99
Ese día Leviatán se quiso quedar en casa porque dijo que se sentía mal, pero yo le insistí en que viniera con nosotros porque era imposible que alguien como él sintiera algo.
—Es que...
—¿Los demonios se pueden sentir mal? —pregunté mientras me calzaba mis botas negras, al igual que el resto de mi atuendo.
Él asintió sudoroso, se había sentado en el suelo y los patos lo rodeaban con interés, eran como una manta vibratoria sobre su cuerpo, al parecer a él le gustaban porque no se molestaba en quitárselos, es más, acariciaba el cuello pardo de uno. Se desajustó el nudo de la corbata y se enjugó sudor perlado con el puño de su camisa.
—Sí, pero no es común.
—¡Quién lo diría!
—Yo —Gruñó y se agarró la sien—. Dios, la cabeza me está matando.
—No uses el nombre de Dios en vano.
—¡DIOS!
—Ya, ya. —Le di palmaditas—. Nada da más dolor de cabeza que morir, así que te apuesto a que lo que sientes es una cosquillita. —Me calcé una campera cazadora—. Iré a la ciudad —lo miré, seguía tirado en el suelo, la idea no lo tentaba y agregué otro anzuelo —, porque es el único día de la semana en donde me divierto y no quiero que se arruine ¿Vienes?
Leviatán se cubrió la cara con las manos y me miró entre la ranura que formaban sus dedos. Lo pensó y gruñó como un niño perezoso.
—Sí, sí, por qué no.
Por supuesto que antes de salir se tomó cuatro pastillas más.
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