia, era casi imposible, a lo sumo golpearía unas cuantas ramas y con algo de suerte caería una piña o dos. Además, no quería herir por error a la valiosa cría.

Le tembló la mano al disparar. Por una fracción de segundo se preguntó qué estaba haciendo allí, persiguiendo ella sola a ese enemigo y qué iba a hacer si este contraatacaba. No lo había pensado antes, había cedido a un impulso visceral, se había dejado conducir por la rabia y por la determinación de vengar la destrucción causada y recuperar lo que era suyo. Para su familia hasta el último grano era necesario para conservar la libertad ahora que se cumplían tres beltas de prórrogas en el pago del crédito.

Escuchó el alarmado cloqueo de la cría, indicio de que el animal, nervioso, intentaba escapar, como siempre. No le gustaba estar en brazos de nadie, era un verdadero contorsionista. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, Azurea emitió un silbido: a lo lejos, el cacareo pareció enloquecer.

—¡Azurea!

Miró sobre su hombro. Apenas una fracción de segundo. El inesperado golpazo la aturdió. Las hebras de su conciencia se desconectaron antes de precipitarse.

***

Abrió los ojos y enseguida los frunció ante el intenso escozor que le provocaba la sangre escurriendo de su frente. Se había estampado contra una rama, eso era obvio. No había llegado al suelo; colgaba precariamente gracias a la yana que se había enganchado en la corteza de algún árbol, pero no por mucho tiempo, la tela comenzaba a romperse. Entreabrió los párpados otra vez: no eran estrellas lo que veía, sino una multitud de pequeñas aleias que habían saltado del tronco al verse sacudidas con violencia. Sus cuerpos de medusa danzaban en el aire mientras que un chisporroteo bioeléctrico se extendía como telaraña en sus membranas iluminando su entorno. Al menos ahora podía ver.

Escuchó el gruñido de nuevo, acompañado de pasos que se acercaban. Solo ahora comprendió lo estúpida que había sido al emprender la persecución. Los garg’hulls eran violentos y territoriales, si alguien osaba adentrarse en las cumbres del Argüell, lo capturaban y cocinaban, o eso se decía. En el pasado habían intentado expandirse hacia tierras sureñas, pero el ejército imperial les había repelido.

El ladrón de su granja no había acudido solo. Aunque en un principio, posiblemente, ni siquiera se imaginó que una hembra eloahna le seguiría como una posesa. Ahora quizá la guiaba hacia su escondite, donde otros como él podrían atacarla en represalia por las muertes de los compañeros caídos. 

Azurea se preparó para el aterrizaje y tiró de la ropa hasta desgarrarla. Cayó en cuclillas. Al incorporarse descubrió al garg’hull, quien se acercaba a pie con un gesto salvaje, las alas encrespadas y un mazo improvisado en una mano.

La cría rechoncha apareció anadeando a poca distancia, batía sus inútiles alas y agitaba su brillante coraza de escamas escarlata. La eloahna y el garg’hull se midieron mutuamente, considerando ambos el tiempo que les tomaría lanzarse a su captura. La joven, además, sopesaba sus menguadas fuerzas y una ruta de escape. Si renunciaba al wek y huía ahora mismo quizás tuviera una oportunidad de sobrevivir.

Refugiándose entre las abultadas raíces de un espino cercano a la joven, el wek tomó partido por la eloahna. Azurea palpó inadvertidamente la ballesta, todavía prendida de la correa que colgaba de su cuello y buscó el carcaj... vacío. Soltó una maldición desde el fondo de su garganta.

El garg’hull avanzó en su dirección con el garrote de madera empuñado con ambas manos.

—¡Azurea! —volvió a escuchar, esta vez segura de que no era la voz de su padre.

El enemigo asestó un mazazo. La joven saltó hacia atrás, pero no se salvó de recibir una fracción del golpe en las costillas, suficiente para arrancarle las lágrimas. Se apartó tembleque, sujetándose el costado derecho. De un aleteo, el garg’hull avanzó seis pasos, arrancó de su pecho la ballesta y con un tirón rompió la correa y el artefacto mismo al estamparlo contra un tronco. Observaba a la hembra con curiosidad mientras mantenía parte de su atención en los sonidos de la periferia.

 A esas alturas, Azurea ya no temblaba. Estaba dispuesta a defender su vida con todos sus recursos y había aceptado que morir allí, intentando recuperar a la criatura, era mejor opción que como ofrenda para aplacar a unos dioses en los que no creía. O vivir como esclava.

El wek siguió alejándose, alarmado, de raíz en raíz, trataba de poner distancia entre su codiciado cuerpo y sus captores; la chica caminaba de espaldas, tanteando la daga que llevaba en los cordones de las botas; el garg’hull se quedó tranquilo como estatua, sabedor de que un movimiento suyo bastaría para terminar con esa ridícula afrenta.

—¡Azurea! —se escuchó la voz desconocida.

—¡Zuri! —esta parecía la voz de Tem, el hijo de Ariepa.

El garg’hull dirigió brevemente su atención hacia la fuente del sonido, momento que la chica aprovechó para atrapar al cachorro entre sus brazos.

Aguantó la respiración y despegó con un poderoso aleteo, esperando ascender por encima de las copas de los árboles antes de que el ser la derribara; le alcanzó en pleno vuelo. Cuando la atrapó por el pie, Azurea pateó con el otro y, agachándose, daga en mano, hendió la gruesa piel del enemigo con un tajo fino. No obstante, este se aferró a su otra bota y juntos cayeron a tierra con violencia.

Lo único que no le dolía era el cabello. Había caído de rodillas en un área libre de árboles, cerca de una cueva. El peso del cansancio y la tensión acumulados se le montó como un ancla. Pese a todo, Azurea consiguió mantener a la nerviosa cría envuelta en su abrazo, acurrucada contra su calor corporal.

El garg’hull se plantó a la mitad del claro, gritó un par de frases en su idioma y fue a arrancarle al cachorro. Una voz infantil contuvo su movimiento.

 «¡Que me desplumen!» Azurea pensó, sorprendida. La figura andrógina del garg’hull se recortaba frente al resplandor de un fuego que titilaba en el interior de la gruta iluminando las paredes interiores y el perfil de tres crías de su misma especie. Era la primera vez que la joven veía cachorros de garg’hull. En realidad, nunca se había preguntado acerca de sus grupos familiares y el aspecto de sus descendientes. En su interior, esa idea preconcebida de la maldad y salvajismo de los garg’hull era incompatible con la búsqueda de pareja, el apareamiento y el cuidado amoroso de los hijos. De entrada, verlos allí desmoronó sus paradigmas como si hubieran sido apaleados por ese mazo.  Los seres iban desnudos, por lo que la diferencia entre sexos era obvia. Los dos menores gimoteaban, aparentemente asustados. La mayor, macilenta y enjuta, tenía un ala sujeta entre dos rígidas placas de escamas rojas de wek. Su voz, al contrario de lo que cabría esperar, sonó suave, casi amable; caminó en su dirección y lo hizo cojeando, apoyada sobre los dos infantes.

«¡Ancestros!» pensó Azurea.

De tan desnutridos parecía que iban a quebrarse. Intentó comprender los motivos para robar el polluelo de wek. ¿Acaso lo querían para comer o le privarían de sus preciosas escamas vítreas? ¿A ella la agregarían en el menú como postre? La eloahna era esbelta debido al trabajo de campo y en la herrería. Tendría poca carne que ofrecer y un sabor correoso, o eso imaginaba.

Ignorando la pugna de la hembra, el macho gritó otra retahíla de frases incomprensibles y avanzó hacia la eloahna, con la evidente intención de poner fin a su dilema: preparó el mazo sobre un hombro.

—Toma —exclamó Azurea ofreciendo el nervioso polluelo que cloqueaba en protesta—. Toma. Puedes llevártelo.

La joven no sabía si entenderían sus palabras, pero sí la intención. El macho se detuvo. Si no estuviera a contra luz, ella habría advertido su gesto de sorpresa.

Azurea no quería entregar al animal, todo su ser se resistía a hacerlo. ¿Qué sabían los garg’hulls del verdadero valor de su botín o del precio de perderlo para su familia?  Tampoco tenía muchas opciones que digamos. Ya no tenía armas ni oportunidad, eso sin contar la pérdida de sangre y el mareo producto del golpe en la frente. Tenía unas náuseas horribles. De seguro era una contusión.

No quedaba alternativa. Viva o muerta, el guerrero garg’hull lo obtendría. Mejor viva. Quizá considerara perdonarle la vida y huir con su tesoro.

¿Y no sería mejor que la matara? Al menos no llevaría la culpa del destino de su familia. Primero la pérdida de su sueldo, luego el wek… Aquello no podía terminar bien.

Para bien o para mal su instinto era mucho más fuerte. Algo dentro de ella comprendía que mientras estuviera viva había esperanza. Y, si por casualidad o suerte el garg’hull le perdonaba la vida, tal vez los que la buscaban por el bosque no se verían implicados en una lucha.

  Así que renunciaba al wek en parte por la posibilidad de salvarse y salvar a Tem y a quien quiera que fuera su misterioso acompañante. Más le valía al ladrón aprovechar su tesoro. Quién sabe, podría ser que estos seres conocían algún secreto de los weks que podía convertir a aquellas crías famélicas en sanas y vigorosas. 

Animó al pequeño a avanzar. El wek observó la larga sombra del guerrero y corrió hacia la izquierda, a los brazos de la menuda hembra de garg’hull. Los dos pequeños lo rodearon y abrazaron.

—Eres un traidor, wek —farfulló Azurea dejándose caer sentada. Ahora vendría la hora de la verdad. ¿La mataría, la dejaría vivir? Era el tiempo de despedirse mentalmente. Solo esperaba que el ser le diera con tal contundencia que un golpe bastara para lograr su cometido. El mareo era más fuerte, el contorno de su visión se desdibujaba. Aspiró y mantuvo su mirada firme donde deberían estar los globos oculares de su enemigo, si la oscuridad reinante no los velara. En su vista periférica percibió el movimiento del garrote directo a su cabeza.

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